Luego se comió, muy despacio, el pedazo de carne guisada con cebolla, el arroz blanco y las 109
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tajadas de plátano fritas, todo junto en el mismo plato. Su apetito no se alteraba ni en las mejores ni en las más duras circunstancias. Al término del almuerzo experimentó la zozobra de la ociosidad. Por una especie de superstición científica, nunca trabajaba, ni leía, ni se bañaba, ni hacía el amor antes de que transcurrieran dos horas de digestión, y era una creencia tan arraigada que varias veces retrasó operaciones de guerra para no someter la tropa a los riesgos de una congestión. De modo que se acostó en la hamaca, sacándose la cera de los oídos con un cortaplumas, y a los pocos minutos se quedó dormido. Soñó que entraba en una casa vacía, de paredes blancas, y que lo inquietaba la pesadumbre de ser el primer ser humano que entraba en ella. En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía despertó con la impresión de que involuntariamente se había quedado dormido por breves segundos, y que no había tenido tiempo de soñar nada.
-Hoy no -le dijo al peluquero-. Nos vemos el viernes.
Tenía una barba de tres días, moteada de pelusas blancas, pero no creía necesario afeitarse si el viernes se iba a cortar el pelo y podía hacerlo todo al mismo tiempo. El sudor pegajoso de la siesta indeseable revivió en sus axilas las cicatrices de los golondrinos. Había escampado, pero aún no salía el sol. El coronel Aureliano Buendía emitió un eructo sonoro que le devolvió al paladar la acidez de la sopa, y que fue como una orden del organismo para que se echara la manta en los hombros y fuera al excusado. Allí permaneció más del tiempo necesario, acuclillado sobre la densa fermentación que subía del cajón de madera, hasta que la costumbre le indicó que era hora de reanudar el trabajo. Durante el tiempo que duró la espera volvió a recordar que era martes, y que José Arcadio Segundo no había estado en el taller porque era día de pago en las fincas de la compañía bananera. Ese recuerdo, como todos los de los últimos años, lo llevó sin que viniera a cuento a pensar en la guerra. Recordó que el coronel Gerineldo Márquez le había prometido alguna vez conseguirle un cabal lo con una estrella blanca en la frente, y que nunca se había vuelto a hablar de eso. Luego derivó hacia episodios dispersos, pero los evocó sin calificarlos, porque a fuerza de no poder pensar en otra cosa había aprendido a pensar en frío, para que los recuerdos ineludibles no le lastimaran ningún sentimiento. De regreso al taller, viendo que el aire empezaba a secar, decidió que era un buen momento para bañarse, pero Amaranta se le había anticipado. Así que empezó el segundo pescadito del día. Estaba engarzando la cola cuando el sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro. El aire lavado por la llovizna de tres días se llenó de hormigas voladoras. Entonces cayó en la cuenta de que tenía deseos de orinar, y los estaba aplazando hasta que acabara de armar el pescadito.
Iba para el patio, a las cuatro y diez, cuando oyó los cobres lejanos, los retumbos del bombo y el júbilo de los niños, y por primera vez desde su juventud pisó conscientemente una trampa de la nostalgia, y revivió la prodigiosa tarde de gitanos en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Santa Sofía de la Piedad abandonó lo que estaba haciendo en la cocina y corrió hacia la puerta.
-Es el circo -gritó.
En vez de ir al castaño, el coronel Aureliano Buendía fue también a la puerta de la calle y se mezcló con los curiosos que contemplaban el desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo.
Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran bajando los gallinazos.
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XIV
Las últimas vacaciones de Meme coincidieron con el luto por la muerte del coronel Aureliano Buendía. En la casa cerrada no había lugar para fiestas. Se hablaba en susurros, se comía en silencio, se rezaba el rosario tres veces al día, y hasta los ejercicios de clavicordio en el calor de la siesta tenían una resonancia fúnebre. A pesar de su secreta hostilidad contra el coronel, fue Fernanda quien impuso el rigor de aquel duelo, impresionada por la solemnidad con que el gobierno exaltó la memoria del enemigo muerto. Aureliano Segundo volvió como de costumbre a dormir en la casa mientras pasaban las vacaciones de su hija, y algo debió hacer Fernanda para recuperar sus privilegios de esposa legítima, porque el año siguiente encontró Meme una hermanita recién nacida, a quien bautizaron contra la voluntad de la madre con el nombre de Amaranta Úrsula.
Meme había terminado sus estudios. El diploma que la acreditaba como concertista de clavicordio fue ratificado por el virtuosismo con que ejecutó temas populares del siglo XVII en la fiesta organizada para celebrar la culminación de sus estudios, y con la cual se puso término al duelo. Los invitados admiraron, más que su arte, su rara dualidad. Su carácter frívolo y hasta un poco infantil no parecía adecuado para ninguna actividad seria, pero cuando se sentaba al clavicordio se transformaba en una muchacha diferente, cuya madurez imprevista le daba un aire de adulto. Así fue siempre. En verdad no tenía una vocación definida, pero había logrado las más altas calificaciones mediante una disciplina inflexible, para no contrariar a su madre. Habrían podido imponerle el aprendizaje de cualquier otro oficio y los resultados hubieran sido los mismos. Desde muy niña le molestaba el rigor de Fernanda, su costumbre de decidir por los demás, y habría sido capaz de un sacrificio mucho más duro que las lecciones de clavicordio, sólo por no tropezar con su intransigencia. En el acto de clausura la impresión de que el pergamino con letras góticas y mayúsculas historiadas la liberaba de un compromiso que había aceptado no tanto por obediencia como por comodidad, y creyó que a partir de entonces ni la porfiada Fernanda volvería a preocuparse por un instrumento que hasta las monjas consideraban como un fósil de museo. En los primeros años creyó que sus cálculos eran errados, porque después de haber dormido a media ciudad no sólo en la sala de visitas, sino en cuantas veladas benéficas, sesiones escolares y conmemoraciones patrióticas se celebraban en Macondo, su madre siguió in-vitando a todo recién llegado que suponía capaz de apreciar las virtudes de la hija. Sólo después de la muerte de Amaranta, cuando la familia volvió a encerrarse por un tiempo en el luto, pudo Meme clausurar el clavicordio y olvidar la llave en cualquier ropero, sin que Fernanda se molestara en averiguar en qué momento ni por culpa de quién se había extraviado. Meme resistió las exhibiciones con el mismo estoicismo con que se consagró al aprendizaje. Era el precio de su libertad. Fernanda estaba tan complacida con su docilidad y tan orgullosa de la admiración que despertaba su arte, que nunca se opuso a que tuviera la casa llena de amigas, y pasara la tarde en las plantaciones y fuera al cine con Aureliano Segundo o con señoras de confianza, siempre que la película hubiera sido autorizada en el púlpito por el padre Antonio Isabel. En aquellos ratos de esparcimiento se revelaban los verdaderos gustos de Meme. Su felicidad estaba en el otro extremo de la disciplina, en las fiestas ruidosas, en los comadreos de enamorados, en los prolongados encierros con sus amigas, donde aprendían a fumar y conversaban de asuntos de hombres, y donde una vez se les pasó la mano con tres botellas de ron de caña y terminaron desnudas midiéndose y comparando las partes de sus cuerpos. Meme no olvidaría jamás la noche en que entró en la casa masticando rizomas de regaliz, y sin que advirtieran su trastorno se sentó a la mesa en que Fernanda y Amaranta cenaban sin dirigirse la palabra. Había pasado dos horas tremendas en el dormitorio de una amiga, llorando de risa y de miedo, y en el otro lado de la crisis había encontrado el raro sentimiento de valentía que le hizo falta para fugarse del colegio y decirle a su madre con esas o con otras palabras que bien podía ponerse una lavativa de clavicordio. Sentada en la cabecera de la mesa, tomando un caldo de pollo que le caía en el estómago como un elixir de resurrección, Meme vio entonces a Fernanda y Amaranta envueltas en el halo acusador de la realidad. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no echarles en cara 111
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sus remilgos, su pobreza de espíritu, sus delirios de grandeza. Desde las segundas vacaciones se había enterado de que su padre sólo vivía en la casa por guardar las apariencias, y conociendo a Fernanda como la conocía y habiéndoselas arreglado más tarde para conocer a Petra Cotes, le concedió la razón a su padre. También ella hubiera preferido ser la hija de la concubina. En el embotamiento del alcohol, Meme pensaba con deleite en el escándalo que se habría suscitado si en aquel momento hubiera expresado sus pensamientos, y fue tan intensa la íntima satisfacción de la picardía, que Fernanda la advirtió.
-¿Qué te pasa? -preguntó.
-Nada -contestó Meme-. Que apenas ahora descubro cuánto las quiero.
Amaranta se asustó con la evidente carga de odio que llevaba la declaración. Pero Fernanda se sintió tan conmovida que creyó volverse loca cuando Meme despertó a medianoche con la cabeza cuarteada por el dolor, y ahogándose en vómitos de hiel. Le dio un frasco de aceite de castor, le puso cataplasmas en el vientre y bolsas de hielo en la cabeza, y la obligó a cumplir la dieta y el encierro de cinco días ordenados por el nuevo extravagante médico francés que, después de examinarla más de dos horas, llegó a la conclusión nebulosa de que tenía un trastorno propio de mujer. Abandonada por la valentía, en un miserable estado de desmoralización, a Meme no le quedó otro recurso que aguantar. Úrsula, ya completamente ciega, pero todavía activa y lúcida, fue la única que intuyó el diagnóstico exacto. «Para mí -pensó-, estas son las mismas cosas que les dan a los borrachos.» Pero no sólo rechazó la idea, sino que se reprochó la ligereza de pensamiento. Aureliano Segundo sintió un retortijón de conciencia cuando vio el estado de postración de Meme, y se prometió ocuparse más de ella en el futuro. Fue así como nació la relación de alegre camaradería entre el padre y la hija, que lo liberó a él por un tiempo de la amarga soledad de las parrandas, y la liberó a ella de la tutela de Fernanda sin tener que provocar la crisis doméstica que ya parecía inevitable. Aureliano Segundo aplazaba entonces cualquier compromiso para estar con Meme, por llevarla al cine o al circo, y le dedicaba la mayor parte de su ocio. En los últimos tiempos, el estorbo de la obesidad absurda que ya no le permitía amarrarse los cordones de los zapatos, y la satisfacción abusiva de toda clase de apetitos, habían empezado a agriarle el carácter. El descubrimiento de la hija le restituyó la antigua jovialidad, y el gusto de estar con ella lo iba apartando poco a poco de la disipación. Meme despuntaba en una edad frutal. No era bella, como nunca lo fue Amaranta, pero en cambio era simpática, descomplicada, y tenía la virtud de caer bien desde el primer momento. Tenía un espíritu moderno que lastimaba la anticuada sobriedad y el mal disimulado corazón cicatero de Fernanda, y que en cambio Aureliano Segundo se complacía en patrocinar. Fue él quien resolvió sacarla del dormitorio que ocupaba desde niña, y donde los pávidos ojos de los santos seguían alimentando sus terrores de adolescente, y le amuebló un cuarto con una cama tronal, un tocador amplio y cortinas de terciopelo, sin caer en la cuenta de que estaba haciendo una segunda versión del aposento de Petra Gotes. Era tan pródigo con Meme que ni siquiera sabía cuánto dinero le proporcionaba, porque ella misma se lo sacaba de los bolsillos, y la mantenía al tanto de cuanta novedad embellecedora llegaba a los comisariatos de la compañía bananera. El cuarto de Meme se llenó de almohadillas de piedra pómez para pulirse las uñas, rizadores de cabellos, brilladores de dientes, colirios para languidecer la mirada, y tantos y tan novedosos cosméticos y artefactos de belleza que cada vez que Fernanda entraba en el dormitorio se escandalizaba con la idea de que el tocador de la hija debía ser igual al de las matronas francesas. Sin embargo, Fernanda andaba en esa época con el tiempo dividido entre la pequeña Amaranta Úrsula, que era caprichosa y enfermiza, y una emocionante correspondencia con los médicos invisibles. De modo que cuando advirtió la complicidad del padre con la hija, la única promesa que le arrancó a Aureliano Segundo fue que nunca llevaría a Meme a casa de Petra Cotes. Era una advertencia sin sentido, porque la concubina estaba tan molesta con la camaradería de su amante con la hija que no quería saber nada de ella. La atormentaba un temor desconocido, como si el instinto le indicara que Meme, con sólo desearlo, podría conseguir lo que no pudo conseguir Fernanda: privarla de un amor que ya consideraba asegurado hasta la muerte. Por primera vez tuvo que soportar Aureliano Segundo las caras duras y las virulentas cantaletas de la concubina, y hasta temió que sus traídos y llevados baúles hicieran el camino de regreso a casa de la esposa. Esto no ocurrió. Nadie conocía mejor a un hombre que Petra Cotes a su amante, y sabía que los baúles se quedarían donde los mandaran, porque si algo detestaba Aureliano Segundo era com-plicarse la vida con rectificaciones y mudanzas. De modo que los baúles se quedaron donde estaban, y Petra Cotes se empeñó en reconquistar al marido afilando las únicas armas con que no 112
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podía disputárselo la hija. Fue también un esfuerzo innecesario, porque Meme no tuvo nunca el propósito de intervenir en los asuntos de su padre, y seguramente si lo hubiera hecho habría sido en favor de la concubina. No le sobraba tiempo para molestar a nadie. Ella misma barría el dormitorio y arreglaba la cama, como le enseñaron las monjas. En la mañana se ocupaba de su ropa, bordando en el corredor o cosiendo en la vieja máquina de manivela de Amaranta. Mientras los otros hacían la siesta, practicaba dos horas el clavicordio, sabiendo que el sacrificio diario mantendría calmada a Fernanda. Por el mismo motivo seguía ofreciendo conciertos en bazares eclesiásticos y veladas escolares, aunque las solicitudes eran cada vez menos frecuentes. Al atardecer se arreglaba, se ponía sus trajes sencillos y sus duros borceguíes, y si no tenía algo que hacer con su padre iba a casas de amigas, donde permanecía hasta la hora de la cena. Era excepcional que Aureliano Segundo no fuera a buscarla entonces para llevarla al cine.
Entre las amigas de Meme había tres jóvenes norteamericanas que rompieron el cerco del gallinero electrificado y establecieron amistad con muchachas de Macondo. Una de ellas era Patricia Brown. Agradecido con la hospitalidad de Aureliano Segundo, el señor Brown le abrió a Meme las puertas de su casa y la invitó a los bailes de los sábados, que eran los únicos en que los gringos alternaban con los nativos. Cuando Fernanda lo supo, se olvidó por un momento de Amaranta Úrsula y los médicos invisibles, y armó todo un melodrama. «Imagínate -le dijo a Meme- lo que va a pensar el coronel en su tumba.» Estaba buscando, por supuesto, el apoyo de Úrsula. Pero la anciana ciega, al contrario de lo que todos esperaban, consideró que no había nada reprochable en que Meme asistiera a los bailes y cultivara amistad con las norteamericanas de su edad, siempre que conservara su firmeza de criterio y no se dejara convertir a la religión protestante. Meme captó muy bien el pensamiento de la tatarabuela, y al día siguiente de los bailes se levantaba más temprano que de costumbre para ir a misa. La oposición de Fernanda resistió hasta el día en que Meme la desarmó con la noticia de que los norteamericanos querían oírla tocar el clavicordio. El instrumento fue sacado una vez más de la casa y llevado a la del señor Brown, donde, en efecto, la joven concertista recibió los aplausos más sinceros y las fe-licitaciones más entusiastas. Desde entonces no sólo la invitaron a los bailes, sino también a los baños dominicales en la piscina, y a almorzar una vez por semana. Meme aprendió a nadar como una profesional, a jugar al tenis y a comer jamón de Virginia con rebanadas de piña. Entre bailes, piscina y tenis, se encontró de pronto desenredándose en inglés. Aureliano Segundo se entusiasmó tanto con los progresos de la hija que le compró a un vendedor viajero una enciclopedia inglesa en seis volúmenes y con numerosas láminas de colores, que Meme leía en sus horas libres. La lectura ocupó la atención que antes destinaba a los comadreos de enamorados o a los encierros experimentales con sus amigas, no porque se lo hubiera impuesto como disciplina, sino porque ya había perdido todo interés en comentar misterios que eran del dominio público. Recordaba la borrachera como una aventura infantil, y le parecía tan divertida que se la contó a Aureliano Segundo, y a éste le pareció más divertida que a ella. «Si tu madre lo supiera», le dijo, ahogándose de risa, como le decía siempre que ella le hacía una confidencia. Él le había hecho prometer que con la misma confianza lo pondría al corriente de su primer noviazgo, y Meme le había contado que simpatizaba con un pelirrojo norteamericano que fue a pasar vacaciones con sus padres. «Qué barbaridad -rió Aureliano Segundo-. Si tu madre lo supiera.» Pero Meme le contó también que el muchacho había regresado a su país y no había vuelto a dar señales de vida. Su madurez de criterio afianzó la paz doméstica. Aureliano Segundo dedicaba entonces más horas a Petra Cotes, y aunque ya el cuerpo y el alma no le daban para parrandas como las de antes, no perdía ocasión de promoverías y de desenfundar el acordeón, que ya tenía algunas teclas amarradas con cordones de zapatos. En la casa, Amaranta bordaba su interminable mortaja, y Úrsula se dejaba arrastrar por la decrepitud hacia el fondo de las tinieblas, donde lo único que seguía siendo visible era el espectro de José Arcadio Buendía bajo el castaño. Fernanda consolidó su autoridad. Las cartas mensuales a su hijo José Arcadio no llevaban entonces una línea de mentira, y solamente le ocultaba su correspondencia con los médicos invisibles, que le habían diagnosticado un tumor benigno en el intestino grueso y estaban preparándola para practicarle una intervención telepática.
Se hubiera dicho que en la cansada mansión de los Buendía había paz y felicidad rutinaria para mucho tiempo si la intempestiva muerte de Amaranta no hubiera promovido un nuevo escándalo.
Fue un acontecimiento inesperado. Aunque estaba vieja y apartada de todos, todavía se notaba firme y recta, v con la salud de piedra que tuvo siempre. Nadie conoció su pensamiento desde la tarde en que rechazó definitivamente al coronel Gerineldo Márquez y se encerró a llorar. Cuando 113
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salió, había agotado todas sus lágrimas. No se le vio llorar con la subida al cielo de Remedios, la bella, ni con el exterminio de los Aurelianos, ni con la muerte del coronel Aureliano Buendía, que era la persona que más quiso en este mundo, aunque sólo pudo demostrárselo cuando encontraron su cadáver bajo el castaño. Ella ayudó a levantar el cuerpo. Lo vistió con sus arreos de guerrero, lo afeitó, lo peiné, y le engomó el bigote mejor que él mismo no lo hacía en sus años de gloria. Nadie pensó que hubiera amor en aquel acto, porque estaban acostumbrados a la familiaridad de Amaranta con los ritos de la muerte. Fernanda se escandalizaba de que no entendiera las relaciones del catolicismo con la vida, sino únicamente sus relaciones con la muerte, como si no fuera una religión, sino un prospecto de convencionalismos funerarios.
Amaranta estaba demasiado enredada en el berenjenal de sus recuerdos para entender aquellas sutilezas apologéticas. Había llegado a la vejez con todas sus nostalgias vivas. Cuando escuchaba los valses de Pietro Crespi sentía los mismos deseos de llorar que tuvo en la adolescencia, como si el tiempo y los escarmientos no sirvieran de nada. Los rollos de música que ella misma había echado a la basura con el pretexto de que se estaban pudriendo con la humedad, seguían girando y golpeando martinetes en su memoria. Había tratado de hundirlos en la pasión pantanosa que se permitió con su sobrino Aureliano José, y había tratado de refugiarse en la protección serena y viril del coronel Gerineldo Márquez, pero no había conseguido derrotarlos ni con el acto más desesperado de su vejez, cuando bañaba al pequeño José Arcadio tres años antes de que lo mandaran al seminario, y lo acariciaba no como podía hacerlo una abuela con un nieto, sino como lo hubiera hecho una mujer con un hombre, como se contaba que lo hacían las matronas francesas, y como ella quiso hacerlo con Pietro Crespi, a los doce, los catorce años, cuando lo vio con sus pantalones de baile y la varita mágica con que llevaba el compás del metrónomo. A veces le dolía haber dejado a su paso aquel reguero de miseria, y a veces le daba tanta rabia que se pinchaba los dedos con las agujas, pero más le dolía y más rabia le daba y más la amargaba el fragante y agusanado guayabal de amor que iba arrastrando hacia la muerte. Como el coronel Aureliano Buendía pensaba en la guerra, sin poder evitarlo, Amaranta pensaba en Rebeca. Pero mientras su hermano había conseguido esterilizar los recuerdos, ella sólo había conseguido escaldarlos. Lo único que le rogó a Dios durante muchos años fue que no le mandara el castigo de morir antes que Rebeca. Cada vez que pasaba por su casa y advertía los progresos de la destrucción se complacía con la idea de que Dios la estaba oyendo. Una tarde, cuando cosía en el corredor, la asaltó la certidumbre de que ella estaría sentada en ese lugar, en esa misma posición y bajo esa misma luz, cuando le llevaran la noticia de la muerte de Rebeca. Se sentó a esperarla, como quien espera una carta, y era cierto que en una época arrancaba botones para volver a pegarlos, de modo que la ociosidad no hiciera más larga y angustiosa la espera. Nadie se dio cuenta en la casa de que Amaranta tejió entonces una preciosa mortaja para Rebeca. Más tarde, cuando Aureliano Triste contó que la había visto convertida en una imagen de aparición, con la piel cuarteada y unas pocas hebras amarillentas en el cráneo, Amaranta no se sorprendió, porque el espectro descrito era igual al que ella imaginaba desde hacía mucho tiempo. Había decidido restaurar el cadáver de Rebeca, disimular con parafina los estragos del rostro y hacerle una peluca con el cabello de los santos. Fabricaría un cadáver hermoso, con la mortaja de lino y un ataúd forrado de peluche con vueltas de púrpura, y lo pondría a disposición de los gusanos en unos funerales espléndidos. Elaboró el plan con tanto odio que la estremeció la idea de que lo habría hecho de igual modo si hubiera sido con amor, pero no se dejó aturdir por la confusión, sino que siguió perfeccionando los detalles tan minuciosamente que llegó a ser más que una especialista, una virtuosa en los ritos de la muerte. Lo único que no tuvo en cuenta en su plan tremendista fue que, a pesar de sus súplicas a Dios, ella podía morirse primero que Rebeca. Así ocurrió, en efecto. Pero en el instante final Amaranta no se sintió frustrada, sino por el contrario liberada de toda amargura, porque la muerte le deparó el privilegio de anunciarse con varios años de anticipación. La vio un mediodía ardiente, cosiendo con ella en el corredor, poco después de que Meme se fue al colegio. La reconoció en el acto, y no había nada pavoroso en la muerte, porque era una mujer vestida de azul con el cabello largo, de aspecto un poco anticuado, y con un cierto parecido a Pilar Ternera en la época en que las ayudaba en los oficios de cocina. Varias veces Fernanda estuvo presente y no la vio, a pesar de que era tan real, tan humana, que en alguna ocasión le pidió a Amaranta el favor de que le ensartara una aguja. La muerte no le dijo cuándo se iba a morir ni si su hora estaba señalada antes que la de Rebeca, sino que le ordenó empezar a tejer su propia mortaja el próximo seis de abril. La autorizó para que la hiciera tan complicada y primorosa como ella quisiera, pero tan honradamente como hizo la de Rebeca, y le 114
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advirtió que había de morir sin dolor, ni miedo, ni amargura, al anochecer del día en que la terminara. Tratando de perder la mayor cantidad posible de tiempo, Amaranta encargó las hilazas de lino bayal y ella misma fabricó el lienzo. Lo hizo con tanto cuidado que solamente esa labor le llevó cuatro años. Luego inició el bordado. A medida que se aproximaba el término ineludible, iba comprendiendo que sólo un milagro le permitiría prolongar el trabajo más allá de la muerte de Rebeca, pero la misma concentración le proporcionó la calma que le hacía falta para aceptar la idea de una frustración. Fue entonces cuando entendió el círculo vicioso de los pescaditos de oro del coronel Aureliano Buendía. El mundo se redujo a la superficie de su piel, y el interior quedó a salvo de toda amargura. Le dolió no haber tenido aquella revelación muchos años antes, cuando aún fuera posible purificar los recuerdos y reconstruir el universo bajo una luz nueva, y evocar sin estremecerse el olor de espliego de Pietro Crespi al atardecer, y rescatar a Rebeca de su salsa de miseria, no por odio ni por amor, sino por la comprensión sin medidas de la soledad. El odio que advirtió una noche en las palabras de Meme no la conmovió porque la afectara, sino porque se sintió repetida en otra adolescencia que parecía tan limpia como debió parecer la suya y que, sin embargo, estaba ya viciada por el rencor. Pero entonces era tan honda la conformidad con su destino que ni siquiera la inquietó la certidumbre de que estaban cerradas todas las posibilidades de rectificación. Su único objetivo fue terminar la mortaja. En vez de retardaría con preciosismos inútiles, como lo hizo al principio, apresuró la labor. Una semana antes calculó que daría la última puntada en la noche del cuatro de febrero, y sin revelarle el motivo le sugirió a Meme que anticipara un concierto de clavicordio que tenía previsto para el día siguiente, pero ella no le hizo caso. Amaranta buscó entonces la manera de retrasarse cuarenta y ocho horas, y hasta pensó que la muerte la estaba complaciendo, porque en la noche del cuatro de febrero una tempestad descompuso la planta eléctrica. Pero al día siguiente, a las ocho de la mañana, dio la última puntada en la labor más primorosa que mujer alguna había terminado jamás, y anunció sin el menor dramatismo que moriría al atardecer. No sólo previno a la familia, sino a toda la población, porque Amaranta se había hecho a la idea de que se podía reparar una vida de mezquindad con un último favor al mundo, y pensó que ninguno era mejor que llevarles cartas a los muertos.
La noticia de que Amaranta Buendía zarpaba al crepúsculo llevando el correo de la muerte se divulgó en Macondo antes del mediodía, y a las tres de la tarde había en la sala un cajón lleno de cartas. Quienes no quisieron escribir le dieron a Amaranta recados verbales que ella anotó en una libreta con el nombre y la fecha de muerte del destinatario, «No se preocupe -tranquilizaba a los remitentes-. Lo primero que haré al llegar será preguntar por él, y le daré su recado.» Parecía una farsa. Amaranta no revelaba trastorno alguno, ni el más leve signo de dolor, y hasta se notaba un poco rejuvenecida por el deber cumplido. Estaba tan derecha y esbelta como siempre.
De no haber sido por los pómulos endurecidos y la falta de algunos dientes, habría parecido mucho menos vieja de lo que era en realidad. Ella misma dispuso que se metieran las cartas en una caja embreada, e indicó la manera como debía colocarse en la tumba para preservarla mejor de la humedad. En la mañana había llamado a un carpintero que le tomó las medidas para el ataúd, de pie, en la sala, como si fueran para un vestido. Se le despertó tal dinamismo en las últimas horas que Fernanda se estaba burlando de todos. Úrsula, con la experiencia de que los Buendía se morían sin enfermedad, no puso en duda que Amaranta había tenido el presagio de la muerte, pero en todo caso la atormentó el temor de que en el trajín de las cartas y la ansiedad de que llegaran pronto los ofuscados remitentes la fueran a enterrar viva. Así que se empeñó en despejar la casa, disputándose a gritos con los intrusos, y a las cuatro de la tarde lo había conseguido. A esa hora, Amaranta acababa de repartir sus cosas entre los pobres, y sólo había dejado sobre el severo ataúd de tablas sin pulir la muda de ropa y las sencillas babuchas de pana que había de llevar en la muerte. No pasó por alto esa precaución, al recordar que cuando murió el coronel Aureliano Buendía hubo que comprarle un par de zapatos nuevos, porque ya sólo le quedaban las pantuflas que usaba en el taller. Poco antes de las cinco, Aureliano Segundo fue a buscar a Meme para el concierto, y se sorprendió de que la casa estuviera preparada para el funeral. Si alguien parecía vivo a esa hora era la serena Amaranta, a quien el tiempo le había alcanzado hasta para rebanarse los callos. Aureliano Segundo y Meme se despidieron de ella con adioses de burla, y le prometieron que el sábado siguiente harían la parranda de la resurrección.
Atraído por las voces públicas de que Amaranta Buendía estaba recibiendo cartas para los muertos, el padre Antonio Isabel llegó a las cinco con el viático, y tuvo que esperar más de quince minutos a que la moribunda saliera del baño. Cuando la vio aparecer con un camisón de madapolán y el cabello suelto en la espalda, el decrépito párroco creyó que era una burla, y 115
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