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Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi doscientos años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas par él mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le pagaba das centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre par pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio. Francisca el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. En esa ocasión llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado que la protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarme. Encontró a Francisco el Hombre, como un camaleón monolítico, sentado en medio de un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su vieja voz descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló Sir Walter Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies caminadores agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde entraban y salían algunos hombres, estaba sentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino, can una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía. Hacia la media noche el calor era insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.

-Entra tú también -le dijo-. Sólo cuesta veinte centavos. Aureliano echó una moneda en la alcancía que la matrona tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata adolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quitó la sábana empapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La 23

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exprimieron, torciéndola por los extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearan la estera, y el sudor salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara nunca. Conocía la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía resistir a la urgencia de expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su ofuscación.

«Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca más», dijo suavemente.

Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez no resistía la comparación can su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se sintió cada vez más indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz desolada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la respiración alterada por un agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos de allí, se había quedado dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la muchacha, todavía la faltaban unos diez años de setenta hombres por noche, porque tenía que pagar además los gastos de viaje y alimentación de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el insomnio y la fiebre, tomó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des-potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta hombres. Pera a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se había ido del pueblo.

El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza de su inutilidad. Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios.

Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de su descolorido chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manas de gorrión, cuyas sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una noche creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una equivocación -tronó José Arcadio Buendía-.

No serán casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo soñé y siempre habrá un Buendía, por los siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante, Úrsula pugnaba por preservar el sentido común, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que producía toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado a una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez más activa. Tan ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró por distracción hacia el patio, mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosas bardando en bastidor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de color parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo es-perarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos mágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era un poco sin gracia, pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.

Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se había dedicado a aprender el arte de la platería con Aureliano, quien además lo había enseñado a leer y escribir. Úrsula se dio cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por falta 24

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de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años de dura labor, adquirió compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestas donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un jardín de rasas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias.

Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos, destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño para las mujeres y otra para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los cuatro vientos para que se instalaran a su gusta los pájaros sin rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, como si hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de obreros agobiados por el sudar, que le pedían a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados por el talego de huesas humanos que los perseguía por todas partes can su sorda cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán, nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga. José Arcadio Buendía, tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada de azul, y no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición oficial escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.

-¿Quién es este tipo? -preguntó.

-El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una autoridad que mandó el gobierno.

Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo sin hacer ruido. Se bajó en el Hotel de Jacob -instalado por uno de los primeras árabes que llegaron haciendo cambalache de chucherías por guacamayas- y al día siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos cuadras de la casa de los Buendía. Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la pared un escudo de la república que había traído consigo, y pintó en la puerta el letrero: Corregidor. Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgada en el escueto despacho.

«¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, tímido, de complexión sanguínea, contestó que sí. «¿Can qué derecho?», volvió a preguntar José Arcadio Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido nombrada corregidor de este pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.

-En este pueblo no mandamos con papeles -dijo sin perder la calma-. Y para que lo sepa de una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.

Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizada recuento de cómo habían fundado la aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto los caminos e introducido las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. «Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos muerto de muerte natural -dijo-. Ya ve que todavía no tenemos cementerio.» No se dolió de que el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces las hubiera dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellas no habían fundado un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscote se había puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones, sin perder en ningún momento la pureza de sus ademanes.

-De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadana común y corriente, sea muy bienvenido -concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser blanca como una paloma.

Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con una cierta aflicción:

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-Quiero advertirle que estoy armado.

José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos la fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote par la solapa y lo levantó a la altura de sus ajos.

-Esto lo hago -le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir cargándolo muerto por el resto de mi vida.

Así la llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo puso sobre sus das pies en el camino de la ciénaga. Una semana después estaba de regreso con seis soldados descalzos y harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaran otras das carretas con los muebles, los baúles y los utensilios domésticas. Instaló la familia en el Hotel de Jacob, mientras conseguía una casa, y volvió a abrir el despacho protegido por los soldados. Los fundadores de Macondo, resueltos a expulsar a los invasores, fueron can sus hijas mayores a ponerse a disposición de José Arcadio Buendía. Pera él se opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto can su mujer y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia. Así que decidió arreglar la situación por las buenas.

Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a cultivar el bigote negro de puntas engomadas, y tenía la voz un poco estentórea que había de caracterizarlo en la guerra.

Desarmadas, sin hacer caso de la guardia, entraron al despacho del corregidor. Don Apolinar Moscote no perdió la serenidad. Les presentó a dos de sus hijas que se encontraban allí por casualidad: Amparo, de dieciséis años, morena como su madre, y Remedios, de apenas nueve años, una preciosa niña can piel de lirio y ojos verdes. Eran graciosas y bien educadas. Tan pronto cama ellos entraron, antes de ser presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran.

Pera ambas permanecieron de pie.

-Muy bien, amiga -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas.

Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio tiempo de replicar.

«Sólo le ponemos das condiciones -agregó-. La primera: que cada quien pinta su casa del color que le dé la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el orden.» El corregidor levantó la mano derecha can todas los dedos extendidos.

-¿Palabra de honor?

-Palabra de enemigo -dijo José Arcadio Buendía. Y añadió en un tono amargo-: Porque una cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigas.

Esa misma tarde se fueran los soldados. Pacos días después José Arcadio Buendía le consiguió una casa a la familia del corregidor. Todo el mundo quedó en paz, menos Aureliano. La imagen de Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensación física que casi le molestaba para caminar, como una piedrecita en el zapato.

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