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-Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo que le sabría bien acomodar, porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas.

-Bien parecerás -dijo don Quijote-, pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.

-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.

-Pues, ¿cómo sabes tú -preguntó don Quijote- que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?

-Yo se lo diré -respondió Sancho-: los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales.

Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.

-Digo que tienes razón -dijo don Quijote-, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.

-Quédese eso del barbero a mi cargo -dijo Sancho-, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.

-Así será -respondió don Quijote.

Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.

Capítulo 22 De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir

Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas, que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían ansimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vido, dijo:

-Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.

-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?

-No digo eso -respondió Sancho-, sino que es gente que, por sus delitos, va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.

-En resolución -replicó don Quijote-, comoquiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.

-Así es -dijo Sancho.

-Pues desa manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.

-Advierta vuestra merced -dijo Sancho- que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.

Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera.

Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber.

-Con todo eso -replicó don Quijote-, querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia.

Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo:

-Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.

Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera.

-¿Por eso no más? -replicó don Quijote-. Pues, si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.

-No son los amores como los que vuestra merced piensa -dijo el galeote-; que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad.

Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse la obra.

-¿Qué son gurapas? -preguntó don Quijote.

-Gurapas son galeras -respondió el galeote.

El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él el primero, y dijo:

-Éste, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.

-Pues, ¿cómo -repitió don Quijote-, por músicos y cantores van también a galeras?

-Sí, señor -respondió el galeote-, que no hay peor cosa que cantar en el ansia.

-Antes, he yo oído decir -dijo don Quijote- que quien canta sus males espanta.

-Acá es al revés -dijo el galeote-, que quien canta una vez llora toda la vida.

-No lo entiendo -dijo don Quijote.

Mas una de las guardas le dijo:

-Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa, confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber confesado, le condenaron por seis años a galeras, amén de docientos azotes que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones.

Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.

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