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Gabriel García Márquez

traición -precisó Úrsula- y nadie le hizo la caridad de cerrarle los ojos.» Al anochecer vio a través de las lágrimas los raudos y luminosos discos anaranjados que cruzaron el cielo como una exhalación, y pensó que era una señal de la muerte.

Estaba todavía bajo el castaño, sollozando en las rodillas de su esposo, cuando llevaron al coronel Aureliano Buendía envuelto en la manta acartonada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia.

Estaba fuera de peligro. El proyectil siguió una trayectoria tan limpia que el médico le metió por el pecho y le sacó por la espalda un cordón empapado de yodo. «Esta es mi obra maestra -le dijo satisfecho-. Era el único punto por donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro vital.» El coronel Aureliano Buendía se vio rodeado de novicias misericordiosas que entonaban salmos desesperados por el eterno descanso de su alma, y entonces se arrepintió de no haberse dado el tiro en el paladar como lo tenía previsto, sólo por burlar el pronóstico de Pilar Ternera.

-Si todavía me quedara autoridad -le dijo al doctor-, lo haría fusilar sin fórmula de juicio. No por salvarme la vida, sino por hacerme quedar en ridículo.

El fracaso de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido. Los mismos que inventaron la patraña de que había vendido la guerra por un aposento cuyas paredes estaban construidas con ladrillos de oro, definieron la tentativa de suicidio como un acto de honor, y lo proclamaron mártir. Luego, cuando rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república, hasta sus más encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole que desconociera los términos del armisticio y promoviera una nueva guerra. La casa se llenó de regalos de desagravio. Tardíamente impresionado por el respaldo masivo de sus antiguos compañeros de armas, el coronel Aureliano Buendía no descartó la posibilidad de complacerlos. Al contrario, en cierto momento pareció tan entusiasmado con la idea de una nueva guerra que el coronel Gerineldo Márquez pensó que sólo esperaba un pretexto para proclamarla. El pretexto se le ofreció, efectivamente, cuando el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes, liberales o conservadores, mientras cada expediente no fuera revisado por una comisión especial, y la ley de asignaciones aprobada por el congreso. «Esto es un atropello -tronó el coronel Aureliano Buendía-. Se morirán de viejos esperando el correo.»

Abandonó por primera vez el mecedor que Úrsula le compró para la convalecencia, y dando vueltas en la alcoba dictó un mensaje terminante para el presidente de la república. En ese telegrama, que nunca fue publicado, denunciaba la primera violación del tratado de Neerlandia y amenazaba con proclamar la guerra a muerte si la asignación de las pensiones no era resuelta en el término de quince días. Era tan justa su actitud, que permitía esperar, inclusive, la adhesión de los antiguos combatientes conservadores. Pero la única respuesta del gobierno fue el refuerzo de la guardia militar que se había puesto en la puerta de la casa, con el pretexto de protegerla, y la prohibición de toda clase de visitas. Medidas similares se adoptaron en todo el país con otros caudillos de cuidado. Fue una operación tan oportuna, drástica y eficaz, que dos meses después del armisticio, cuando el coronel Aureliano Buendía fue dado de alta, sus instigadores más decididos estaban muertos o expatriados, o habían sido asimilados para siempre por la administración pública.

El coronel Aureliano Buendía abandonó el cuarto en diciembre, y le bastó con echar una mirada al corredor para no volver a pensar en la, guerra. Con una vitalidad que parecía imposible a sus años, Úrsula había vuelto a rejuvenecer la casa. «Ahora van a ver quién soy yo -dijo cuando supo que su hijo viviría-. No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que esta casa de locos.» La hizo lavar y pintar, cambió los muebles, restauró el jardín y sembró flores nuevas, y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los dormitorios la deslumbrante claridad del verano. Decretó el término de los numerosos lutos superpuestos, y ella misma cambió los viejos trajes rigurosos por ropas juveniles. La música de la pianola volvió a alegrar la casa. Al oírla, Amaranta se acordó de Pietro Crespi, de su gardenia crepuscular y su olor de lavanda, y en el fondo de su marchito corazón floreció un rencor limpio, purificado por el tiempo.

Una tarde en que trataba de poner orden en la sala, Úrsula pidió ayuda a los soldados que cus-todiaban la casa. El joven comandante de la guardia les concedió el permiso. Poco a poco, Úrsula les fue asignando nuevas tareas. Los invitaba a comer, les regalaba ropas y zapatos y les enseñaba a leer y escribir. Cuando el gobierno suspendió la vigilancia, uno de ellos se quedó viviendo en la casa, y estuvo a su servicio por muchos años. El día de Año Nuevo, enloquecido por los desaires de Remedios, la bella, el joven comandante de la guardia amaneció muerto de amor junto a su ventana.

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X

Años después, en su lecho de agonía, Aureliano Segundo había de recordar la lluviosa tarde de junio en que entró en el dormitorio a conocer a su primer hijo. Aunque era lánguido y llorón, sin ningún rasgo de un Buendía, no tuvo que pensar dos veces para ponerle nombre.

-Se llamará José Arcadio -dijo.

Fernanda del Carpio, la hermosa mujer con quien se había casado el año anterior, estuvo de acuerdo. En cambio Úrsula no pudo ocultar un vago sentimiento de zozobra. En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones que le parecían terminantes. Mientras los Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico. Los únicos casos de clasificación imposible eran los de José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.

Fueron tan parecidos y traviesos durante la infancia que ni la propia Santa Sofía de la Piedad podía distinguirlos. El día del bautismo, Amaranta les puso esclavas con sus respectivos nombres y los vistió con ropas de colores distintos marcadas con las iniciales de cada uno, pero cuando empezaron a asistir a la escuela optaron por cambiarse la ropa y las esclavas y por llamarse ellos mismos con los nombres cruzados. El maestro Melchor Escalona, acostumbrado a conocer a José Arcadio Segundo por la camisa verde, perdió los estribos cuando descubrió que éste tenía la esclava de Aureliano Segundo, y que el otro decía llamarse, sin embargo, Aureliano Segundo a pesar de que tenía la camisa blanca y la esclava marcada con el nombre de José Arcadio Segundo. Desde entonces no se sabía con certeza quién era quién. Aun cuando crecieron y la vida los hizo diferentes, Úrsula seguía preguntándose si ellos mismos no habrían cometido un error en algún momento de su intrincado juego de confusiones, y habían quedado cambiados para siempre. Hasta el principio de la adolescencia fueron dos mecanismos sincrónicos.

Despertaban al mismo tiempo, sentían deseos de ir al baño a la misma hora, sufrían los mismos trastornos de salud y hasta sonaban las mismas cosas. En la casa, donde se creía que coordinaban sus actos por el simple deseo de confundir, nadie se dio cuenta de la realidad hasta un día en que Santa Sofía de la Piedad le dio a uno un vaso de limonada, y más tardó en probarlo que el otro en decir que le faltaba azúcar. Santa Sofía de la Piedad, que en efecto había olvidado ponerle azúcar a la limonada, se lo contó a Úrsula. «Así son todos -dijo ella, sin sorpresa-. Locos de nacimiento.» El tiempo acabó de desordenar las cosas. El que en los juegos de confusión se quedó con el nombre de Aureliano Segundo se volvió monumental como el abuelo, y el que se quedó con el nombre de José Arcadio Segundo se volvió óseo como el coronel, y lo único que conservaron en común fue el aire solitario de la familia. Tal vez fue ese entrecruzamiento de estaturas, nombres y caracteres lo que le hizo sospechar a Úrsula que estaban barajados desde la infancia.

La diferencia decisiva se reveló en plena guerra cuando José Arcadio Segundo le pidió al coronel Gerineldo Márquez que lo llevara a ver los fusilamientos. Contra el parecer de Úrsula, sus deseos fueron satisfechos. Aureliano Segundo, en cambio, se estremeció ante la sola idea de presenciar una ejecución. Prefería la casa. A los doce años le preguntó a Úrsula qué había en el cuarto clausurado. «Papeles -le contestó ella-. Son los libros de Melquíades y las cosas raras que escribía en sus últimos años.» La respuesta, en vez de tranquilizarlo, aumentó su curiosidad.

Insistió tanto, prometió con tanto ahínco no maltratar las cosas, que Úrsula le dio las llaves.

Nadie había vuelto a entrar al cuarto desde que sacaron el cadáver de Melquíades y pusieron en la puerta el candado cuyas piezas se soldaron con la herrumbre. Pero cuando Aureliano Segundo abrió las ventanas entró una luz familiar que parecía acostumbrada a iluminar el cuarto todos los días, y no había el menor rastro de polvo o telaraña, sino que todo estaba barrido y limpio, mejor barrido y más limpio que el día del entierro, y la tinta no se había secado en el tintero ni el óxido había alterado el brillo de los metales, ni se había extinguido el rescoldo del atanor donde José Arcadio Buendía vaporizó el mercurio. En los anaqueles estaban los libros empastados en una materia acartonada y pálida como la piel humana curtida, y estaban los manuscritos intactos. A pesar del encierro de muchos años, el aire parecía más puro que en el resto de la casa. Todo era tan reciente, que varias semanas después, cuando Úrsula entró al cuarto con un cubo de agua y 76

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una escoba para lavar los pisos, no tuvo nada que hacer. Aureliano Segundo estaba abstraído en la lectura de un libro. Aunque carecía de pastas y el título no aparecía por ninguna parte, el niño gozaba con la historia de una mujer que se sentaba a la mesa y sólo comía granos de arroz que prendía con alfileres, y con la historia del pescador que le pidió prestado a su vecino un plomo para su red y el pescado con que lo recompensó más tarde tenía un diamante en el estómago, y con la lámpara que satisfacía los deseos y las alfombras que volaban. Asombrado, le preguntó a Úrsula si todo aquello era verdad, y ella le contentó que sí, que muchos años antes los gitanos llevaban a Macondo las lámparas maravillosas y las esteras voladoras.

-Lo que pasa -suspiró- es que el mundo se va acabando poco a poco y ya no vienen esas cosas.

Cuando terminó el libro, muchos de cuyos cuentos estaban inconclusos porque faltaban páginas, Aureliano Segundo se dio a la tarea de descifrar los manuscritos. Fue imposible. Las letras parecían ropa puesta a secar en un alambre, y se asemejaban más a la escritura musical que a la literaria. Un mediodía ardiente, mientras escrutaba los manuscritos, sintió que no estaba solo en el cuarto. Contra la reverberación de la ventana, sentado con las manos en las rodillas, estaba Melquíades. No tenía más de cuarenta años. Llevaba el mismo chaleco anacrónico y el sombrero de alas de cuervo, y por sus sienes pálidas chorreaba la grasa del cabello derretida por el calor, como lo vieron Aureliano y José Arcadio cuando eran niños. Aureliano Segundo lo reconoció de inmediato, porque aquel recuerdo hereditario se había transmitido de generación en generación, y había llegado a él desde la memoria de su abuelo.

-Salud -dijo Aureliano Segundo.

-Salud, joven -dijo Melquíades.

Desde entonces, durante varios años, se vieron casi todas las tardes. Melquíades le hablaba del mundo, trataba de infundirle su vieja sabiduría, pero se negó a traducir los manuscritos.

«Nadie debe conocer su sentido mientras no hayan cumplido cien años», explicó. Aureliano Segundo guardó para siempre el secreto de aquellas entrevistas. En una ocasión sintió que su mundo privado se derrumbaba, porque Úrsula entró en el momento en que Melquíades estaba en el cuarto. Pero ella no lo vio.

-¿Con quién hablas? -le preguntó.

-Con nadie -dijo Aureliano Segundo.

-Así era tu bisabuelo -dijo Úrsula-. También él hablaba solo.

José Arcadio Segundo, mientras tanto, había satisfecho la ilusión de ver un fusilamiento. Por el resto de su vida recordaría el fogonazo lívido de los seis disparos simultáneos y el eco del estampido que se despedazó por los montes, y la sonrisa triste y los ojos perplejos del fusilado, que permaneció erguido mientras la camisa se le empapaba de sangre, y que seguía sonriendo aún cuando lo desataron del poste y lo metieron en un cajón lleno de cal. «Está vivo -pensó él-.

Lo van a enterrar vivo.» Se impresionó tanto, que desde entonces detestó las prácticas militares y la guerra, no por las ejecuciones sino por la espantosa costumbre de enterrar vivos a los fusilados. Nadie supo entonces en qué momento empezó a tocar las campanas en la torre, y a ayudarle a misa al padre Antonio Isabel, sucesor de El Cachorro, y a cuidar gallos de pelea en el patio de la casa cural. Cuando el coronel Gerineldo Márquez se enteró, lo reprendió duramente por estar aprendiendo oficios repudiados por los liberales. «La cuestión -contestó él- es que a mí me parece que he salido conservador.» Lo creía como si fuera una determinación de la fatalidad.

El coronel Gerineldo Márquez, escandalizado, se lo contó a Úrsula.

-Mejor -aprobó ella-. Ojalá se meta de cura, para que Dios entre por fin a esta casa.

Muy pronto se supo que el padre Antonio Isabel lo estaba preparando para la primera comunión. Le enseñaba el catecismo mientras le afeitaba el pescuezo a los gallos. Le explicaba con ejemplos simples, mientras ponían en sus nidos a las gallinas cluecas, cómo se le ocurrió a Dios en el segundo día de la creación que los pollos se formaran dentro del huevo. Desde entonces manifestaba el párroco los primeros síntomas del delirio senil que lo llevó a decir, años más tarde, que probablemente el diablo había ganado la rebelión contra Dios, y que era aquél quien estaba sentado en el trono celeste, sin revelar su verdadera identidad para atrapar a los incautos. Fogueado por la intrepidez de su preceptor, José Arcadio Segundo llegó en pocos meses a ser tan ducho en martingalas teológicas para confundir al demonio, como diestro en las trampas de la gallera. Amaranta le hizo un traje de lino con cuello y corbata, le compró un par de zapatos blancos y grabó su nombre con letras doradas en el lazo del sirio. Dos noches antes de la primera comunión, el padre Antonio Isabel se encerró con él en la sacristía para confesarlo, con la 77

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ayuda de un diccionario de pecados. Fue una lista tan larga, que el anciano párroco, acostumbrado a acostarse a las seis, se quedó dormido en el sillón antes de terminar. El interrogatorio fue para José Arcadio Segundo una revelación. No le sorprendió que el padre le preguntara si había hecho cosas malas con mujer, y contestó honradamente que no, pero se desconcertó con la pregunta de si las había hecho con animales. El primer viernes de mayo co-mulgó torturado por la curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el enfermo sacristán que vivía en la torre y que según decían se alimentaba de murciélagos, y Petronio le constó: «Es que hay cristianos corrompidos que hacen sus cosas con las burras.» José Arcadio Segundo siguió demostrando tanta curiosidad, pidió tantas explicaciones, que Petronio perdió la paciencia.

-Yo voy los martes en la noche -confesó-. Si prometes no decírselo a nadie, el otro martes te llevo.

El martes siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un banquito de madera que nadie supo hasta entonces para qué servía, y llevó a José Arcadio Segundo a una huerta cercana. El muchacho se aficionó tanto a aquellas incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo antes de que se le viera en la tienda de Catarino. Se hizo hombre de gallos. «Te llevas esos animales a otra parte -le ordenó Úrsula la primera vez que lo vio entrar con sus finos animales de pelea-. Ya los gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa para que ahora vengas tú a traernos otras.» José Arcadio Segundo se los llevó sin discusión, pero siguió criándolos donde Pilar Ternera, su abuela, que puso a su disposición cuanto le hacía falta, a cambio de tenerlo en la casa. Pronto demostró en la gallera la sabiduría que le infundió el padre Antonio Isabel, y dispuso de suficiente dinero no sólo para enriquecer sus crías, sino para procurarse satisfacciones de hombre. Úrsula lo comparaba en aquel tiempo con su hermano y no podía entender cómo los dos gemelos que parecieron una sola persona en la infancia habían terminado por ser tan distintos. La perplejidad no le duró mucho tiempo, porque muy pronto empezó Aureliano Segundo a dar muestras de holgazanería y disipación. Mientras estuvo encerrado en el cuarto de Melquíades fue un hombre ensimismado, como lo fue el coronel Aureliano Buendía en su juventud. Pero poco antes del tratado de Neerlandia una casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo enfrentó a la realidad del mundo. Una mujer joven, que andaba vendiendo números para la rifa de un acordeón, lo saludó con mucha familiaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría con frecuencia que lo confundieran con su hermano. Pero no aclaró el equívoco, ni siquiera cuando la muchacha trató de ablandarle el corazón con lloriqueos, y terminó por llevarlo a su cuarto. Le tomó tanto cariño desde aquel primer encuentro, que hizo trampas en la rifa para que él se ganara el acordeón. Al cabo de dos semanas, Aureliano Segundo se dio cuenta de que la mujer se había estado acostando alternativamente con él y con su hermano, creyendo que eran el mismo hombre, y en vez de aclarar la situación se las arregló para prolongarla. No volvió al cuarto de Melquiades. Pasaba las tardes en el patio, aprendiendo a tocar de oídas el acordeón, contra las protestas de Úrsula que en aquel tiempo había prohibido la música en la casa a causa de los lutos, y que además menospreciaba el acordeón como un instrumento propio de los vagabundos herederos de Francisco el Hombre. Sin embargo, Aureliano Segundo llegó a ser un virtuoso del acordeón y siguió siéndolo después de que se casó y tuvo hijos y fue uno de los hombres más respetados de Macondo.

Durante casi dos meses compartió la mujer con su hermano. Lo vigilaba, le descomponía los planes, y cuando estaba seguro de que José Arcadio Segundo no visitaría esa noche la amante común, se iba a dormir con ella. Una mañana descubrió que estaba enfermo. Dos días después encontró a su hermano aferrado a una viga del baño empapado en sudor y llorando a lágrima viva, y entonces comprendió. Su hermano le confesó que la mujer lo había repudiado por llevarle lo que ella llamaba una enfermedad de la mala vida. Le contó también cómo trataba de curarlo Pilar Ternera. Aureliano Segundo se sometió a escondidas a los ardientes lavados de permanganato y las aguas diuréticas, y ambos se curaron por separado después de tres meses de sufrimientos secretos. José Arcadio Segundo no volvió a ver a la mujer. Aureliano Segundo obtuvo su perdón y se quedó con ella hasta la muerte.

Se llamaba Petra Cotes. Había llegado a Macondo en plena guerra, con un marido ocasional que vivía de las rifas, y cuando el hombre murió, ella siguió con el negocio. Era una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor. Cuando Úrsula se dio cuenta de que José Arcadio Segundo era gallero y Aureliano Segundo tocaba el acordeón en las fiestas ruidosas de su concubina, creyó enloquecer de confusión. Era como si en ambos se 78

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hubieran concentrado los defectos de la familia y ninguna de sus virtudes. Entonces decidió que nadie volviera a llamarse Aureliano y José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo su primer hijo, no se atrevió a contrariarlo.

-De acuerdo -dijo Úrsula-, pero con una condición: yo me encargo de criarlo.

Aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad del carácter y el equilibrio mental. Nadie mejor que ella para formar al hombre virtuoso que había de restaurar el prestigio de la familia, un hombre que nunca hubiera oído hablar de la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes, cuatro calamidades que, según pensaba Úrsula, habían determinado la decadencia de su estirpe.

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