Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
-Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y espolear, y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por más que ponía las piernas al caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho; y así, le dijo:
-Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
-No hay que llorar -respondió Sancho-, que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto de acometer esta tan desemejable aventura que le espera.
-¿A qué llamas apear o a qué dormir? -dijo don Quijote-. ¿Soy yo, por ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío -respondió Sancho-, que no lo dije por tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía.
-Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar… » Y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así comoquiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal, para quien le fuere a buscar", que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.
-Sigue tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado.
-«Digo, pues -prosiguió Sancho-, que en un lugar de Estremadura había un pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico… »
-Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
-De la misma manera que yo lo cuento -respondió Sancho-, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos.
-Di como quisieres -respondió don Quijote-; que, pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.
-«Así que, señor mío de mi ánima -prosiguió Sancho-, que, como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una moza rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo.»
-Luego, ¿conocístela tú? -dijo don Quijote.
-No la conocí yo -respondió Sancho-, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. «Así que, yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante que, por no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, mas que nunca le había querido.»
-Ésa es natural condición de mujeres -dijo don Quijote-: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
-«Sucedió -dijo Sancho- que el pastor puso por obra su determinación, y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas, llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra… »
-Haz cuenta que las pasó todas -dijo don Quijote-: no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
-¿Cuántas han pasado hasta agora? -dijo Sancho.
-¡Yo qué diablos sé! -respondió don Quijote-.
-He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
-¿Cómo puede ser eso? -respondió don Quijote-. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia?
-No señor, en ninguna manera -respondió Sancho-; porque, así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.
-¿De modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada?
-Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho.
-Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener turbado el entendimiento.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras.
-Acabe norabuena donde quisiere -dijo don Quijote-, y veamos si se puede mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural -que es lo que más se debe creer-, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto -que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia-, le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
-¿Qué rumor es ése, Sancho?
-No sé, señor -respondió él-. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo:
-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
-Sí tengo -respondió Sancho-; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
-En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar -respondió don Quijote.
-Bien podrá ser -dijo Sancho-, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
-Retírate tres o cuatro allá, amigo -dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)-, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.