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Sin embargo, la noche en que lo encontró en el cine, por los tiempos en que ella regresó de Flores de María, algo raro ocurrió en su corazón. No le sorprendió que estuviera con una mujer, y negra, además. Le sorprendió que estuviera tan bien conservado, que se comportara con mayor soltura, y no se le ocurrió pensar que tal vez fuera ella y no él quien había cambiado después de la irrupción perturbadora de la señorita Lynch en su vida privada. A partir de entonces, y durante más de veinte años, siguió viéndolo con ojos más compasivos. La noche de la velación del esposo,no sólo le pareció comprensible que estuviera allí, sino que inclusive lo entendió como el término natural del rencor: un acto de perdón y olvido. Por eso fue tan imprevista la reiteración dramática de un amor que para ella no había existido nunca, y a una edad en que a Florentino Ariza y a ella no les quedaba nada más que esperar de la vida.

La rabia mortal del primer impacto seguía intacta después de la cremación simbólica del marido, y más crecía y se ramificaba cuanto menos capaz se sentía de dominarla. Peor aún: los espacios de la memoria donde lograba apaciguar los recuerdos del muerto iban siendo ocupados poco a poco pero de un modo inexorable por la pradera de amapolas donde estaban enterrados los recuerdos de Florentino Ariza. Así, pensaba en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba, y cuanto más rabia le daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan insoportable que le desbordó la razón. Entonces se sentó en el escritorio del marido muerto, y le escribió a Florentino Ariza una carta de tres pliegos irracionales, tan cargados de injurias y de provocaciones infames, que le dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su larga vida.

También para Florentino Ariza aquellas tres semanas habían sido de agonía. La noche en que le reiteró su amor a Fermina Daza había vagado sin rumbo por calles desbaratadas por el diluvio de la tarde, preguntándose aterrado qué iba a hacer con la piel del tigre que acababa de matar después de haber resistido a su asedio durante más de medio siglo. La ciudad estaba en estado de emergencia por la violencia de las aguas. En algunas casas había hombres y mujeres medio desnudos tratando de salvar del diluvio lo que Dios quisiera, y Florentino Ariza tuvo la impresión de que aquel desastre de todos tenía algo que ver con el suyo. Pero el aire era manso y las estrellas del Caribe estaban quietas en su lugar. De pronto, en un silencio de las otras voces, Florentino Ariza reconoció la del hombre que Leona Cassiani y él habían oído cantar muchos años antes, a la misma hora y en la misma esquina: Del puente me devolví bañado en lágrimas. Una canción que de algún modo, aquella noche y sólo para él, tenía algo que ver con la muerte.

Nunca como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su cabeza de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer. De modo que pasó por la Escuela Normal buscando el rumbo de las alcanzables, y vio que había una luz en la larga fila de ventanas del dormitorio de América Vicuña. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no incurrir en la locura de abuelo de llevársela a las dos de la madrugada, tibia de sueño entre sus pañales, y todavía olorosa a berrenchín de cuna.

En el otro extremo de la ciudad estaba Leona Cassiani, sola y libre, y dispuesta sin duda a depararle a las dos de la madrugada, a las tres, a cualquier hora y en cualquier circunstancia la compasión que le hacía falta. No hubiera sido la primera vez que él llamara a su puerta en el yermo de sus insomnios, pero comprendió que ella era demasiado inteligente, y se amaban demasiado, para que él fuera a llorar en su regazo sin revelarle el motivo. Al cabo de mucho pensar, sonámbulo por la ciudad desierta, se le ocurrió que con ninguna podía estar mejor que con Prudencia Pitre: la Viuda de Dos. Era diez años menor que él. Se habían conocido en el siglo anterior, y si dejaron de encontrarse fue porque ella se había empeñado en no dejarse ver como estaba' medio ciega, y de veras al borde de la decrepitud. Tan pronto como se acordó de ella, Florentino Ariza volvió a la Calle de las Ventanas, metió en una bolsa de mercado dos botellas de oporto y un frasco de encurtidos, y se fue a verla sin saber siquiera si estaba en su casa de siempre, si estaba sola, o si estaba viva.

Prudencia Pitre no había olvidado la clave de los rasguños en la puerta, con la que él se identificaba cuando todavía se creían jóvenes aunque ya no lo fueran, y le abrió sin preguntas. La calle estaba a oscuras y él era apenas visible con el vestido de paño negro, el sombrero duro y el paraguas de murciélago colgado del brazo, y ella no tenía ojos para verlo como no fuera a plena luz, pero lo reconoció por el destello del farol en la montura metálica de los espejuelos. Parecía un asesino con las manos todavía ensangrentadas.

—Asilo para un pobre huérfano —dijo.

Fue lo único que acertó a decir, sólo por decir algo. Se sorprendió de cuánto había envejecido desde que la vio la última vez, y fue consciente de que ella lo veía de igual modo. Pero se consoló pensando que un momento después, cuando ambos se repusieran del golpe inicial, irían notándose menos el uno al otro las mataduras de la vida, y volverían a verse tan jóvenes como lo fueron el uno para el otro cuando se conocieron: cuarenta años antes.

—Estás como para un entierro —le dijo ella.

Así era. También ella había estado en la ventana desde las once, como casi toda la ciudad, contemplando el paso del cortejo más concurrido y suntuoso que se había visto desde la muerte del arzobispo De Luna. La habían despertado de la siesta los truenos de artillería que hacían temblar la tierra, la discordia de las bandas de guerra, el desorden de los cánticos fúnebres por encima del clamor de las campanas de todas las iglesias, que doblaban sin pausas desde el día anterior. Había visto desde el balcón los militares de a caballo en uniforme de parada, las comunidades religiosas, los colegios, las largas limusinas negras de la autoridad invisible, la carroza de caballos con morriones de plumas y gualdrapas de oro, el ataúd amarillo cubierto con la bandera en la cureña de un cañón histórico, y por último la fila de las viejas victorias descubiertas que seguían manteniéndose vivas para llevar las coronas. No bien acababan de pasar frente al balcón de Prudencia Pitre, poco después del medio día, cuando se desplomó el diluvio, y el cortejo se dispersó en estampida.

—Qué manera más absurda de morirse —dijo ella.

—La muerte no tiene sentido del ridículo —dijo él, y agregó con pena—: sobre todo a nuestra edad.

Estaban sentados en la terraza, frente al mar abierto, viendo la luna con un halo que ocupaba la mitad del cielo, viendo las luces de colores de los barcos en el horizonte, gozando de la brisa tibia y perfumada después de la tormenta. Bebían oporto y comían encurtidos sobre rebanadas de pan de monte que Prudencia Pitre cortaba de una hogaza en la cocina. Habían vivido muchas noches como esa, después que ella se quedó viuda y sin hijos a los treinta y cinco años. Florentino Ariza la encontró en una época en que habría recibido a cualquier hombre que quisiera acompañarla, aunque fuera alquilado por horas, y lograron establecer una relación más seria y prolongada de lo que parecía posible.

Aunque nunca lo insinuó siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por casarse con él en segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad, a sus necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo todo sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado de amor. Pero tampoco había otro tan resbaladizo, de modo que el amor no pasó de donde siempre llegaba con él: hasta donde no interfiriera su determinación de conservarse libre para Fermina Daza. Sin embargo, se prolongó por muchos años, aun después que él arregló las cosas para que Prudencia Pitre volvieraa casarse con un agente de comercio que venía por tres meses y andaba de viaje otros tres, y con el que tuvo una hija y cuatro hijos, uno de los cuales, según ella juraba, era de Florentino Ariza.

Conversaron sin preocuparse de la hora, porque ambos estaban acostumbrados a compartir sus insomnios de jóvenes, y tenían mucho menos que perder en sus insomnios de viejos. Aunque casi nunca pasaba de la segunda copa, Florentino Ariza no había recobrado el aliento después de la tercera. Sudaba a chorros, y la Viuda de Dos le dijo que se quitara el saco, el chaleco, los pantalones, que se quitara todo si quería, qué caraj o, si al fin y al cabo ellos se conocían mejor desnudos que vestidos. Él dijo que lo haría si ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía tiempo se había visto en la luna del ropero, y había comprendido de pronto que ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de nadie.

Florentino Ariza, en un estado de exaltación que no había logrado apaciguar con cuatro copas de oporto, siguió hablando del pasado, de los buenos recuerdos del pasado que eran su tema único desde hacía tiempo, pero ansioso de encontrar en el pasado un camino secreto para desahogarse. Pues era eso lo que le hacía falta: echar el alma por la boca. Cuando percibió los primeros fulgores en el horizonte intentó una aproximación sesgada. Preguntó, de un modo que parecía casual: “¿Qué harías si alguien te propusiera matrimonio, así como estás, viuda y a tus años?”. Ella se rió, con una arrugada risa de vieja, y preguntó a su vez:

—¿Lo dices por la viuda de Urbino?

Florentino Ariza olvidaba siempre cuando menos debía que las mujeres piensan más en el sentido oculto de las preguntas que en las preguntas mismas, y Prudencia Pitre más que cualquier otra. Presa de un pavor súbito por su puntería escalofriante, se escabulló por la puerta falsa: “Lo digo por ti”. Ella volvió a reír: “Anda a burlarte de tu puta madre, que en paz descanse”. Luego lo instó a que dijera lo que quería decir, porque sabía que ni él ni ningún otro hombre la hubiera despertado a las tres de la madrugada, y después de tantos años de no verla, sólo para beber oporto y comer pan de monte con encurtidos. Dijo: “Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien con quien llorar”. Florentino Ariza se batió en retirada.

—Por una vez te equivocas —le dijo—. Mis motivos de esta noche son más bien para cantar.

—Entonces cantemos —dijo ella.

Empezó a entonar con muy buena voz la canción de moda: Ramona, sin ti no puedo ya vivir. Fue el final de la noche, pues él no se atrevió a jugar juegos prohibidos con una mujer que le había dado demasiadas pruebas de conocer el otro lado de la luna. Salió a una ciudad distinta, enrarecida por las últimas dalias de junio, y a una calle de su juventud por donde desfilaban las viudas de tinieblas de la misa de cinco. Pero entonces fue él y no ellas quien cambió de acera para que no le vieran las lágrimas que ya le era imposible soportar, no desde la'media noche, como él creía, porque estas eran otras: las que llevaba atragantadas desde hacía cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.

Había perdido la cuenta de su tiempo, cuando despertó sin saber dónde frente a un ventanal deslumbrante. La voz de América Vicuña jugando a la pelota en el jardín con las muchachas del servicio, lo puso en la realidad: estaba en la cama de su madre, cuya alcoba conservaba intacta, y donde solía dormir para sentirse menos solo en las pocas ocasiones en que lo inquietaba la soledad. Frente a la cama estaba el gran espejo del Mesón de don Sancho, y a él le bastaba con verlo al despertar para ver a Fermina Daza reflejada en el fondo. Supo que era sábado, porque era el día en que el chofer recogía en el internado a América Vicuña, y la llevaba a su casa. Se dio cuenta de que había dormido sin saberlo, soñando que no podía dormir, con un sueño perturbado por la cara de rabia de Fermina Daza. Se bañó pensando cuál debía ser el paso siguiente, se vistió muy despacio con sus ropas mejores, se perfumó y se engomó el bigote blanco de puntas afiladas, y al salir del dormitorio vio desde el corredor del segundo piso a la bella criatura de uniforme, que atrapaba la pelota en el aire con la gracia que tantos sábados lo había hecho estremecer, pero que esa mañana no le causó la menor turbación. Le indicó que fuera con él, y antes de subir en el automóvil le dijo sin necesidad: “Hoy no vamos a hacer cositas”. La llevó a la Heladería Americana, desbordada a esa hora por los padres que comían helados con sus niños bajo los ventiladores de grandes aspas colgados del cielo raso. América Vicuña pidió un helado de varios pisos, cada uno de un color distinto en una copa gigantesca, que era su favorito y el más vendido porque exhalaba una humareda mágica. Florentino Ariza tomó un café negro, mirando a la niña sin hablar, mientras ella se comía el helado con una cuchara de mango muy largo para alcanzar el fondo de la copa. Sin dejar de mirarla, él le dijo de pronto:

—Me voy a casar.

Ella lo miró a los ojos con un destello de incertidumbre, sosteniendo la cuchara en el aire, pero enseguida se repuso y sonrió.

—Es embuste —dijo—. Los viejitos no se casan.

Esa tarde la dejó en el internado al punto del Ángelus, bajo un aguacero obstinado, después de haber visto juntos los títeres del parque, de haber almorzado en los puestos de pescado frito de las escolleras, de haber visto las fieras enjauladas de un circo que acababa de llegar, de comprar en los portales toda clase de dulces para llevar al internado, y de haber repasado la ciudad varias veces en el automóvil descubierto para que ella se fuera acostumbrando a la idea de que él era su tutor, y ya no su amante. El domingo le mandó el automóvil por si quería pasear con sus amigas, pero no la quiso ver, porque desde la semana anterior había tomado conciencia plena de la edad de ambos. Esa noche tomó la determinación de escribirle a Fermina Daza una carta de disculpas, aunque sólo fuera para no capitular, pero la dejó para el día siguiente. El lunes, al cabo de tres semanas exactas de pasión, entró en su casa ensopado de lluvia, y encontró la carta de ella.

Eran las ocho de la noche. Las dos muchachas del servicio estaban acostadas, y habían dejado en el pasillo la única luz permanente que le permitía a Florentino Ariza llegar hasta el dormitorio. Sabía que su cena desmirriada e insípida estaba en la mesa del comedor, pero el poco de hambre que llevaba después de tantos días comiendo de cualquier modo se le esfumó con la conmoción de la carta. Le costó trabajo encender la luz general del dormitorio por el temblor de las manos. Puso la carta mojada sobre la cama, encendió la veladora en la mesa de noche, y con una calma fingida que era un recurso muy suyo para serenarse, se quitó la chaqueta empapada y la colgó en el espaldar de la silla, se quitó el chaleco y lo puso muy bien doblado sobre la chaqueta, se quitó la cinta de seda negra y el cuello de celuloide que ya había pasado de moda en el mundo, se desabotonó la camisa hasta la cintura y se soltó la correa para respirar mejor, y por último se quitó el sombrero y lo puso a secar junto a la ventana. De pronto se estremeció porque no supo dónde estaba la carta, y era tal su nerviosismo que se sorprendió al encontrarla, pues no recordaba haberla puesto sobre la cama. Antes de abrirla secó el sobre con el pañuelo, cuidando de no correr la tinta con que estaba escrito su nombre, y mientras lo hacía cayó en la cuenta de que aquel secreto no estaba ya compartido entre dos, sino entre tres, por lo menos, pues a quienquiera que la hubiera llevado debió llamarle la atención que la viuda de Urbino le escribiera a alguien de fuera de su mundo apenas tres semanas después de muerto el esposo, con tanta premura que no mandó la carta por correo, y con tanto sigilo que ordenó no entregarla en mano sino deslizarla por debajo de la puerta como un billete anónimo. No tuvo que romper el sobre, pues la goma se había disuelto con el agua, pero la carta estaba seca: tres folios densos, sin encabezado, y firmados con las iniciales del nombre de casada.

La leyó una vez a toda prisa sentado en la cama, más intrigado por el tono que por el contenido, y antes de pasar al segundo folio ya sabía que era justo la carta de improperios que esperaba recibir. La puso abierta bajo el resplandor de la veladora, se quitó los zapatos y las medias mojadas, apagó junto a la puerta la luz general, y al final se puso la bigotera de gamuza y se acostó sin quitarse el pantalón y la camisa, con la cabeza en dos almohadones grandes que le servían de espaldar para leer. Así repasó la carta, esta vez letra por letra, escudriñando cada letra para que ninguna de sus intenciones ocultas se le quedara sin desentrañar, y la leyó después cuatro veces más, hasta que estuvo tan saturado que las palabras escritas empezaron a perder su sentido. Por último la guardó sin el sobre en la gaveta de la mesa de noche, se acostó bocarriba con las manos entrelazadas en la nuca, y permaneció durante cuatro horas con la vista inmóvil en el espacio del espejo donde había estado ella, sin parpadear, respirando apenas, más muerto que un muerto. A la medianoche en punto fue a la cocina, preparó y llevó al cuarto un termo. de café espeso como el petróleo crudo, echó la dentadura postiza en el vaso de agua boricada que siempre encontraba listo para eso en la mesa de noche, volvió a acostarse en la misma posición de mármol yacente con variaciones instantáneas cada cierto tiempo para tomar un sorbo de café, hasta que la camarera entró a las seis con otro termo lleno.

A esa hora, Florentino Ariza sabía cuál iba a ser cada uno de sus pasos siguientes. En realidad no le dolieron los insultos ni se preocupó por aclarar las imputaciones injustas, que podían haber sido peores conociendo el carácter de Fermina Daza y la gravedad del motivo. Lo único que le interesó fue que la carta por sí misma le daba la oportunidad y le reconocía el derecho de contestarla. Más aún: se lo exigía. Así que la vida estaba ahora en el límite adonde él quiso llevarla. Todo lo demás dependía de él, y tenía la convicción cierta de que su infierno privado de más de medio siglo le deparaba todavía muchas pruebas mortales que él estaba dispuesto a afrontar con más ardor y más dolor y más amor que todas las anteriores, porque serían las últimas.

Cinco días después de recibir la carta de Fermina Daza, cuando llegó a sus oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo ruido de lluvia había terminado por notarse menos que su silencio. Era una pausa. Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema de sus dedos como un instrumento humano. Ella se supo observada, y miró hacia la puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.

—Dime una cosa, leona de mi alma —le preguntó Florentino Ariza—: ¿Cómo te sentirías si recibieras una carta de amor escrita en ese trasto?

El gesto de ella, que ya no se sorprendía de nada, fue de sorpresa legítima.

—¡Hombre! —exclamó—. Fíjate que nunca se me había ocurrido.

Por lo mismo no tenía otra respuesta. Tampoco Florentino Ariza lo había pensado hasta entonces, y decidió correr el riesgo a fondo. Se llevó a su casa una de las máquinas de la oficina en medio de las burlas cordiales de los subalternos: “Loro viejo no aprende a hablar”. Leona Cassiani, entusiasta de cualquier novedad, se ofreció para darle lecciones de mecanografía a domicilio. Pero él estaba contra los aprendizajes metódicos desde que Lotario Thugut quiso enseñarlo a tocar el violín por notas, con la amenaza de que iba a necesitar por lo menos un año para empezar, cinco para ser aceptable en una orquesta profesional, y toda la vida de seis horas diarias para tocarlo bien. Sin embargo, él consiguió que su madre le comprara un violín de ciego, y con las cinco reglas básicas que le dio Lotario Thugut se atrevió a tocarlo antes de un año en el coro de la catedral, y a mandarle serenatas a Fermina Daza desde el cementerio de los pobres según la dirección de los vientos. Si esto había sido a los veinte años con algo tan difícil como el violín, no veía por qué no podía serlo también a los setenta y seis con un instrumento de un solo dedo como la máquina de escribir.

Así fue. Necesitó tres días para aprender la posición de las letras en el teclado, otros seis para aprender a pensar al mismo tiempo que escribía, y otros tres para terminar la primera carta sin errores, después de romper media resma de papel. Le puso un encabezado solemne: Señora, y la firmó con la inicial de su nombre, como solía hacerlo en las esquelas perfumadas de su juventud. La mandó por correo, en un sobre con viñetas de luto como era de rigor en una carta para una viuda reciente, y sin el nombre del remitente al dorso.

Era una carta de seis pliegos que no tenía nada que ver con ninguna otra que hubiera escrito alguna vez. No tenía ni el tono, ni el estilo, ni el soplo retórico de los primeros años del amor, y su argumento era tan racional y bien medido, que el perfume de una gardenia hubiera sido un exabrupto. En cierto modo, fue la aproximación más acertada de las cartas mercantiles que nunca pudo hacer. Años después, una carta personal escrita con medios mecánicos iba a considerarse casi ofensiva, pero todavía entonces la máquina de escribir era un animal de oficina, sin una ética propia, cuya domesticación para usos privados no estaba prevista en los manuales de urbanidad. Parecía más bien de un modernismo audaz, y así debió entenderlo Fermina Daza, pues en la segunda carta que escribió a Florentino Ariza, después de recibir más de cuarenta suyas, empezaba excusándose de los escollos de su letra, por no disponer de medios de escritura más avanzados que la pluma de acero.

Florentino Ariza no se refirió siquiera a la carta tremenda que ella le había mandado, sino que intentó desde el principio un método distinto de seducción, sin ninguna referencia a los amores del pasado, ni al pasado simple: borrón y cuenta nueva. Era más bien una extensa meditación sobre la vida, con base en sus ideas y experiencias de las relaciones entre hombre y mujer, que alguna vez había pensado escribir como complemento del Secretario de los Enamorados. Sólo que entonces la envolvió en un estilo patriarcal, de memorias de viejo, para que no se le notara demasiado que en realidad era un documento de amor. Antes escribió muchos borradores al modo antiguo, que más tardaban en ser leídos con cabeza fría que arrojados en la candela. Sabía que cualquier descuido convencional, la menor ligereza nostálgica podía remover en su corazón los resabios del pasado, y aunque tenía previsto que ella le devolviera cien cartas antes de atreverse a abrir la primera, prefería que no ocurriera ni una vez. Así que planeó hasta el último detalle como una guerra final: todo tenía que ser diferente para suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya había vivido a plenitud una vida completa. Tenía que ser una ilusión desatinada, capaz de darle el coraje que haría falta para tirar a la basura los prejuicios de una clase que no había sido la suya original, pero que había terminado por serlo más que de otra cualquiera. Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.

Tuvo el buen sentido de no esperar una contestación inmediata, pues le bastaba con que la carta no le fuera devuelta. No lo fue, como no lo fue ninguna de las siguientes, y a medida que pasaban los días se aceleraba su ansiedad, pues cuantos más días pasaran sin devoluciones más aumentaba la esperanza de una respuesta. La frecuencia de sus cartas empezó condicionada por la habilidad de sus dedos: primero una por semana, después dos, y por fin una diaria. Se alegró del progreso del correo desde sus tiempos de abanderado, pues no hubiera corrido el riesgo de dejarse ver a diario en la Agencia Postal poniendo una carta para una misma persona, ni de enviarla con alguien que pudiera contarlo. En cambio, era muy fácil mandar un empleado a comprar las estampillas para todo un mes, y después deslizar la carta en uno de los tres buzones repartidos en la ciudad vieja. Muy pronto incorporó aquel rito a su rutina: aprovechaba los insomnios para escribir, y al día siguiente, de paso para la oficina, le pedía al chofer que parara un minuto frente a un buzón de esquina y él mismo se bajaba a echar la carta. Nunca permitió que el chofer lo hiciera por él, como lo pretendió una mañana de lluvia, y a veces tomaba la precaución de no Revar una sino varias cartas al mismo tiempo para que pareciera más natural. El chofer no sabía, desde luego, que las cartas suplementarias eran hojas en blanco que Florentino Ariza se dirigía a sí mismo, pues nunca había mantenido correspondencia privada con nadie, salvo el informe de tutor que mandaba a fines de cada mes a los padres de América Vicuña con sus impresiones personales sobre la conducta, el ánimo y la salud de la niña, y la buena marcha de sus estudios.

Empezó a numerar las cartas a partir del primer mes, y a encabezarlas con un resumen de las anteriores como los folletines en serie de los periódicos, por temor de que Fermina Daza no cayera en la cuenta de que tenían una cierta continuidad. Cuando se hicieron diarias, además, cambió los sobres con viñetas de luto por sobres blancos y alargados, y esto acabó de darles la impersonalidad cómplice de las cartas comerciales. Cuando empezó estaba dispuesto a someter su paciencia a una prueba mayor, al menos hasta no tener una evidencia de que estaba perdiendo su tiempo con el único método distinto que pudo concebir. Esperó, en efecto, sin los quebrantos de toda índole que le causaban las esperas de la juventud, sino con la tozudez de un anciano de cemento sin nada más en que pensar, sin nada más que hacer en una compañía fluvial que para entonces navegaba sola con vientos propicios, y además convencido de que estaría vivo y en perfecto dominio de sus facultades de hombre el día de mañana, de más tarde o de siempre en que Fermina Daza se convenciera al fin de que sus ansias de viuda solitaria no tenían más remedio que bajar para él sus puentes levadizos.

Mientras tanto, continuó con su vida regular. Previendo una respuesta favorable, inició una segunda renovación de la casa para que fuera digna de quien habría podido considerarse su dueña y señora desde que fue comprada. Volvió a visitar varias veces a Prudencia Pitre, como se lo había prometido, para demostrarle que la amaba a pesar de los estragos de la edad, a pleno sol y con las puertas abiertas, y no sólo en sus noches de desamparo. Siguió pasando por la casa de Andrea Varón hasta que encontró apagada la luz del baño, y trató de embrutecerse con las locuras de su cama aunque fuera para no perder la regularidad del amor, de acuerdo con otra superstición suya, nunca desmentida hasta entonces, de que el cuerpo sigue mientras uno siga.

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