Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las acequias se tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue sacado de Macondo con su familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.
José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentré en la estación desde la mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de la calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhalé un suspiro de desaliento. Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años.
Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.
-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anuncié el principio del plazo. Nadie se movió.
-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empiné por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.
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Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi madre.» Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:
-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.
Cuando José Arcadio Segundo desperté estaba boca arriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodé del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después de medianoche se precipité un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisé las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.
-Buenos -dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo Buendía.
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Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calenté agua para que se lavara la herida, que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.
-Debían ser como tres mil -murmuré.
-¿Qué?
-Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos -dijo-. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer toque para misa. Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien había visto muchas veces, le cerró la puerta en la cara. «Se fue -dijo asustada-. Volvió a su tierra.» La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. «Que no te vea Fernanda -dijo-. Hace un rato se estaba levantando.» Como si cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la ventana un plato de comida.
Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la tarde todavía seguía esperando que escampara. Informado en secreto por Santa Sofía de la Piedad, a esa hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la versión de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar. La noche anterior habían leído un bando nacional extraordinario, para informar que los obreros habían obedecido la orden de evacuar la estación, y se dirigían a sus casas en caravanas pacíficas. El bando informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico, habían reducido sus peticiones a dos puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas en las viviendas. Se informé más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que éste no sólo había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para celebrar el término del conflicto. Sólo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.
-Será cuando escampe -dijo-. Mientras dure la lluvia, suspendemos toda clase de actividades.
No llovía desde hacia tres meses y era tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anuncié su decisión se precipité en toda la zona bananera el aguacero torrencial que sorprendió a José Arcadio Segundo en el camino de Macondo. Una semana después seguía lloviendo. La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia. La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba acuartelada. Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha 127
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pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.» Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales.
El único sobreviviente fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la puerta los golpes inconfundibles de las culatas. Aureliano Segundo, que seguía esperando que escampara para salir, les abrió a seis soldados al mando de un oficial. Empapados de lluvia, sin pronunciar una palabra, registraron la casa cuarto por cuarto, armario por armario, desde las salas hasta el granero. Úrsula despertó cuando encendieron la luz del aposento, y no exhalé un suspiro mientras duró la requisa, pero mantuvo los dedos en cruz, moviéndolos hacia donde los soldados se movían. Santa Sofía de la Piedad alcanzó a prevenir a José Arcadio Segundo que dormía en el cuarto de Melquíades, pero él comprendió que era demasiado tarde para intentar la fuga. De modo que Santa Sofía de la Piedad volvió a cerrar la puerta, y él se puso la camisa y los zapatos, y se sentó en el catre a esperar que llegaran. En ese momento estaban requisando el taller de orfebrería. El oficial había hecho abrir el candado, y con una rápida barrida de la linterna había visto el mesón de trabajo y la vidriera con los frascos de ácidos y los instrumentos que seguían en el mismo lugar en que los dejó su dueño, y pareció comprender que en aquel cuarto no vivía nadie. Sin embargo, le preguntó astutamente a Aureliano Segundo si era platero, y él le explicó que aquel había sido el taller del coronel Aureliano Buendía, «Ajá», hizo el oficial, y encendió la luz y ordenó una requisa tan minuciosa, que no se les escaparon los dieciocho pescaditos de oro que se habían quedado sin fundir y que estaban escondidos detrás de los frascos en el tarro de lata. El oficial los examinó uno por uno en el mesón de trabajo y entonces se humanizó por completo. «Quisiera llevarme uno, si usted me lo permite -dijo-. En un tiempo fueron una clave de subversión, pero ahora son una reliquia.» Era joven, casi un adolescente, sin ningún signo de timidez, y con una simpatía natural que no se le había notado hasta entonces.
Aureliano Segundo le regaló el pescadito. El oficial se lo guardó en el bolsillo de la camisa, con un brillo infantil en los ojos, y echó los otros en el tarro para ponerlos donde estaban.
-Es un recuerdo invaluable -dijo-. El coronel Aureliano Buendía fue uno de nuestros más grandes hombres.
Sin embargo, el golpe de humanización no modificó su conducta profesional. Frente al cuarto de Melquíades, que estaba otra vez con candado, Santa Sofía de la Piedad acudió a una última esperanza. «Hace como un siglo que no vive nadie en ese aposento», dijo. El oficial lo hizo abrir, lo recorrió con el haz de la linterna, y Aureliano Segundo y Santa Sofía de la Piedad vieron los ojos árabes de José Arcadio Segundo en el momento en que pasó por su cara la ráfaga de luz, y comprendieron que aquel era el fin de una ansiedad y el principio de otra que sólo encontraría un alivio en la resignación. Pero el oficial siguió examinando la habitación con la linterna, y no dio ninguna señal de interés mientras no descubrió las setenta y dos bacinillas apelotonadas en los armarios. Entonces encendió la luz. José Arcadio Segundo estaba sentado en el borde del catre, listo para salir, más solemne y pensativo que nunca. Al fondo estaban los anaqueles con los libros descosidos, los rollos de pergaminos, y la mesa de trabajo limpia y ordenada, y todavía fresca la tinta en los tinteros. Había la misma pureza en el aire, la misma diafanidad, el mismo privilegio contra el polvo y la destrucción que conoció Aureliano Segundo en la infancia, y que sólo el coronel Aureliano Buendía no pudo percibir. Pero el oficial no se interesó sino en las bacinillas.
-¿Cuántas personas viven en esta casa? -preguntó.
-Cinco.