Aparecían sin saludar, con los trajecitos floreados de cuando tenían cinco años menos, y se los quitaban con la misma inocencia con que se los habían puesto, y en el paroxismo del amor exclamaban asombradas qué barbaridad, mira cómo se está cayendo ese techo, y tan pronto como recibían su peso con cincuenta centavos se lo gastaban en un pan y un pedazo de queso que les vendía la propietaria, más risueña que nunca, porque solamente ella sabía que tampoco 160
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esa comida era verdad. Aureliano, cuyo mundo de entonces empezaba en los pergaminos de Melquíades y terminaba en la cama de Nigromanta encontró en el burdelito imaginario una cura de burro para la timidez. Al principio no lograba llegar a ninguna parte, en unos cuartos donde la dueña entraba en los mejores momentos del amor y hacía toda clase de comentarios sobre los encantos íntimos de los protagonistas. Pero con el tiempo llegó a familiarizarse tanto con aquellos percances del mundo, que una noche más desquiciada que las otras se desnudó en la salita de recibo y recorrió la casa llevando en equilibrio una botella de cerveza sobre su masculinidad inconcebible. Fue él quien puso de moda las extravagancias que la propietaria celebraba con su sonrisa eterna, sin protestar, sin creer en ellas, lo mismo cuando Germán trató de incendiar la casa para demostrar que no existía, que cuando Alfonso le torció el pescuezo al loro y le echó en la olla donde empezaba a hervir el sancoche de gallina.
Aunque Aureliano se sentía vinculado a los cuatro amigos por un mismo cariñe y una misma solidaridad, hasta el punto de que pensaba en ellos como si fueran uno solo, estaba más cerca de Gabriel que de los otros. El vínculo nació la noche en que él habló casualmente del coronel Aureliano Buendía, y Gabriel fue el único que no creyó que se estuviera burlando de alguien.
Hasta la dueña, que no solía intervenir en las conversaciones, discutió con una rabiosa pasión de comadrona que el coronel Aureliano Buendía, de quien en efecto había oído hablar alguna vez, era un personaje inventado por el gobierne como un pretexto para matar liberales. Gabriel, en cambio, no ponía en duda la realidad del coronel Aureliano Buendía, porque había sido compañero de armas y amigo inseparable de su bisabuelo, el coronel Gerineldo Márquez. Aquellas veleidades de la memoria eran todavía más críticas cuando se hablaba de la matanza de los trabajadores.
Cada vez que Aureliano tocaba el punto, no sólo la propietaria, sino algunas personas mayores que ella, repudiaban la patraña de los trabajadores acorralados en la estación, y del tren de doscientos vagones cargados de muertos, e inclusive se obstinaban en lo que después de todo había quedado establecido en expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la compañía bananera no había existido nunca. De modo que Aureliano y Gabriel estaban vinculados por una especie de complicidad, fundada en hechos reales en los que nadie creía, y que habían afectado sus vidas hasta el punto de que ambos se encontraban a la deriva en la resaca de un mundo acabado, del cual sólo quedaba la nostalgia. Gabriel dormía donde lo sorprendiera la hora.
Aureliano lo acomodó varias veces en el taller de platería, pero se pasaba las noches en vela, perturbado por el trasiego de los muertos que andaban basta el amanecer por los dormitorios.
Más tarde se lo encomendó a Nigromanta, quien lo llevaba a su cuartito multitudinario cuando estaba libre, y le anotaba las cuentas con rayitas verticales detrás de la puerta, en los pocos espacios disponibles que habían dejado las deudas de Aureliano.
A pesar de su vida desordenada, todo el grupo trataba de hacer algo perdurable, a instancias del sabio catalán. Era él, con su experiencia de antiguo profesor de letras clásicas y su depósito de libros raros, quien los había puesto en condiciones de pasar una noche entera buscando la trigésimo séptima situación dramática, en un pueblo donde ya nadie tenía interés ni posibilidades de ir más allá de la escuela primaria. Fascinado por el descubrimiento de la amistad, aturdido por los hechizos de un mundo que le había sido vedado por la mezquindad de Fernanda, Aureliano abandonó el escrutinio de los pergaminos, precisamente cuando empezaban a revelársele como predicciones en versos cifrados. Pero la comprobación posterior de que el tiempo alcanzaba para todo sin que fuera necesario renunciar a los burdeles, le dio ánimos para volver al cuarto de Melquíades, decidido a no flaquear en su empeño hasta descubrir las últimas claves. Eso fue por los días en que Gastón empezaba a esperar el aeroplano, y Amaranta Úrsula se encontraba tan sola, que una mañana apareció en el cuarto.
-Hola, antropófago -le dijo-. Otra vez en la cueva.
Era irresistible, con su vestido inventado, y uno de los largos collares de vértebras de sábalo, que ella misma fabricaba. Había desistido del sedal, convencida de la fidelidad del marido, y por primera vez desde el regreso parecía disponer de un rato de ocio. Aureliano no hubiera tenido necesidad de verla para saber que había llegado. Ella se acodó en la mesa de trabajo, tan cercana e inerme que Aureliano percibió el hondo rumor de sus huesos, y se interesó en los pergaminos.
Tratando de sobreponerse a la turbación, él atrapó la voz que se le fugaba, la vida que se le iba, la memoria que se le convertía en un pólipo petrificado, y le habló del destino levítico del sánscrito, de la posibilidad científica de ver el futuro transparentado en el tiempo como se ve a contraluz lo escrito en el reverso de un papel, de la necesidad de cifrar las predicciones para que no se derrotaran a sí mismas, y de las Centurias de Nostradamus y de la destrucción de 161
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Cantabria anunciada por San Millán. De pronto, sin interrumpir la plática, movido por un impulso que dormía en él desde sus orígenes, Aureliano puso su mano sobre la de ella, creyendo que aquella decisión final ponía término a la zozobra. Sin embargo, ella le agarró el índice con la inocencia cariñosa con que lo hizo muchas veces en la infancia, y lo tuvo agarrado mientras él seguía contestando sus preguntas. Permanecieron así, vinculados por un índice de hielo que no transmitía nada en ningún sentido, hasta que ella despertó de su sueño momentáneo y se dio una palmada en la frente. «¡Las hormigas!», exclamó. Y entonces se olvidó de los manuscritos, llegó hasta la puerta con un paso de baile, y desde allí le mandó a Aureliano con la punta de los dedos el mismo beso con que se despidió de su padre la tarde en que la mandaron a Bruselas.
-Después me explicas -dijo-. Se me había olvidado que hoy es día de echar cal en los huecos de las hormigas.
Siguió yendo al cuarto ocasionalmente, cuando tenía algo que hacer por esos lados, y permanecía allí breves minutos, mientras su marido continuaba escrutando el cielo. Ilusionado con aquel cambio, Aureliano se quedaba entonces a comer en familia, como no lo hacía desde los primeros meses del regrese de Amaranta Úrsula. A Gastón le agradó. En las conversaciones de sobremesa, que solían prolongarse por más de una hora, se dolía de que sus socios le estuvieran engañando. Le habían anunciado el embarque del aeroplano en un buque que no llegaba, y aunque sus agentes marítimos insistían en que no llegaría nunca porque no figuraba en las listas de les barcos del Caribe, sus socios se obstinaban en que el despacho era correcto, y hasta insinuaban la posibilidad de que Gastón les mintiera en sus cartas. La correspondencia alcanzó tal grado de suspicacia recíproca, que Gastón optó por no volver a escribir, y empezó a sugerir la posibilidad de un viaje rápido a Bruselas, para aclarar las cosas, y regresar con el aeroplano. Sin embargo, el proyecto se desvaneció tan pronto como Amaranta Úrsula reiteró su decisión de no moverse de Macondo aunque se quedara sin marido. En los primeros tiempos, Aureliano compartió la idea generalizada de que Gastón era un tonto en velocípedo, y eso le suscitó un vago sentimiento de piedad. Más tarde, cuando obtuvo en los burdeles una información más profunda sobre la naturaleza de los hombres, pensó que la mansedumbre de Gastón tenía origen en la pasión desmandada. Pero cuando lo conoció mejor, y se dio cuenta de que su verdadero carácter estaba en contradicción con su conducta sumisa, concibió la maliciosa sospecha de que hasta la espera del aeroplano era una farsa. Entonces pensó que Gastón no era tan tonto como lo aparentaba, sino al contrario, un hombre de una constancia, una habilidad y una paciencia infinitas, que se había propuesto vencer a la esposa por el cansancio de la eterna complacencia, del nunca decirle que no, del simular una conformidad sin límites, dejándola enredarse en su propia telaraña, hasta el día en que no pudiera soportar más el tedio de las ilusiones al alcance de la mano, y ella misma hiciera las maletas para volver a Europa. La antigua piedad de Aureliano se transformó en una animadversión virulenta. Le pareció tan perverso el sistema de Gastón, pero al mismo tiempo tan eficaz, que se atrevió a prevenir a Amaranta Úrsula. Sin embargo, ella se burló de su suspicacia, sin vislumbrar siquiera la desgarradora carga de amor, de incertidumbre y de celos que llevaba dentro. No se le había ocurrido pensar que suscitaba en Aureliano algo más que un afecto fraternal, hasta que se pinchó un dedo tratando de destapar una lata de melocotones, y él se precipitó a chuparle la sangre con una avidez y una devoción que le erizaron la piel.
-¡Aureliano! -rió ella, inquieta-. Eres demasiado malicioso para ser un buen murciélago.
Entonces Aureliano se desbordó. Dándole besitos huérfanos en el cuenco de la mano herida, abrió los pasadizos más recónditos de su corazón, y se sacó una tripa interminable y macerada, el terrible animal parasitario que había incubado en el martirio. Le contó cómo se levantaba a medianoche para llorar de desamparo y de rabia en la ropa íntima que ella dejaba secando en el baño. Le contó con cuánta ansiedad le pedía a Nigromanta que chillara como una gata, y sollozara en su oído gastón gastón gastón, y con cuánta astucia saqueaba sus frascos de perfume para encontrarles en el cuello de las muchachitas que se acostaban por hambre. Espantada con la pasión de aquel desahogo, Amaranta Úrsula fue cerrando los dedos, contrayéndolos come un molusco, hasta que su mano herida, liberada de todo dolor y todo vestigio de misericordia, se convirtió en un nudo de esmeraldas y topacios, y huesos pétreos e insensibles.
-¡Bruto! -dijo, como si estuviera escupiendo-. Me voy a Bélgica en el primer barco que salga.
Álvaro había llegado una de esas tardes a la librería del sabio catalán, pregonando a voz en cuello su último hallazgo: un burdel zoológico. Se llamaba El Niño de Oro, y era un inmenso salón al aire libre, por donde se paseaban a voluntad no menos de doscientos alcaravanes que daban la 162
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hora con un cacareo ensordecedor. En los corrales de alambre que rodeaban la pista de baile, y entre grandes camelias amazónicas, había garzas de colores, caimanes cebados como cerdos, serpientes de doce cascabeles, y una tortuga de concha dorada que se zambullía en un minúsculo océano artificial. Había un perrazo blanco, manso y pederasta, que sin embargo prestaba servicios de padrote para que le dieran de comer. El aire tenía una densidad ingenua, como si lo acabaran de inventar, y las bellas mulatas que esperaban sin esperanza entre pétalos sangrientos y discos pasados de moda, conocían oficios de amor que el hombre había dejado olvidados en el paraíso terrenal. La primera noche en que el grupo visitó aquel invernadero de ilusiones, la espléndida y taciturna anciana que vigilaba el ingreso en un mecedor de bejuco, sintió que el tiempo regresaba a sus manantiales primarios, cuando entre los cinco que llegaban descubrió un hombre óseo, cetrino, de pómulos tártaros, marcado para siempre y desde el principio del mundo por la viruela de la soledad.
-¡Ay -suspiró- Aureliano!
Estaba viendo otra vez al coronel Aureliano Buendía, como lo vio a la luz de una lámpara mucho antes de las guerras, mucho antes de la desolación de la gloria y el exilio del desencanto, la remota madrugada en que él fue a su dormitorio para impartir la primera orden de su vida: la orden de que le dieran amor. Era Pilar Ternera. Años antes, cuando cumplió los ciento cuarenta y cinco, había renunciado a la perniciosa costumbre de llevar las cuentas de su edad, y continuaba viviendo en el tiempo estático y marginal de los recuerdes, en un futuro perfectamente revelado y establecido, más allá de los futuros perturbados por las acechanzas y las suposiciones insidiosas de las barajas.
Desde aquella noche, Aureliano se había refugiado en la ternura y la comprensión compasiva de la tatarabuela ignorada. Sentada en el mecedor de bejuco, ella evocaba el pasado, reconstruía la grandeza y el infortunio de la familia y el arrasado esplendor de Macondo, mientras Álvaro asustaba a los caimanes con sus carcajadas de estrépito, y Alfonso inventaba la historia truculenta de los alcaravanes que les sacaron los ojos a picotazos a cuatro clientes que se portaron mal la semana anterior, y Gabriel estaba en el cuarto de la mulata pensativa que no cobraba el amor con dinero, sino con cartas para un novio contrabandista que estaba preso al otro lado del Orinoco, porque los guardias fronterizos lo habían purgado y lo habían sentado luego en una bacinilla que quedó llena de mierda con diamantes. Aquel burdel verdadero, con aquella dueña maternal, era el mundo con que Aureliano había soñado en su prolongado cautiverio. Se sentía tan bien, tan próximo al acompañamiento perfecto, que no pensó en otro refugio la tarde en que Amaranta Úrsula le desmigajó las ilusiones. Fue dispuesto a desahogarse con palabras, a que alguien le zafara los nudos que le oprimían el pecho, pero sólo consiguió soltarse en un llanto fluido y cálido y reparador, en el regazo de Pilar Ternera. Ella lo dejó terminar, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, y sin que él le hubiera revelado que estaba llorando de amor ella reconoció de inmediato el llanto más antiguo de la historia del hombre.
-Bueno, niñito -lo consoló-: ahora dime quién es.
Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar Ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva que había terminado por parecer un cucurrucuteo de palomas. No había ningún misterio en el corazón de un Buendía que fuera impenetrable para ella, porque un siglo de naipes y de experiencia le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje.
-No te preocupes -sonrió-, En cualquier lugar en que esté ahora, ella te está esperando.
Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera y entró al dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada.
Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano sabia que Gastón empezaba a escribir una carta.
-Vete -dijo sin voz.
Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las des manos, como una maceta de begonias, y la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado 163
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en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran des amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centre de gravedad, la sembró en su sitie, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y les globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuve tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.
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