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Una noche de incertidumbre en que Pilar Ternera cantaba en el patio con la tropa, él pidió que le leyera el porvenir en las barajas. «Cuídate la boca -fue todo lo que sacó en claro Pilar Ternera después de extender y recoger los naipes tres veces-. No sé lo que quiere decir, pero la señal es muy clara:

cuídate la boca.» Dos días después alguien le dio a un ordenanza un tazón de café sin azúcar, y el ordenanza se lo pasó a otro, y éste a otro, hasta que llegó de mano en mano al despacho del coronel Aureliano Buendía. No había pedido café, pero ya que estaba ahí, el coronel se lo tomó.

Tenía una carga de nuez vómica suficiente para matar un caballo. Cuando lo llevaron a su casa estaba tieso y arqueado y tenía la lengua partida entre los dientes. Úrsula se lo disputó a la muerte. Después de limpiarle el estómago con vomitivos, lo envolvió en frazadas calientes y le dio claras de huevos durante dos días, hasta que el cuerpo estragado recobró la temperatura normal. Al cuarto día estaba fuera de peligro. Contra su voluntad, presionado por Úrsula y los oficiales, permaneció en la cama una semana más. Sólo entonces supo que no habían quemado sus versos. «No me quise precipitar -le explicó Úrsula-. Aquella noche, cuando iba a prender el horno, me dije que era mejor esperar que trajeran el cadáver.» En la neblina de la convalecencia, rodeado de las polvorientas muñecas de Remedios, el coronel Aureliano Buendia evocó en la lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia. Volvió a escribir. Durante muchas horas, al margen de los sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de la muerte. Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo examinarlos al derecho y al revés. Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:

-Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?

-Por qué ha de ser, compadre contestó el coronel Genireldo Márquez-: por el gran partido liberal.

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-Dichoso tú que lo sabes contestó él-. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.

-Eso es malo -dijo el coronel Gerineldo Márquez.

Al coronel Aureliano Buendia le divirtió su alarma. «Naturalmente -dijo-. Pero en todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se pelea.» Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:

-O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.

Su orgullo le había impedido hacer contactos con los grupos armados del interior del país, mientras los dirigentes del partido no rectificaran en público su declaración de que era un bandolero. Sabía, sin embargo, que tan pronto como pusiera de lado esos escrúpulos rompería el círculo vicioso de la guerra. La convalecencia le permitió reflexionar. Entonces consiguió que Úrsula le diera el resto de la herencia enterrada y sus cuantiosos ahorros; nombró al coronel Gerineldo Márquez jefe civil y militar de Macondo, y se fue a establecer contacto con los grupos rebeldes del interior.

El coronel Gerineldo Márquez no sólo era el hombre de más confianza del coronel Aureliano Buendía, sino que Úrsula lo recibía como un miembro de la familia. Frágil, tímido, de una buena educación natural, estaba, sin embargo, mejor constituido para la guerra que para el gobierno.

Sus asesores políticos lo enredaban con facilidad en laberintos teóricos. Pero consiguió imponer en Macondo el ambiente de paz rural con que soñaba el coronel Aureliano Buendia para morirse de viejo fabricando pescaditos de oro. Aunque vivía en casa de sus padres, almorzaba donde Úrsula dos o tres veces por semana. Inició a Aureliano José en el manejo de las armas de fuego, le dio una instrucción militar prematura y durante varios meses lo llevó a vivir al cuartel, con el consentimiento de Úrsula, para que se fuera haciendo hombre. Muchos años antes, siendo casi un niño, Gerineldo Márquez había declarado su amor a Amaranta. Ella estaba entonces tan ilusionada con su pasión solitaria por Pietro Crespi, que se rió de él. Gerineldo Márquez esperó.

En cierta ocasión le envió a Amaranta un papelito desde la cárcel, pidiéndole el favor de bordar una docena de pañuelos de batista con las iniciales de su padre. Le mandó el dinero. Al cabo de una semana, Amaranta le llevó a la cárcel la docena de pañuelos bordados, junto con el dinero, y se quedaron varias horas hablando del pasado. «Cuando salga de aquí me casaré contigo», le dijo Gerineldo Márquez al despedirse. Amaranta se rió, pero siguió pensando en él mientras enseñaba a leer a los niños, y deseé revivir para él su pasión juvenil por Pietro Crespi. Los sábados, día de visita a los presos, pasaba por casa de los padres de Gerineldo Márquez y los acompañaba a la cárcel. Uno de esos sábados, Úrsula se sorprendió al verla en la cocina, esperando a que salieran los bizcochos del horno para escoger los mejores y envolverlos en una servilleta que había bordado para la ocasión.

-Cásate con él -le dijo-. Difícilmente encontrarás otro hombre como ese.

Amaranta fingió una reacción de disgusto.

-No necesito andar cazando hombres -replicó-. Le llevo estos bizcochos a Gerineldo porque me da lástima que tarde o temprano lo van a fusilar.

Lo dijo sin pensarlo, pero fue por esa época que el gobierno hizo pública la amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez si las fuerzas rebeldes no entregaban a Riohacha. Las visitas se suspendieron. Amaranta se encerró a llorar, agobiada por un sentimiento de culpa semejante al que la atormenté cuando murió Remedios, como si otra vez hubieran sido sus palabras irreflexivas las responsables de una muerte. Su madre la consoló. Le aseguré que el coronel Aureliano Buendía haría algo por impedir el fusilamiento, y prometió que ella misma se encargaría de atraer a Gerineldo Márquez, cuando terminara la guerra. Cumplió la promesa antes del término previsto. Cuando Gerineldo Márquez volvió a la casa investido de su nueva dignidad de jefe civil y militar, lo recibió como a un hijo, concibió exquisitos halagos para retenerlo, y rogó con todo el ánimo de su corazón que recordara su propósito de casarse con Amaranta. Sus súplicas parecían certeras. Los días en que iba a almorzar a la casa, el coronel Gerineldo Márquez se quedaba la tarde en el corredor de las begonias jugando damas chinas con Amaranta. Úrsula les llevaba café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los niños para que no los molestaran.

Amaranta, en realidad, se esforzaba por encender en su corazón las cenizas olvidadas de su pasión juvenil. Con una ansiedad que llegó a ser intolerable esperé los días de almuerzos, las tardes de damas chinas, y el tiempo se le iba volando en compañía de aquel guerrero de nombre nostálgico cuyos dedos temblaban imperceptiblemente al mover las fichas. Pero el día en que el coronel Gerineldo Márquez le reiteré su voluntad de casarse, ella lo rechazó.

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-No me casaré con nadie -le dijo-, pero menos contigo. Quieres tanto a Aureliano que te vas a casar conmigo porque no puedes casarte con él.

El coronel Gerineldo Márquez era un hombre paciente. «Volveré a insistir -dijo-. Tarde o temprano te convenceré.» Siguió visitando la casa. Encerrada en el dormitorio, mordiendo un llanto secreto, Amaranta se metía los dedos en los oídos para no escuchar la voz del pretendiente que le contaba a Úrsula las últimas noticias de la guerra, y a pesar de que se moría por verlo, tuvo fuerzas para no salir a su encuentro.

El coronel Aureliano Buendía disponía entonces de tiempo para enviar cada dos semanas un informe pormenorizado a Macondo. Pero sólo una vez, casi ocho meses después de haberse ido, le escribió a Úrsula. Un emisario especial llevó a la casa un sobre lacrado, dentro del cual había un papel escrito con la caligrafía preciosista del coronel: Cuiden mucho a papá porque se va a morir. Úrsula se alarmó: «Si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe», dijo. Y pidió ayuda para llevar a José Arcadio Buendía a su dormitorio. No sólo era tan pesado como siempre, sino que en 511

prolongada estancia bajo el castaño había desarrollado la facultad de aumentar de peso voluntariamente, hasta el punto de que siete hombres no pudieron con él y tuvieron que llevarlo a rastras a la cama. Un tufo de hongos tiernos, de flor de palo, de antigua y reconcentrada intemperie impregnó el aire del dormitorio cuando empezó a respirarlo el viejo colosal macerado por el sol y la lluvia. Al día siguiente no amaneció en la cama. Después de buscarlo por todos los cuartos, Úrsula lo encontré otra vez bajo el castaño. Entonces lo amarraron a la cama. A pesar de su fuerza intacta, José Arcadio Buendía no estaba en condiciones de luchar. Todo le daba lo mismo. Si volvió al castaño no fue por su voluntad sino por una costumbre del cuerpo. Úrsula lo atendía, le daba de comer, le llevaba noticias de Aureliano. Pero en realidad, la única persona con quien él podía tener contacto desde hacía mucho tiempo, era Prudencio Aguilar. Ya casi pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte, Prudencio Aguilar iba dos veces al día a conversar con él. Hablaban de gallos. Se prometían establecer un criadero de animales magníficos, no tanto por disfrutar de unas victorias que entonces no les harían falta, sino por tener algo con qué distraerse en los tediosos domingos de la muerte. Era Prudencio Aguilar quien lo limpiaba, le daba de comer y le llevaba noticias espléndidas de un desconocido que se llamaba Aureliano y que era coronel en la guerra. Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío -pensó Úrsula-. Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:

-He venido al sepelio del rey.

Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo.

Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarías con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.

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VIII

Sentada en el mecedor de mimbre, con la labor interrumpida en el regazo, Amaranta contemplaba a Aureliano José con el mentón embadurnado de espuma, afilando la navaja barbera en la penca para afeitarse por primera vez. Se sangré las espinillas, se corté el labio superior tratando de modelarse un bigote de pelusas rubias, y después de todo quedó igual que antes, pero el laborioso proceso le dejé a Amaranta la impresión de que en aquel instante había empezado a envejecer.

-Estás idéntico a Aureliano cuando tenía tu edad -dijo-. Ya eres un hombre.

Lo era desde hacía mucho tiempo, desde el día ya lejano en que Amaranta creyó que aún era un niño y siguió desnudándose en el baño delante de él, como lo había hecho siempre, como se acostumbré a hacerlo desde que Pilar Ternera se lo entregó para que acabara de criarlo. La primera vez que él la vio, lo único que le llamó la atención fue la profunda depresión entre los senos. Era entonces tan inocente que preguntó qué le había pasado, y Amaranta fingió excavarse el pecho con la punta de los dedos y contesté: «Me sacaron tajadas y tajadas y tajadas.» Tiempo después, cuando ella se restableció del suicidio de Pietro Crespi y volvió a bañarse con Aureliano José, éste ya no se fijé en la depresión, sino que experimenté un estremecimiento desconocido ante la visión de los senos espléndidos de pezones morados. Siguió examinándola, descubriendo palmo a palmo el milagro de su intimidad, y sintió que su piel se erizaba en la contemplación, como se erizaba la piel de ella al contacto del agua. Desde muy niño tenía la costumbre de abandonar la hamaca para amanecer en la cama de Amaranta, cuyo contacto tenía la virtud de disipar el miedo a la oscuridad. Pero desde el día en que tuvo conciencia de su desnudez, no era el miedo a la oscuridad lo que lo impulsaba a meterse en su mosquitero, sino el anhelo de sentir la respiración tibia de Amaranta al amanecer. Una madrugada, por la época en que ella rechazó al coronel Gerineldo Márquez, Aureliano José despertó con la sensación de que le faltaba el aire.

Sintió los dedos de Amaranta como unos gusanitos calientes y ansiosos que buscaban su vientre.

Fingiendo dormir cambió de posición para eliminar toda dificultad, y entonces sintió la mano sin la venda negra buceando como un molusco ciego entre las algas de su ansiedad. Aunque aparentaron ignorar lo que ambos sabían, y lo que cada uno sabía que el otro sabía, desde aquella noche quedaron mancornados por una complicidad inviolable. Aureliano José no podía conciliar el sueño mientras no escuchaba el valse de las doce en el reloj de la sala, y la madura doncella cuya piel empezaba a entristecer no tenía un instante de sosiego mientras no sentía deslizarse en el mosquitero aquel sonámbulo que ella había criado, sin pensar que sería un paliativo para su soledad. Entonces no sólo durmieron juntos, desnudos, intercambiando caricias agotadoras, sino que se perseguían por los rincones de la casa y se encerraban en los dormitorios a cualquier hora, en un permanente estado de exaltación sin alivio. Estuvieron a punto de ser sorprendidos por Úrsula, una tarde en que entró al granero cuando ellos empezaban a besarse.

«¿Quieres mucho a tu tía?», le preguntó ella de un modo inocente a Aureliano José. Él contestó que sí. «Haces bien», concluyó Úrsula, y acabó de medir la harina para el pan y regresó a la cocina. Aquel episodio sacó a Amaranta del delirio. Se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos, de que ya no estaba jugando a los besitos con un niño, sino chapaleando en una pasión otoñal, peligrosa y sin porvenir, y la cortó de un tajo. Aureliano José, que entonces terminaba su adiestramiento militar, acabó por admitir la realidad y se fue a dormir al cuartel. Los sábados iba con los soldados a la tienda de Catarino. Se consolaba de su abrupta soledad, de su adolescencia prematura, con mujeres olorosas a flores muertas que él idealizaba en las tinieblas y las convertía en Amaranta mediante ansiosos esfuerzos de imaginación.

Poco después empezaron a recibirse noticias contradictorias de la guerra. Mientras el propio gobierno admitía los progresos de la rebelión, los oficiales de Macondo tenían informes confidenciales de la inminencia de una paz negociada. A principios de abril, un emisario especial se identificó ante el coronel Gerineldo Márquez. Le confirmó que, en efecto, los dirigentes del partido habían establecido contactos con jefes rebeldes del interior, y estaban en vísperas de concertar el armisticio a cambio de tres ministerios para los liberales, una representación minoritaria en el parlamento y la amnistía general para los rebeldes que depusieran las armas. El 60

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emisario llevaba una orden altamente confidencial del coronel Aureliano Buendía, que estaba en desacuerdo con los términos del armisticio. El coronel Gerineldo Márquez debía seleccionar a cinco de sus mejores hombres y prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cumplió dentro de la más estricta reseña. Una semana antes de que se anunciara el acuerdo, y en medio de una tormenta de rumores contradictorios, el coronel Aureliano Buendía y diez oficiales de confianza, entre ellos el coronel Roque Carnicero, llegaron sigilosamente a Macondo después de la medianoche, dispersaron la guarnición, enterraron las armas y destruyeron los archivos. Al amanecer habían abandonado el pueblo con el coronel Gerineldo Márquez y sus cinco oficiales.

Fue una operación tan rápida y confidencial, que Úrsula no se enteró de ella sino a última hora, cuando alguien dio unos golpecitos en la ventana de su dormitorio y murmuró: «Si quiere ver al coronel Aureliano Buendía, asómese ahora mismo a la puerta.» Úrsula saltó de la cama y salió a la puerta en ropa de dormir, y apenas alcanzó a percibir el galope de la caballada que abandonaba el pueblo en medio de una muda polvareda. Sólo al día siguiente se enteró de que Aureliano José se había ido con su padre.

Diez días después de que un comunicado conjunto del gobierno y la oposición anunció el término de la guerra, se tuvieron noticias del primer levantamiento armado del coronel Aureliano Buendía en la frontera occidental. Sus fuerzas escasas y mal armadas fueron dispersadas en menos de una semana. Pero en el curso de ese ano, mientras liberales y conservadores trataban de que el país creyera en la reconciliación, intentó otros siete alzamientos. Una noche cañoneó a Riohacha desde una goleta, y la guarnición sacó de sus camas y fusiló en represalia a los catorce liberales más conocidos de la población. Ocupó por más de quince días una aduana fronteriza, y desde allí dirigió a la nación un llamado a la guerra general. Otra de sus expediciones se perdió tres meses en la selva, en una disparatada tentativa de atravesar más de mil quinientos kilómetros de territorios vírgenes para proclamar Ja guerra en los suburbios de la capital. En cierta ocasión estuvo a menos de veinte kilómetros de Macondo, y fue obligado por las patrullas del gobierno a internarse en las montañas muy cerca de la región encantada donde su padre encontró muchos años antes el fósil de un galeón español.

Por esa época murió Visitación. Se dio el gusto de morirse de muerte natural, después de haber renunciado a un trono por temor al insomnio, y su última voluntad fue que desenterraran de debajo de su cama el sueldo ahorrado en más de veinte años, y se lo mandaran al coronel Aureliano Buendía para que siguiera la guerra. Pero Úrsula no se tomó el trabajo de sacar ese dinero, porque en aquellos días se rumoraba que el coronel Aureliano Buendía había sido muerto en un desembarco cerca de la capital provincial. El anuncio oficial -el cuarto en menos de dos años- fue tenido por cierto durante casi seis meses, pues nada volvió a saberse de él. De pronto, cuando ya Úrsula y Amaranta habían superpuesto un nuevo luto a los anteriores, llegó una noticia insólita. El coronel Aureliano Buendía estaba vivo, pero aparentemente había desistido de hostigar al gobierno de su país, y se había sumado al federalismo triunfante en otras repúblicas del Caribe. Aparecía con nombres distintos cada vez más lejos de su tierra. Después había de saberse que la idea que entonces lo animaba era la unificación de las fuerzas federalistas de la América Central, para barrer con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia.

La primera noticia directa que Úrsula recibió de él, varios años después de haberse ido, fue una carta arrugada y borrosa que le llegó de mano en mano desde Santiago de Cuba.

-Lo hemos perdido para siempre -exclamó Úrsula al leerla-. Por ese camino pasará la Navidad en el fin del mundo.

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