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Gabriel García Márquez

Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928) es la figura más representativa de lo que se ha venido a llamar el «realismo mágico»

hispanoamericano. Periodista, cuentista y novelista, alcanzó la fama tras la publicación en 1967 de Cien años de soledad (novela ya publicada por El Mundo en la colección Millenium I), donde recrea la geografía imaginaria de Macondo, un lugar aislado del mundo en el que realidad y mito se confunden.

Otras obras memorables son:

El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera y varias colecciones de cuentos magistrales. En 1982 recibió el Premio Nóbel de Literatura.

Crónica de una muerte anunciada, novela corta publicada en 1981, es una de las obras más conocidas y apreciadas de García Márquez. Relata en forma de reconstrucción casi periodística el asesinato de Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se anuncia que Santiago Nasar va a morir: es el joven hijo de un árabe emigrado y parece ser el causante de la deshonra de Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído matrimonio el día anterior y ha sido rechazada por su marido.

«Nunca hubo una muerte tan anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete años después: los vengadores, en efecto, no se cansan de proclamar sus propósitos por todo el pueblo, como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un cúmulo de casualidades hace que quienes pueden evitar el crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde.

El propio Santiago Nasar se levanta esa mañana despreocupado, ajeno por completo a la muerte que le aguarda.

La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan público que se hace inevitable. García Márquez se esfuerza en demostrar que la vida, en ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible convertirla en literatura. Su prosa escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de credibilidad lo exageradamente increíble, inventando una tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del revés el tiempo para que revele sus verdades, dejando una duda en el aire que acabará por destruir a los protagonistas de este drama, que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por Franceso Rosie interpretado por Rupert Everett, Ornella Muti y Gian Maria Volonté.

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Prólogo

Santiago Gamboa

Hace un par de años, en su casa de Bogotá, al frente del Parque de la 88, lepregunté a García Márquez si nunca había sentido la tentación de escribir unanovela negra. «Ya la escribí —me dijo—, es Crónica de una muerteanunciada». Afuera, sobre el césped verde, amos y perros daban el paseo delmediodía bajo un sol radiante, raro en Bogotá para el mes de febrero. «Lo quesucede es que yo no quise que el lector empezara por el final para ver si secometía el crimen o no —continuó diciendo—, así que decidí ponerlo en lafrase inicial del libro». Era la primera vez que veía a García Márquez. Yo habíaaprendido a amar la literatura por haber leído, entre otras cosas, sus novelas.

Estaba muy emocionado escuchándolo. «De este modo agregó— la gentedescansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fine lo quepasó».

Dicho esto enumeró una larga serie de historias de género negro en laliteratura y concluyó que su preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque alfinal uno descubre que el detective y el asesino son la misma persona». AGarcía Márquez le gusta hablar de literatura. Quedan pocos escritores a losque les guste hablar de literatura.

Pero Crónica de una muerte anunciada es, sobre todo, una exacta y eficazpieza de relojería. Los hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en lamadrugada siguiente al fallido matrimonio de Bayardo San Román con ÁngelaVicario, van siendo reconstruidos uno a uno por el narrador, agregando cadavez, con los testimonios de los protagonistas, la información necesaria paraque el muro se levante en equilibrio, la curiosidad del lector quede azuzada yse forme una ambiciosa historia coral, nutrida de múltiples voces. Las voces detodos aquellos que, años después, recuerdan, confiesan u ocultan algún detallenuevo del crimen, algún matiz que completa la tragedia. Porque al fin y al caboCrónica de una muerte anunciada es también una tragedia moderna. Lospersonajes son empujados a la acción por fuerzas que no controlan. Loshermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a cumplir un destino, que esel de lavar la honra de su hermana, matando a Santiago Nasar. Pero ningunode los dos quiere hacerlo, y, como dice el narrador, «hicieron mucho más de loque era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no loconsiguieron». El coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, losdesarma; pero es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienentiempo de reponer con desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la propietariade la tienda donde los Vicario esperan el amanecer, llega incluso a sentirlástima por ellos y le suplica al alcalde que los detenga, «para librar a esospobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima». Algomás fuerte que la voluntad de los hombres mueve los hilos.

Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben queSantiago va a ser asesinado e intentan avisarle, pero ninguna de las estafetasllega a su destino.

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Deslizan por debajo de la puerta una nota que nadie ve. Se envían razones conpordioseros que llegan tarde, y muchos, al ver que es una muerte tananunciada, no hacen nada simplemente porque no les parece posible que elpropio Nasar o su madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo.

La madre del narrador es una de las que sí cree que debe hacer algo, yentonces se viste para salir a alertar a la mamá de Santiago Nasar; pero antestiene esta extraordinaria conversación con su marido, quien le preguntaadónde va:

A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo elmundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.

—Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre.

—Hay que estar siempre del lado del muerto —dijo ella.

Pero cuando sale a la calle le dicen que ya lo mataron. Y así, todos los quequieren prevenir la muerte son cuidadosamente apartados: sus mensajes nollegan. En realidad, el único en todo el pueblo que no sabe del crimen es lapropia víctima, perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diariosque supone, muy de mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso el pieen el puerto y que los bendijo desde el barco, alejándose entre resoplidos devapor. Si en esas lejanías del Trópico se castigara como delito la «no asistenciaa persona en peligro», habría que meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidosel cura y el alcalde. Crónica de una muerte anunciada es, por lo demás, unajoya rara en la obra de García Márquez, pues es él mismo quien relata lahistoria en primera persona. El «yo» inquietante que desde el principioreconstruye los hechos se va reconociendo en el autor hasta descubrirse deltodo, pues dice: «Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda lepropuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas habíaterminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando noscasamos catorce años después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicensus más íntimos amigos. De este modo el título del libro se acaba de llenar desentido: no sólo es una muerte anunciada, sino que además se trata de unacrónica, en el mejor estilo periodístico. García Márquez, el cronista, cita lasfuentes de cada información precisando el origen, sin que nada quede al azarde la imaginación. Y es aquí en donde el libro adquiere su máxima precisiónde relojería suiza. Las fronteras de la crónica periodística y de la literatura sedisuelven y ningún dato queda suelto, nada de lo narrado aparece sin unaprevia justificación. La costa atlántica colombiana, por los años en que sepublicó esta novela, era aún vista desde la capital del país como algo remoto, yen esa mirada había ínfulas de superioridad y de arrogancia justificadas sólopor el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos delCapitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño —llamadodespectivamente «corroncho» por los del interior—, con su mezcla detradiciones caribes, hispanas, negras y árabes, era acusada de ser la madre detodos los vicios, la república de la pereza, de la corrupción, del nepotismo, delmachismo y del trago, de la irresponsabilidad, en fin, de todo lo negativo,mientras que Bogotá, con su rancia aristocracia, se consideraba a sí misma la 4

Atenas de América, la cuna de la cultura y la elegancia, el Londres de losAndes. Pero hoy al cabo de dos décadas, la cultura de esa proscrita costaatlántica, en la que se inscribe este libro y casi toda la obra de GarcíaMárquez, es una de las pocas cosas que a los colombianos nos permite paliarlas vergüenzas que ocasionan, en la acartonada capital, esos dos presuntuososedificios grecorromanos. No recuerdo cuándo leí por primera vez esta Crónicade una muerte anunciada, pero sé que fue en Bogotá, hace ya más de quinceaños, recuerdo, eso sí, el extraño y sobrecogedor efecto que me llevó adesear, en cada página, que alguien detuviera a los hermanos Vicario, que seevitara esa muerte absurda que los condenaba a todos. Pero la muerte yaestaba anunciada; y aún hoy, al releerlo, vuelvo a sentir que es posible, enmedio de la tragedia, que los cuchillos no alcancen a Santiago, que alguno delos mensajeros llegue a tiempo y él escape, que la puerta de su casa se abra. Y

no sucede. Santiago Nasar vuelve a morir. Me pregunto si los lectores de estelibro, dentro de doscientos o trescientos años, desearán lo mismo al leer suspáginas. Quizás sí. Lo que es seguro es que Santiago Nasar y su muerteanunciada serán en ese entonces una de las pocas cosas de nuestra época queaún estarán vivas.

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«La caza del amor es

altanería»

VICENTE GIL

El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.

Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta después de la media noche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato, porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.

Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen juicio aunque sin mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas, según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevaba también sus aperos de cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06

Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22 Hornet con mira 6

telescópica de dos poderes, y una Winchester de repetición. Siempre dormía como durmió su padre, con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la casa aquel día le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche.

«Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además que guardaba las armas en un lugar y escondía la munición en otro lugar muy apartado, de modo que nadie cediera ni por casualidad a la tentación de cargarlas dentro de la casa.

Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.

Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquel percance. La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.

—Todos los sueños con pájaros son de buena salud —dijo.

Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que la encontré postrada por las últimas luces de la vejez, cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas si distinguía las formas a plena luz, y tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor de cabeza eterno que le dejó su hijo la última vez que pasó por el dormitorio. Estaba de costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y había en la penumbra el olor de bautisterio que me había sorprendido la mañana del crimen.

Apenas aparecí en el vano de la puerta me confundió con el recuerdo de Santiago Nasar. «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el vestido de lino blanco lavado con agua sola, porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almidón». Estuvo un largo rato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina, hasta que se le pasó la ilusión de que el hijo había vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre de mi vida».

Yo lo vi en su memoria. Había cumplido 21 años la última semana de enero, y era esbelto y pálido, y tenía los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre. Era el hijo único de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, pero él parecía feliz con su padre hasta que éste murió de repente, tres años antes, y siguió pareciéndolo con la madre 7

solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella heredó el instinto. De su padre aprendió desde muy niño el dominio de las armas de fuego, el amor por los caballos y la maestranza de las aves de presas altas, pero de él aprendió también las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero no delante de Plácida Linero para que no se sintiera excluida.

Nunca se les vio armados en el pueblo, y la única vez que trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una demostración de altanería en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo había forzado a abandonar los estudios al término de la escuela secundaria, para hacerse cargo de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era alegre y pacífico, y de corazón fácil.

El día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fecha cuando lo vio vestido de blanco. «Le recordé que era lunes», me dijo.

Pero él le explicó que se había vestido de pontifical por si tenía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de interés.

—Ni siquiera se bajará del buque —le dijo—. Echará una bendición de compromiso, como siempre, y se irá por donde vino. Odia a este pueblo.

Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban una fascinación irresistible. «Es como el cinc», me había dicho alguna vez. A su madre, en cambio, lo único que le interesaba de la llegada del obispo era que el hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo había oído estornudar mientras dormía. Le aconsejó que llevara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con la mano y salió del cuarto. Fue la última vez que lo vio.

Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no había llovido aquel día, ni en todo el mes de febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes de su muerte. «El sol calentó más temprano que en agosto». Estaba descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin amor Victoria Guzmán.

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