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-Que me place -respondió él.

Y, entrando en su aposento, sacó dél una maletilla vieja, cerrada con una cadenilla, y, abriéndola, halló en ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena letra, escritos de mano. El primer libro que abrió vio que era Don Cirongilio de Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y el otro, la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Así como el cura leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero y dijo:

-Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina.

-No hacen -respondió el barbero-, que también sé yo llevallos al corral o a la chimenea; que en verdad que hay muy buen fuego en ella.

-Luego, ¿quiere vuestra merced quemar más libros? -dijo el ventero.

-No más -dijo el cura- que estos dos: el de Don Cirongilio y el de Felixmarte.

-Pues, ¿por ventura -dijo el ventero- mis libros son herejes o flemáticos, que los quiere quemar?

-Cismáticos queréis decir, amigo -dijo el barbero-, que no flemáticos.

-Así es -replicó el ventero-; mas si alguno quiere quemar, sea ese del Gran Capitán y dese Diego García, que antes dejaré quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros.

-Hermano mío -dijo el cura-, estos dos libros son mentirosos y están llenos de disparates y devaneos; y este del Gran Capitán es historia verdadera, y tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el cual, por sus muchas y grandes hazañas, mereció ser llamado de todo el mundo Gran Capitán, renombre famoso y claro, y dél sólo merecido. Y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia; y, puesto con un montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas que, como si él las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia de caballero y de coronista propio, las escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran en su olvido las de los Hétores, Aquiles y Roldanes.

-¡Tomaos con mi padre! -dijo el dicho ventero-. ¡Mirad de qué se espanta: de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora había vuestra merced de leer lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés solo partió cinco gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo y poderosísimo ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a todos, como si fueran manadas de ovejas. Pues, ¿qué me dirán del bueno de don Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y animoso como se verá en el libro, donde cuenta que, navegando por un río, le salió de la mitad del agua una serpiente de fuego, y él, así como la vio, se arrojó sobre ella, y se puso a horcajadas encima de sus escamosas espaldas, y le apretó con ambas manos la garganta, con tanta fuerza que, viendo la serpiente que la iba ahogando, no tuvo otro remedio sino dejarse ir a lo hondo del río, llevándose tras sí al caballero, que nunca la quiso soltar? Y, cuando llegaron allá bajo, se halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos que era maravilla; y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas de cosas que no hay más que oír. Calle, señor, que si oyese esto, se volvería loco de placer. ¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice!

Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio:

-Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte de don Quijote.

-Así me parece a mí -respondió Cardenio-, porque, según da indicio, él tiene por cierto que todo lo que estos libros cuentan pasó ni más ni menos que lo escriben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos.

-Mirad, hermano -tornó a decir el cura-, que no hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes que los libros de caballerías cuentan, porque todo es compostura y ficción de ingenios ociosos, que los compusieron para el efeto que vos decís de entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores; porque realmente os juro que nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas ni disparates acontecieron en él.

-¡A otro perro con ese hueso! -respondió el ventero-. ¡Como si yo no supiese cuántas son cinco y adónde me aprieta el zapato! No piense vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas y tantos encantamentos que quitan el juicio!

-Ya os he dicho, amigo -replicó el cura-, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos; y, así como se consiente en las repúblicas bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para entretener a algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar, así se consiente imprimir y que haya tales libros, creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera ninguna destos libros. Y si me fuera lícito agora, y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de gusto para algunos; pero yo espero que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar con quien pueda remediallo, y en este entretanto creed, señor ventero, lo que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá os avenid con sus verdades o mentiras, y buen provecho os hagan, y quiera Dios que no cojeéis del pie que cojea vuestro huésped don Quijote.

-Eso no -respondió el ventero-, que no seré yo tan loco que me haga caballero andante: que bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos famosos caballeros.

A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y quedó muy confuso y pensativo de lo que había oído decir que ahora no se usaban caballeros andantes, y que todos los libros de caballerías eran necedades y mentiras, y propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo, y que si no salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de dejalle y volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo.

Llevábase la maleta y los libros el ventero, mas el cura le dijo:

-Esperad, que quiero ver qué papeles son esos que de tan buena letra están escritos.

Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer, vio hasta obra de ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenían un título grande que decía: Novela del curioso impertinente. Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y dijo:

-Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene voluntad de leella toda.

A lo que respondió el ventero:

-Pues bien puede leella su reverencia, porque le hago saber que algunos huéspedes que aquí la han leído les ha contentado mucho, y me la han pedido con muchas veras; mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela a quien aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros y esos papeles; que bien puede ser que vuelva su dueño por aquí algún tiempo, y, aunque sé que me han de hacer falta los libros, a fe que se los he de volver: que, aunque ventero, todavía soy cristiano.

-Vos tenéis mucha razón, amigo -dijo el cura-, mas, con todo eso, si la novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar.

-De muy buena gana -respondió el ventero.

Mientras los dos esto decían, había tomado Cardenio la novela y comenzado a leer en ella; y, pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la leyese de modo que todos la oyesen.

-Sí leyera -dijo el cura-, si no fuera mejor gastar este tiempo en dormir que en leer.

-Harto reposo será para mí -dijo Dorotea- entretener el tiempo oyendo algún cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado que me conceda dormir cuando fuera razón.

-Pues desa manera -dijo el cura-, quiero leerla, por curiosidad siquiera; quizá tendrá alguna de gusto.

Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y Sancho también; lo cual visto del cura, y entendiendo que a todos daría gusto y él le recibiría, dijo:

-Pues así es, esténme todos atentos, que la novela comienza desta manera:

Capítulo 33 Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente

«En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia, en la provincia que llaman Toscana, vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían los dos amigos eran llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres; todo lo cual era bastante causa a que los dos con recíproca amistad se correspondiesen. Bien es verdad que el Anselmo era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza; pero, cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus gustos por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos por acudir a los de Anselmo; y, desta manera, andaban tan a una sus voluntades, que no había concertado reloj que así lo anduviese.

»Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa de la misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por sí, que se determinó, con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución; y el que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio tan a gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio tanto bien le había venido.

»Los primeros días, como todos los de boda suelen ser alegres, continuó Lotario, como solía, la casa de su amigo Anselmo, procurando honralle, festejalle y regocijalle con todo aquello que a él le fue posible; pero, acabadas las bodas y sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes, comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo, por parecerle a él -como es razón que parezca a todos los que fueren discretos- que no se han de visitar ni continuar las casas de los amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque, aunque la buena y verdadera amistad no puede ni debe de ser sospechosa en nada, con todo esto, es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos.

»Notó Anselmo la remisión de Lotario, y formó dél quejas grandes, diciéndole que si él supiera que el casarse había de ser parte para no comunicalle como solía, que jamás lo hubiera hecho, y que si, por la buena correspondencia que los dos tenían mientras él fue soltero, habían alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados los dos amigos, que no permitiese, por querer hacer del circunspecto, sin otra ocasión alguna, que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese; y que así, le suplicaba, si era lícito que tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese a ser señor de su casa, y a entrar y salir en ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra voluntad que la que él quería que tuviese, y que, por haber sabido ella con cuántas veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.

»A todas estas y otras muchas razones que Anselmo dijo a Lotario para persuadille volviese como solía a su casa, respondió Lotario con tanta prudencia, discreción y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la buena intención de su amigo, y quedaron de concierto que dos días en la semana y las fiestas fuese Lotario a comer con él; y, aunque esto quedó así concertado entre los dos, propuso Lotario de no hacer más de aquello que viese que más convenía a la honra de su amigo, cuyo crédito estimaba en más que el suyo proprio. Decía él, y decía bien, que el casado a quien el cielo había concedido mujer hermosa, tanto cuidado había de tener qué amigos llevaba a su casa como en mirar con qué amigas su mujer conversaba, porque lo que no se hace ni concierta en las plazas, ni en los templos, ni en las fiestas públicas, ni estaciones -cosas que no todas veces las han de negar los maridos a sus mujeres-, se concierta y facilita en casa de la amiga o la parienta de quien más satisfación se tiene.

»También decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese, porque suele acontecer que con el mucho amor que el marido a la mujer tiene, o no le advierte o no le dice, por no enojalla, que haga o deje de hacer algunas cosas, que el hacellas o no, le sería de honra o de vituperio; de lo cual, siendo del amigo advertido, fácilmente pondría remedio en todo. Pero, ¿dónde se hallará amigo tan discreto y tan leal y verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé yo, por cierto; sólo Lotario era éste, que con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar los días del concierto del ir a su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso y a los ojos vagabundos y maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien nacido, y de las buenas partes que él pensaba que tenía, en la casa de una mujer tan hermosa como Camila; que, puesto que su bondad y valor podía poner freno a toda maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su crédito ni el de su amigo, y por esto los más de los días del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas, que él daba a entender ser inexcusables. Así que, en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos ratos y partes del día.

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