VII
En mayo terminó la guerra. Dos semanas antes de que el gobierno hiciera el anuncio oficial, en una proclama altisonante que prometía un despiadado castigo para los promotores de la rebelión, el coronel Aureliano Buendía cayó prisionero cuando estaba a punto de alcanzar la frontera occidental disfrazado de hechicero indígena. De los veintiún hombres que lo siguieron en la guerra, catorce murieron en combate, seis estaban heridos, y sólo uno lo acompañaba en el momento de la derrota final: el coronel Gerineldo Márquez. La noticia de la captura fue dada en Macondo con un bando extraordinario. «Está vivo -le informó Úrsula a su marido-. Roguemos a Dios para que sus enemigos tengan clemencia.» Después de tres días de llanto, una tarde en que batía un dulce de leche en la cocina, oyó claramente la voz de su hijo muy cerca del oído. «Era Aureliano -gritó, corriendo hacia el castaño para darle la noticia al esposo-. No sé cómo ha sido el milagro, pero está vivo y vamos a verlo muy pronto.» Lo dio por hecho. Hizo lavar los pisos de la casa y cambiar la posición de los muebles. Una semana después, un rumor sin origen que no sería respaldado por el bando, confirmó dramáticamente el presagio. El coronel Aureliano Buendía había sido condenado a muerte, y la sentencia sería ejecutada en Macondo, para escarmiento de la población. Un lunes, a las diez y veinte de la mañana, Amaranta estaba vistiendo a Aureliano José, cuando percibió un tropel remoto y un toque de corneta, un segundo antes de que Úrsula irrumpiera en el cuarto con un grito: «Ya lo traen.» La tropa pugnaba por someter a culatazos a la muchedumbre desbordada. Úrsula y Amaranta corrieron hasta la esquina, abriéndose paso a empellones, y entonces lo vieron. Parecía un pordiosero. Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la barba enmarañados, y estaba descalzo. Caminaba sin sentir el polvo abrasante, con las manos amarradas a la espalda con una soga que sostenía en la cabeza de su montura un oficial de a caballo. Junto a él, también astroso y derrotado, llevaban al coronel Gerineldo Márquez. No estaban tristes. Parecían más bien turbados por la muchedumbre que gritaba a la tropa toda clase de improperios.
-¡Hijo mío! -gritó Úrsula en medio de la algazara, y le dio un manotazo al soldado que trató de detenerla. El caballo del oficial se encabritó. Entonces el coronel Aureliano Buendía se detuvo, trémulo, esquivó los brazos de su madre y fijó en sus ojos una mirada dura.
-Váyase a casa, mamá -dijo-. Pida permiso a las autoridades y venga a verme a la cárcel.
Miró a Amaranta, que permanecía indecisa a dos pasos detrás de Úrsula, y le sonrió al preguntarle: «¿Qué te pasó en la mano?» Amaranta levantó la mano con la venda negra. «Una quemadura», dijo, y apartó a Úrsula para que no la atropellaran los caballos. La tropa disparó.
Una guardia especial rodeó a los prisioneros y los llevó al trote al cuartel.
Al atardecer, Úrsula visitó en la cárcel al coronel Aureliano Buendía. Había tratado de conseguir el permiso a través de don Apolinar Moscote, pero éste había perdido toda autoridad frente a la omnipotencia de los militares. El padre Nicanor estaba postrado por una calentura hepática. Los padres del coronel Gerineldo Márquez, que no estaba condenado a muerte, habían tratado de verlo y fueron rechazados a culatazos. Ante la imposibilidad de conseguir intermediarios, convencida de que su hijo sería fusilado al amanecer, Úrsula hizo un envoltorio con las cosas que quería llevarle y fue sola al cuartel.
-Soy la madre del coronel Aureliano Buendía -se anunció. Los centinelas le cerraron el paso.
«De todos modos voy a entrar -les advirtió Úrsula-. De manera que si tienen orden de disparar, empiecen de una vez.» Apartó a uno de un empellón y entró a la antigua sala de clases, donde un grupo de soldados desnudos engrasaban sus armas, Un oficial en uniforme de campaña, sonrosado, con lentes de cristales muy gruesos y ademanes ceremoniosos, hizo a los centinelas una señal para que se retiraran.
-Soy la madre del coronel Aureliano Buendía -repitió Úrsula.
-Usted querrá decir -corrigió el oficial con una sonrisa amable- que es la señora madre del señor Aureliano Buendía.
52
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Úrsula reconoció en su modo de hablar rebuscado la cadencia lánguida de la gente del páramo, los cachacos.
-Como usted diga, señor -admitió-, siempre que me permita verlo.
Había órdenes superiores de no permitir visitas a los condenados a muerte, pero el oficial asumió la responsabilidad de concederle una entrevista de quince minutos. Úrsula le mostró lo que llevaba en el envoltorio: una muda de ropa limpia los botines que se puso su hijo para la boda, y el dulce de leche que guardaba para él desde el día en que presintió su regreso. Encontró al coronel Aureliano Buendía en el cuarto del cepo, tendido en un catre y con los brazos abiertos, porque tenía las axilas empedradas de golondrinos. Le habían permitido afeitarse. El bigote denso de puntas retorcidas acentuaba la angulosidad de sus pómulos. A Úrsula le pareció que estaba más pálido que cuando se fue, un poco más alto y más solitario que nunca. Estaba enterado de los pormenores de la casa: el suicidio de Pietro Crespi, las arbitrariedades y el fusilamiento de Arcadio, la impavidez de José Arcadio Buendía bajo el castaño. Sabía que Amaranta había consagrado su viudez de virgen a la crianza de Aureliano José, y que éste empezaba a dar muestras de muy buen juicio y leía y escribía al mismo tiempo que aprendía a hablar. Desde el momento en que entró al cuarto, Úrsula se sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de dominio, por el resplandor de autoridad que irradiaba su piel. Se sorprendió que estuviera tan bien informado. «Ya sabe usted que soy adivino -bromeó él. Y agregó en serio-: Esta mañana, cuando me trajeron, tuve la impresión de que ya había pasado por todo esto.»
En verdad, mientras la muchedumbre tronaba a su paso, él estaba concentrado en sus pensamientos, asombrado de la forma en que había envejecido el pueblo en un año. Los almendros tenían las hojas rotas. Las casas pintadas de azul, pintadas luego de rojo y luego vueltas a pintar de azul, habían terminado por adquirir una coloración indefinible.
-¿Qué esperabas? -suspiró Úrsula-. El tiempo pasa.
-Así es -admitió Aureliano-, pero no tanto.
De este modo, la visita tanto tiempo esperada, para la que ambos habían preparado las preguntas e inclusive previsto las respuestas, fue otra vez la conversación cotidiana de siempre.
Cuando el centinela anunció el término de la entrevista, Aureliano sacó de debajo de la estera del catre un rollo de papeles sudados. Eran sus versos. Los inspirados por Remedios, que había llevado consigo cuando se fue, y los escritos después, en las azarosas pausas de la guerra.
«Prométame que no los va a leer nadie -dijo-. Esta misma noche encienda el horno con ellos.»
Úrsula lo prometió y se incorporó para darle un beso de despedida.
-Te traje un revólver -murmuró.
El coronel Aureliano Buendia comprobó que el centinela no estaba a la vista. «No me sirve de nada -replicó en voz baja-. Pero démelo, no sea que la registren a la salida.» Úrsula sacó el revólver del corpiño y él lo puso debajo de la estera del catre. «Y ahora no se despida -concluyó con un énfasis calmado-. No suplique a nadie ni se rebaje ante nadie. Hágase el cargo que me fusilaron hace mucho tiempo.» Úrsula se mordió los labios para no llorar.
-Ponte piedras calientes en los golondrinos -dijo.
Dio media vuelta y salió del cuarto. El coronel Aureliano Buendía permaneció de pie, pensativo, hasta que se cerró la puerta. Entonces volvió a acostarse con los brazos abiertos. Desde el principio de la adolescencia, cuando empezó a ser consciente de sus presagios, pensó que la muerte había d< anunciarse con una señal definida, inequívoca, irrevocable, pero le faltaban pocas horas para morir, y la señal no llegaba. En cierta ocasión una mujer muy bella entró a su campamento de Tucurinca y pidió a los centinelas que le permitieran verlo. La dejaron pasar, porque conocían el fanatismo de algunas madres que enviaban a sus hijas al dormitorio de los guerreros más notables, según ellas mismas decían, para mejorar la raza. El coronel Aureliano Buendía estaba aquella noche terminando e poema del hombre que se había extraviado en la lluvia, cuando la muchacha entró al cuarto. Él le dio la espalda para poner la hoja en la gaveta con llave donde guardaba sus versos. Y entonces lo sintió. Agarró la pistola en la gaveta sin volver la cara.
-No dispare, por favor -dijo.
Cuando se volvió con la pistola montada, la muchacha había bajado la suya y no sabía qué hacer. Así había logrado eludir cuatro de once emboscadas. En cambio, alguien que nunca fu capturado entró una noche al cuartel revolucionario de Manaure y asesinó a puñaladas a su intimo amigo, el coronel Magnífico Visbal, a quien había cedido el catre para que sudar una calentura. A pocos metros, durmiendo en una hamaca e el mismo cuarto, él no se dio cuenta de 53
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
nada. Eran inútiles sus esfuerzos por sistematizar los presagios. Se presentaban d pronto, en una ráfaga de lucidez sobrenatural, como una convicción absoluta y momentánea, pero inasible. En ocasione eran tan naturales, que no las identificaba como presagios sin cuando se cumplían.
Otras veces eran terminantes y no se cumplían. Con frecuencia no eran más que golpes vulgares de superstición. Pero cuando lo condenaron a muerte y le pidieron expresar su última voluntad, no tuvo la menor dificultad par identificar el presagio que le inspiró la respuesta:
-Pido que la sentencia se cumpla en Macondo -dijo. El presidente del tribunal se disgustó.
-No sea vivo, Buendía -le dijo-. Es una estratagema par ganar tiempo.
-Si no la cumplen, allá ustedes -dijo el coronel-, pero esa es mi última voluntad.
Desde entonces lo habían abandonado los presagios. El día en que Úrsula lo visitó en la cárcel, después de mucho pensar, llegó a la conclusión de que quizá la muerte no se anunciaría aquella vez, porque no dependía del azar sino de la voluntad de sus verdugos. Pasó la noche en vela atormentado por el dolor de los golondrinos. Poco antes del alba oyó pasos en el corredor. «Ya vienen», se dijo, y pensó sin motivo en José Arcadio Buendía, que en aquel momento estaba pensando en él, bajo la madrugada lúgubre del castaño. No sintió miedo, ni nostalgia, sino una rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final de tantas cosas que dejaba sin terminar. La puerta se abrió y entró el centinela con un tazón de café. Al día siguiente a la misma hora todavía estaba como entonces, rabiando con el dolor de las axilas, y ocurrió exactamente lo mismo. El jueves compartió el dulce de leche con los centinelas y se puso la ropa limpia, que le quedaba estrecha, y los botines de charol. Todavía el viernes no lo habían fusilado.
En realidad, no se atrevían a ejecutar la sentencia. La rebeldía del pueblo hizo pensar a los militares que el fusilamiento del coronel Aureliano Buendía tendría graves consecuencias políticas no sólo en Macondo sino en todo el ámbito de la ciénaga, así que consultaron a las autoridades de la capital provincial. La noche del sábado, mientras esperaban la respuesta, el capitán Roque Carnicero fue con otros oficiales a la tienda de Catarino. Sólo una mujer, casi presionada con amenazas, se atrevió a llevarlo al cuarto. «No se quieren acostar con un hombre que saben que se va a morir -le confesó ella-. Nadie sabe cómo será, pero todo el mundo anda diciendo que el oficial que fusile al coronel Aureliano Buendía, y todos los soldados del pelotón, uno por uno, serán asesinados sin remedio, tarde o temprano, así se escondan en el fin del mundo.» El capitán Roque Carnicero lo comentó con los otros oficiales, y éstos lo comentaron con sus superiores. El domingo, aunque nadie lo había revelado con franqueza, aunque ningún acto militar había turbado la calma tensa de aquellos días, todo el pueblo sabía que los oficiales estaban dispuestos a eludir con toda clase de pretextos la responsabilidad de la ejecución. En el correo del lunes llegó la orden oficial: la ejecución debía cumplirse en el término de veinticuatro horas. Esa noche los oficiales metieron en una gorra siete papeletas con sus nombres, y el inclemente destino del capitán Roque Carnicero lo señaló con la papeleta premiada. «La mala suerte no tiene resquicios -
dijo él con profunda amargura-. Nací hijo de puta y muero hijo de puta.» A las cinco de la mañana eligió el pelotón por sorteo, lo formó en el patio, y despertó al condenado con una frase premonitoria: