Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos modos entró a preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la puerta del frente. Entró sin ver el papel en el suelo, y atravesó la sala en penumbra tratando de no hacer ruido, porque aún era demasiado temprano para visitas, pero los perros se alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su encuentro. Los calmó con las llaves, como lo había aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hasta la cocina. En el corredor se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los pisos de la sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no había vuelto. Victoria Guzmán acababa de poner en el fogón el guiso de conejos cuando él entró en la cocina. Ella comprendió de inmediato.
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«El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún no había llegado a dormir..
—Es en serio —le dijo Cristo Bedoya—, lo están buscando para matarlo.
A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.
—Esos pobres muchachos no matan a nadie —dijo.
—Están bebiendo desde el sábado —dijo Cristo Bedoya.
—Por lo mismo —replicó ella—: no hay borracho que se coma su propia caca.
Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. «Por supuesto que no estaba lloviendo —me dijo Cristo Bedoya—.
Apenas iban a ser las siete, y ya entraba un sol dorado por las ventanas». Le volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que Santiago Nasar no había entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le preguntó por Plácida Linero, y ella le contestó que hacía un momento le había puesto el café en la mesa de noche, pero no la había despertado. Así era siempre: despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría a dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56.
Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no había entrado. La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta confianza con la familia que empujó la puerta del dormitorio de Plácida Linero para pasar desde allí al dormitorio contiguo. Un haz de sol polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la mejilla, tenía un aspecto irreal. «Fue como una aparición», me dijo Cristo Bedoya. La contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo frente al baño, y entró en el dormitorio de Santiago Nasar. La cama seguía intacta, y en el sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto pensé que había vuelto a salir armado», me dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la Magnum en la gaveta de la mesa de noche. «Nunca había disparado un arma —me dijo Cristo Bedoya—, pero resolví coger el revólver para llevárselo a Santiago Nasar». Se lo ajustó en el cinturón, por dentro de la camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de que estaba descargado.
Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo de café en el momento en que él cerraba la gaveta.
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—¡Santo Dios —exclamó ella—, qué susto me has dado!
Cristo Bedoya también se asustó. La vio a plena luz, con una bata de alondras doradas y el cabello revuelto, y el encanto se había desvanecido.
Explicó un poco confuso que había entrado a buscar a Santiago Nasar.
—Se fue a recibir al obispo —dijo Plácida Linero.
—Pasó de largo —dijo él.
—Lo suponía —dijo ella—. Es el hijo de la peor madre.
No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado —me dijo Plácida Linero—, pero lo vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había entrado a robar». Le preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situación sospechosa, pero no tuvo valor para revelarle la verdad.
—Es que no he dormido ni un minuto —le dijo.
Se fue sin más explicaciones. «De todos modos —me dijo— ella siempre se imaginaba que le estaban robando». En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la puerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los codos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Su actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más visible que intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.
—Cristóbal —gritó—: dile a Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para matarlo.
Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo hubiera sabido disparar un revólver, Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo impresionó, después de todo lo que había oído decir sobre la potencia devastadora de una bala blindada.
—Te advierto que está armado con una Magnum capaz de atravesar un motor —gritó.
Pedro Vicario sabía que no era cierto. «Nunca estaba armado si no llevaba ropa de montar», me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo estuviera cuando tomó la decisión de lavar la honra de la hermana.
—Los muertos no disparan —gritó.
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Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan pálido como el hermano, y tenía puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no hubiera sido por eso —me dijo Cristo Bedoya—, nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál».
Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se diera prisa, porque en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía impedir la tragedia.
Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio público. La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios conocidos por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club Social se encontró con el coronel Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde Armenta.
—No puede ser —dijo el coronel Aponte—, porque yo los mandé a dormir.
—Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.
—No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a dormir —dijo el alcalde—. Debe ser que los viste antes de eso.
—Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de matar puercos —
dijo Cristo Bedoya.
—¡Ah carajo —dijo el alcalde—, entonces debió ser que volvieron con otros!
Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club Social a confirmar una cita de dominó para esa noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el crimen.
Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó que Santiago Nasar había resuelto a última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y allá se fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río, preguntándole a todo el que encontraba si lo habían visto pasar, pero nadie le dio razón. No se alarmó, porque había otros caminos para nuestra casa.
Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera algo por su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendición fugaz del obispo. «Yo lo había visto al pasar —me dijo mi hermana Margot—, y ya tenía cara de muerto». Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y prometió volver más tarde para un recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más ayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió gritos remotos y le pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.