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-Bueno -dijo Aureliano-. Dígame qué es.

Pilar Ternera se mordió los labios can una sonrisa triste.

-Que eres bueno para la guerra -dijo-. Donde pones el ojo pones el plomo.

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Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

Aureliano descansó con la comprobación del presagio. Volvió a concentrarse en su trabaja, como si nada hubiera pasado, y su voz adquirió una repasada firmeza.

-Lo reconozco -dijo-. Llevará mi nombre.

José Arcadio Buendía consiguió par fin lo que buscaba: conectó a una bailarina de cuerda el mecanismo del reloj, y el juguete bailó sin interrupción al compás de su propia música durante tres días. Aquel hallazgo lo excitó mucho más que cualquiera de sus empresas descabelladas. No volvió a comer. No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por su imaginación hacia un estado de delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la manera de aplicar los principios del péndulo a las carretas de bueyes, a las rejas del arado, a toda la que fuera útil puesto en movimiento. Lo fatigó tanto la fiebre del insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al anciano de cabeza blanca y ademanes inciertos que entró en su dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo identificó, asombrado de que también envejecieran los muertos, José Arcadio Buendía se sintió sacudido por la nostalgia. «Prudencio -exclamó-, ¡cómo has venido a parar tan lejos!» Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de las vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado por querer al peor de sus enemigas. Tenía mucho tiempo de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los muertos de Riohacha, a los muertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos hasta que llegó Melquíades y lo señaló con un puntito negro en las abigarrados mapas de la muerte. José Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas después, estragado par la vigilia, entró al taller de Aureliano y le preguntó: «¿Qué día es hay?» Aureliano le contestó que era martes. «Eso mismo pensaba ya -dijo José Arcadio Buendía-. Pera de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias.

También hoy es lunes. » Acostumbrada a sus manías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía volvió al taller. «Esta es un desastre -dijo-. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y antier. También hoy es lunes.» Esa noche, Pietro Crespi lo encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando par Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su mamá, por todos los que podía recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le regaló un aso de cuerda que caminaba en das patas por un alambre, pero no consiguió distraerla de su obsesión. Le preguntó qué había pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad de construir una máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó que era imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa en el aire pero no podía levantarse a sí mismo. El jueves volvió a aparecer en el taller con un doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La máquina del tiempo se ha descompuesto -casi sollozó- y Úrsula y Amaranta tan lejos!» Aureliano lo reprendió coma a un niño y él adaptó un aire sumiso. Pasó seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún cambio que revelara el transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche en la cama con los ojos abiertas, llamando a Prudencio Aguilar, a Melquíades, a todos los muertos, para que fueran a compartir su desazón. Pero nadie acudió. El viernes, antes de que se levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes. Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrería, gritando como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero completamente incomprensible. Se disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbaría, catorce para amarraría, veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde la dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la baca. Cuando llegaron Úrsula y Amaranta todavía estaba atado de pies y manos al tronco del castaño, empapada de lluvia y en un estado de inocencia total. Le hablaran, y él las miró sin reconocerlas y les dijo alga incomprensible. Úrsula le soltó las muñecas y los tobillos, ulceradas por la presión de las sagas, y lo dejó amarrado solamente por la cintura. Más tarde le construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y la lluvia.

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V

Aureliano Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante el altar que el padre Nicanor Reyna hizo construir en la sala de visitas. Fue la culminación de cuatro semanas de sobresaltos en casa de los Moscote, pues la pequeña Remedios llegó a la pubertad antes de superar los hábitos de la infancia. A pesar de que la madre la había aleccionado sobre los cambios de la adolescencia, una tarde de febrero irrumpió dando gritos de alarma en la sala donde sus hermanas conversaban con Aureliano, y les mostró el calzón embadurnado de una pasta achocolatada. Se fijó un mes para la boda. Apenas si hubo tiempo de enseñarla a lavarse, a vestirse sola, a comprender los asuntos elementales de un hogar. La pusieron a orinar en ladrillos calientes para corregirle el hábito de mojar la cama. Costó trabajo convencerla de la inviolabilidad del secreto conyugal, porque Remedios estaba tan aturdida y al mismo tiempo tan maravillada con la revelación, que quería comentar con todo el mundo los pormenores de la noche de bodas.

Fue un esfuerzo agotador, pero en la fecha prevista para la ceremonia la niña era tan diestra en las cosas del mundo como cualquiera de sus hermanas. Don Apolinar Moscote la llevó del brazo por la calle adornada con flores y guirnaldas, entre el estampido de los cohetes y la música de varias bandas, y ella saludaba con la mano y daba las gracias con una sonrisa a quienes le deseaban buena suerte desde las ventanas. Aureliano, vestido de paño negro, con los mismos botines de charol con ganchos metálicos que había de llevar pocos años después frente al pelotón de fusilamiento, tenía una palidez intensa y una bola dura en la garganta cuando recibió a su novia en la puerta de la casa y la llevó al altar. Ella se comportó con tanta naturalidad, con tanta discreción, que no perdió la compostura ni siquiera cuando Aureliano dejó caer el anillo al tratar de ponérselo. En medio del murmullo y el principio de confusión de los convidados, ella mantuvo en alto el brazo con el mitón de encaje y permaneció con el anular dispuesto, hasta que su novio logró parar el anillo con el botín para que no siguiera rodando hasta la puerta, y regresó ruborizado al altar. Su madre y sus hermanas sufrieron tanto con el temor de que la niña hiciera una incorrección durante la ceremonia, que al final fueron ellas quienes cometieron la impertinencia de cargarla para darle un beso. Desde aquel día se reveló el sentido de responsabilidad, la gracia natural, el reposado dominio que siempre había de tener Remedios ante las circunstancias adversas. Fue ella quien de su propia iniciativa puso aparte la mejor porción que cortó del pastel de bodas y se la llevó en un plato con un tenedor a José Arcadio Buendía.

Amarrado al tronco del castaño, encogido en un banquito de madera bajo el cobertizo de palmas, el enorme anciano descolorido por el sol y la lluvia hizo una vaga sonrisa de gratitud y se comió el pastel con los dedos masticando un salmo ininteligible. La única persona infeliz en aquella celebración estrepitosa, que se prolongó hasta el amanecer del lunes, fue Rebeca Buendía. Era su fiesta frustrada. Por acuerdo de Úrsula, su matrimonio debía celebrarse en la misma fecha, pero Pietro Crespi recibió el viernes una carta con el anuncio de la muerte inminente de su madre. La boda se aplazó. Pietro Crespi se fue para la capital de la provincia una hora después de recibir la carta, y en el camino se cruzó con su madre que llegó puntual la noche del sábado y cantó en la boda de Aureliano el aria triste que había preparado para la boda de su hijo. Pietro Crespi regresó a la media noche del domingo a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco caballos en el camino tratando de estar en tiempo para su boda. Nunca se averiguó quién escribió la carta. Atormentada por Úrsula, Amaranta lloró de indignación y juró su inocencia frente al altar que los carpinteros no habían acabado de desarmar.

El padre Nicanor Reyna -a quien don Apolinar Moscote había llevado de la ciénaga para que oficiara la boda- era un anciano endurecido por la ingratitud de su ministerio. Tenía la piel triste, casi en los puros huesos, y el vientre pronunciado y redondo y una expresión de ángel viejo que era más de inocencia que de bondad. Llevaba el propósito de regresar a su parroquia después de la boda, pero se espantó con la aridez de los habitantes de Macondo, que prosperaban en el escándalo, sujetos a la ley natural, sin bautizar a los hijos ni santificar las fiestas. Pensando que a ninguna tierra le hacía tanta falta la simiente de Dios, decidió quedarse una semana más para cristianizar a circuncisos y gentiles, legalizar concubinarios y sacramentar moribundos. Pero nadie 35

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le prestó atención. Le contestaban que durante muchos años habían estado sin cura, arreglando negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal. Cansado de predicar en el desierto, el padre Nicanor se dispuso a emprender la construcción de un templo, el más grande del mundo con santos de tamaño natural y vidrios de colores en las paredes, para que fuera gente desde Roma a honrar a Dios en el centro de la impiedad. Andaba por todas partes pidiendo limosnas con un platillo de cobre. Le daban mucho, pero él quería más, porque el templo debía tener una campana cuyo clamor sacara a flote a los ahogados. Suplicó tanto, que perdió la voz. Sus huesos empezaron a llenarse de ruidos. Un sábado, no habiendo recogido ni siquiera el valor de las puertas, se dejó confundir por la desesperación. Improvisó un altar en la plaza y el domingo recorrió el pueblo con una campanita, como en los tiempos del insomnio, convocando a la misa campal. Muchos fueron por curiosidad. Otros por nostalgia. Otros para que Dios no fuera a tomar como agravio personal el desprecio a su intermediario. Así que a las ocho de la mañana estaba medio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cantó los evangelios con voz lacerada por la súplica. Al final, cuando los asistentes empezaron a desbandarse, levantó los brazos en señal de atención.

-Un momento -dijo-. Ahora vamos a presenciar una prueba irrebatible del infinito poder de Dios.

El muchacho que había ayudado a misa le llevó una taza de chocolate espeso y humeante que él se tomó sin respirar. Luego se limpió los labios con un pañuelo que sacó de la manga, extendió los brazos y cerró los ojos. Entonces el padre Nicanor se elevó doce centímetros sobre el nivel del suelo. Fue un recurso convincente. Anduvo varios días por entre las casas, repitiendo la prueba de la levitación mediante el estímulo del chocolate, mientras el monaguillo recogía tanto dinero en un talego, que en menos de un mes emprendió la construcción del templo. Nadie puso en duda el origen divino de la demostración, salvo José Arcadio Buendía, que observó sin inmutarse el tropel de gente que una mañana se reunió en torno al castaño para asistir una vez más a la revelación. Apenas se estiró un poco en el banquillo y se encogió de hombros cuando el padre Nicanor empezó a levantarse del suelo junto con la silla en que estaba sentado.

-Hoc est simplicisimun -dijo José Arcadio Buendía-: homo iste statum quartum materiae invenit.

El padre Nicanor levantó la mano y las cuatro patas de la silla se posaron en tierra al mismo tiempo.

-Nego -dijo-. Factum hoc existentiam Dei probat sine dubio.

Fue así como se supo que era latín la endiablada jerga de José Arcadio Buendía. El padre Nicanor aprovechó la circunstancia de ser la única persona que había podido comunicarse con él, para tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. Todas las tardes se sentaba junto al castaño, predicando en latín, pero José Arcadio Buendía se empecinó en no admitir vericuetos retóricos ni transmutaciones de chocolate, y exigió como única prueba el daguerrotipo de Dios. El padre Nicanor le llevó entonces medallas y estampitas y hasta una reproducción del paño de la Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin fundamento científico. Era tan terco, que el padre Nicanor renunció a sus propósitos de evangelización y siguió visitándolo por sentimientos humanitarios. Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien tomó la iniciativa y trató de quebrantar la fe del cura con martingalas racionalistas. En cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor, que jamás había visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuvieran amarrado de un árbol.

-Hoc est simplicisimun -contestó él-: porque estoy loco. Desde entonces, preocupado por su propia fe, el cura no volvió a visitarlo, y se dedicó por completo a apresurar la construcción del templo. Rebeca sintió renacer la esperanza. Su porvenir estaba condicionado a la terminación de la obra, desde un domingo en que el padre Nicanor almorzaba en la casa y toda la familia sentada a la mesa habló de la solemnidad y el esplendor que tendrían los actos religiosos cuando se construyera el templo. «La más afortunada será Rebeca», dijo Amaranta. Y como Rebeca no entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó con una sonrisa inocente:

-Te va a tocar inaugurar la iglesia con tu boda.

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Rebeca trató de anticiparse a cualquier comentario. Al paso que llevaba la construcción, el templo no estaría terminado antes de diez años. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la creciente generosidad de los fieles permitía hacer cálculos más optimistas. Ante la sorda indignación de Rebeca, que no pudo terminar el almuerzo, Úrsula celebró la idea de Amaranta y contribuyó con un aporte considerable para que se apresuraran los trabajos. El padre Nicanor consideró que con otro auxilio como ese el templo estaría listo en tres años. A partir de entonces Rebeca no volvió a dirigirle la palabra a Amaranta, convencida de que su iniciativa no había tenido la inocencia que ella supo aparentar. «Era lo menos grave que podía hacer -le replicó Amaranta en la virulenta discusión que tuvieron aquella noche-. Así no tendré que matarte en los próximos tres años.» Rebeca aceptó el reto.

Cuando Pietro Crespi se enteró del nuevo aplazamiento, sufrió una crisis de desilusión, pero Rebeca le dio una prueba definitiva de lealtad. «Nos fugaremos cuando tú lo dispongas», le dijo.

Pietro Crespi, sin embargo, no era hombre de aventuras. Carecía del carácter impulsivo de su novia, y consideraba el respeto a la palabra empeñada como un capital que no se podía dilapidar.

Entonces Rebeca recurrió a métodos más audaces. Un viento misterioso apagaba las lámparas de la sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Pietro Crespi le daba explicaciones atolondradas sobre la mala calidad de las modernas lámparas de alquitrán y hasta ayudaba a instalar en la sala sistemas de iluminación más seguros. Pero otra vez fallaba el combustible o se atascaban las mechas, y Úrsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas del novio. Terminó por no aceptar ninguna explicación. Depositó en la india la responsabilidad de la panadería y se sentó en un mecedor a vigilar la visita de los novios, dispuesta a no dejarse derrotar por maniobras que ya eran viejas en su juventud. «Pobre mamá -decía Rebeca con burlona indignación, viendo bostezar a Úrsula en el sopor de las visitas-. Cuando se muera saldrá penando en ese mecedor.» Al cabo de tres meses de amores vigilados, aburrido con la lentitud de la construcción que pasaba a inspeccionar todos los días, Pietro Crespi resolvió darle al padre Nicanor el dinero que le hacía falta para terminar el templo. Amaranta no se impacientó. Mientras conversaba con las amigas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor, trataba de concebir nuevas triquiñuelas. Un error de cálculo echó a perder la que consideró más eficaz: quitar las bolitas de naftalina que Rebeca había puesto a su vestido de novia antes de guardarlo en la cómoda del dormitorio. Lo hizo cuando faltaban menos de dos meses para la terminación del templo. Pero Rebeca estaba tan impaciente ante la proximidad de la boda, que quiso preparar el vestido con más anticipación de lo que había previsto Amaranta. Al abrir la cómoda y desenvolver primero los papeles y luego el lienzo protector, encontró el raso del vestido y el punto del velo y hasta la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque estaba segura de haber puesto en el envoltorio dos puñados de bolitas de naftalina, el desastre parecía tan accidental que no se atrevió a culpar a Amaranta. Faltaba menos de un mes para la boda, pero Amparo Moscote se comprometió a coser un nuevo vestido en una semana. Amaranta se sintió desfallecer el mediodía lluvioso en que Amparo entró a la casa envuelta en una espumarada de punto para hacerle a Rebeca la última prueba del vestido. Perdió la voz y un hilo de sudor helado descendió por el cauce de su espina dorsal. Durante largos meses había temblado de pavor esperando aquella hora, porque si no concebía el obstáculo definitivo para la boda de Rebeca, estaba segura de que en el último instante, cuando hubieran fallado todos los recursos de su imaginación, tendría valor para envenenaría. Esa tarde, mientras Rebeca se ahogaba de calor dentro de la coraza de raso que Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de alfileres y una paciencia infinita, Amaranta equivocó varias veces los puntos del crochet y se pinchó el dedo con la aguja, pero decidió con espantosa frialdad que la fecha sería el último viernes antes de la boda, y el modo sería un chorro de láudano en el café.

Un obstáculo mayor, tan insalvable como imprevisto, obligó a un nuevo e indefinido aplazamiento. Una semana antes de la fecha fijada para la boda, la pequeña Remedios despertó a media noche empapada en un caldo caliente que exploté en sus entrañas con una especie de eructo desgarrador, y murió tres días después envenenada por su propia sangre con un par de gemelos atravesados en el vientre. Amaranta sufrió una crisis de conciencia. Había suplicado a Dios con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a Rebeca, que se sintió culpable por la muerte de Remedios. No era ese el obstáculo por el que tanto había suplicado. Remedios había llevado a la casa un soplo de alegría. Se había instalado con su esposo en una alcoba cercana al taller, que decoró con las muñecas y juguetes de su infancia reciente, y su alegre vitalidad desbordaba las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un ventarrón de 37

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buena salud por el corredor de las begonias. Cantaba desde el amanecer. Fue ella la única persona que se atrevió a mediar en las disputas de Rebeca y Amaranta. Se echó encima la dispendiosa tarea de atender a José Arcadio Buendía. Le llevaba los alimentos, lo asistía en sus necesidades cotidianas, lo lavaba con jabón y estropajo, le mantenía limpio de piojos y liendres los cabellos y la barba, conservaba en buen estado el cobertizo de palma y lo reforzaba con lonas impermeables en tiempos de tormenta. En sus últimos meses había logrado comunicarse con él en frases de latín rudimentario. Cuando nació el hijo de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a la casa y bautizado en ceremonia íntima con el nombre de Aureliano José, Remedios decidió que fuera considerado como su lujo mayor. Su instinto maternal sorprendió a Úrsula. Aureliano, por su parte, encontró en ella la justificación que le hacía falta para vivir. Trabajaba todo el día en el taller y Remedios le llevaba a media mañana un tazón de café sin azúcar. Ambos visitaban todas las noches a los Moscote. Aureliano jugaba con el suegro interminables partidos de dominó, mientras Remedios conversaba con sus hermanas o trataba con su madre asuntos de gente mayor. El vínculo con los Buendía consolidó en el pueblo la autoridad de don Apolinar Moscote. En frecuentes viajes a la capital de la provincia consiguió que el gobierno construyera una escuela para que la atendiera Arcadio, que había heredado el entusiasmo didáctico del abuelo. Logró por medio de la persuasión que la mayoría de las casas fueran pintadas de azul para la fiesta de la independencia nacional. A instancias del padre Nicanor dispuso el traslado de la tienda de Catarino a una calle apartada, y clausuró varios lugares de escándalo que prosperaban en el centro de la población. Una vez regresó con seis policías armados de fusiles a quienes encomendó el mantenimiento del orden, sin que nadie se acordara del compromiso original de no tener gente armada en el pueblo. Aureliano se complacía de la eficacia de su suegro. «Te vas a poner tan gordo como él», le decían sus amigos. Pero el sedentarismo que acentuó sus pómulos y concentró el fulgor de sus ojos, no aumentó su peso ni alteró la parsimonia de su carácter, y por el contrario endureció en sus labios la línea recta de la meditación solitaria y la decisión implacable. Tan hondo era el cariño que él y su esposa habían logrado despertar en la familia de ambos, que cuando Remedios anunció que iba a tener un hijo, hasta Rebeca y Amaranta hicieron una tregua para tejer en lana azul, por si nacía varón, y en lana rosada, por si nacía mujer. Fue ella la última persona en que pensó Arcadio, pocos años después, frente al pelotón de fusilamiento.

Úrsula dispuso un duelo de puertas y ventanas cerradas, sin entrada ni salida para nadie como no fuera para asuntos indispensables; prohibió hablar en voz alta durante un ano, y puso el daguerrotipo de Remedios en el lugar en que se veló el cadáver, con una cinta negra terciada y una lámpara de aceite encendida para siempre. Las generaciones futuras, que nunca dejaron extinguir la lámpara, habían de desconcertarse ante aquella niña de faldas rizadas, botitas blancas y lazo de organdí en la cabeza, que no lograban hacer coincidir con la imagen académica de una bisabuela. Amaranta se hizo cargo de Aureliano José. Lo adoptó como un hijo que había de compartir su soledad, y aliviarla del láudano involuntario que echaron sus súplicas desatinadas en el café de Remedios. Pietro Crespi entraba en puntillas al anochecer, con una cinta negra en el sombrero, y hacía una visita silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dentro del vestido negro con mangas hasta los puños. Habría sido tan irreverente la sola idea de pensar en una nueva fecha para la boda, que el noviazgo se convirtió en una relación eterna, un amor de cansancio que nadie volvió a cuidar, como si los enamorados que en otros días descomponían las lámparas para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la muerte. Perdido el rumbo, completamente desmoralizada, Rebeca volvió a comer tierra.

De pronto cuando el duelo llevaba tanto tiempo que ya se habían reanudado las sesiones de punto de cruz- alguien empujó la puerta de la calle a las dos de la tarde, en el silencio mortal del calor, y los horcones se estremecieron con tal fuerza en los cimientos, que Amaranta y sus amigas bordando en el corredor, Rebeca chupándose el dedo en el dormitorio, Úrsula en la cocina, Aureliano en el taller y hasta José Arcadio Buendía bajo el castaño solitario, tuvieron la impresión de que un temblor de tierra estaba desquiciando la casa. Llegaba un hombre descomunal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de la Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho completamente bordados de tatuajes crípticos, y en la muñeca derecha la apretada esclava de cobre de los niños-en-cruz. Tenía el cuero curtido por la sal de la intemperie, el pelo corto y parado como las crines de un mulo, las mandíbulas férreas y la mirada triste. Tenía un cinturón dos veces más grueso que la cincha de un caballo, botas con polainas y espuelas y con los tacones herrados, y su 38

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presencia daba la impresión trepidatoria de un sacudimiento sísmico. Atravesó la sala de visitas y la sala de estar, llevando en la mano unas alforjas medio desbaratadas, y apareció como un trueno en el corredor de las begonias, donde Amaranta y sus amigas estaban paralizadas con las agujas en el aire. «Buenas», les dijo él con la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa de labor y pasó de largo hacia el fondo de la casa. «Buenas», le dijo a la asustada Rebeca que lo vio pasar por la puerta de su dormitorio. «Buenas», le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sentidos alertas en el mesón de orfebrería. No se entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y allí se paró por primera vez en el término de un viaje que había empezado al otro lado del mundo.

«Buenas», dijo. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abierta, lo miró a los ojos, lanzó un grito y saltó a su cuello gritando y llorando de alegría. Era José Arcadio. Regresaba tan pobre como se fue, hasta el extremo de que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. Hablaba el español cruzado con jerga de marineros. Le preguntaron dónde había estado, y contestó: «Por ahí.» Colgó la hamaca en el cuarto que le asignaron y durmió tres días. Cuando despertó, y después de tomarse dieciséis huevos crudos, salió directamente hacia la tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental provocó un pánico de curiosidad entre las mujeres. Ordenó música y aguardiente para todos por su cuenta. Hizo apuestas de pulso con cinco hombres al mismo tiempo. «Es imposible», decían, al convencerse de que no lograban moverle el brazo. «Tiene niños-en-cruz.» Catarino, que no creía en artificios de fuerza, apostó doce pesos a que no movía el mostrador. José Arcadio lo arrancó de su sitio, lo levantó en vilo sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron once hombres para meterlo. En el calor de la fiesta exhibió sobre el mostrador su masculinidad inverosímil, enteramente tatuada con una maraña azul y roja de letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia les preguntó quién pagaba más. La que tenía más ofreció veinte pesos. Entonces él propuso rifarse entre todas a diez pesos el número. Era un precio desorbitado, porque la mujer más solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas aceptaron. Escribieron sus nombres en catorce papeletas que metieron en un sombrero, y cada mujer sacó una. Cuando sólo faltaban por sacar dos papeletas, se estableció a quiénes correspondían.

-Cinco pesos más cada una -propuso José Arcadio- y me reparto entre ambas.

De eso vivía. Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una tripulación de marineros apátridas. Las mujeres que se acostaron con él aquella noche en la tienda de Catarino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que no tenía un milímetro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dedos de los pies. No lograba incorporarse a la familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a la mesa, dio muestras de una simpatía radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en países remotos. Había naufragado y permanecido dos semanas a la deriva en el mar del Japón, alimentándose con el cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación, cuya carne salada y vuelta a salar y cocinada al sol tenía un sabor granuloso y dulce. En un mediodía radiante del Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario de Víctor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe. Úrsula lloraba en la mesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadio sus hazañas y desventuras. «Y tanta casa aquí, hijo mío -sollozaba-. ¡Y tanta comida tirada a los puercos» Pero en el fondo no podía concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera el mismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban flores. Algo similar le ocurría al resto de la familia. Amaranta no podía disimular la repugnancia que le producían en la mesa sus eructos bestiales. Arcadio, que nunca conoció el secreto de su filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evidente de conquistar sus afectos. Aureliano trató de revivir los tiempos en que dormían en el mismo cuarto, procuró restaurar la complicidad de la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque la vida del mar le saturó la memoria con demasiadas cosas que recordar. Sólo Rebeca sucumbió al primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en toda la casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio la miró el cuerpo con una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita.» Rebeca perdió el dominio de sí misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otros 39

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