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La señorita Bárbara Lynch, doctora en teología, era la hija única del reverendo Jonathan B. Lynch, un pastor protestante, negro y enjuto, que andaba en una mula por los caseríos indigentes de la marisma, predicando la palabra de uno de los tantos dioses que el doctor Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo. Hablaba un buen castellano, con una piedrecita en la sintaxis cuyos tropiezos frecuentes aumentaban su gracia. Iba a cumplir veintiocho años en diciembre, se había divorciado poco antes de otro pastor, discípulo de su padre, con el que estuvo mal casada dos años, y no le habían quedado deseos de reincidir. Dijo: “No tengo más amor que mi turpial”. Pero el doctor Urbino era demasiado serio para pensar que lo dijera con intención. Al contrario: se preguntó confundido si tantas facilidades juntas no serían una trampa de Dios para después cobrarlas con creces, pero en seguida lo apartó de su mente como un disparate teológico debido a su estado de confusión.

Ya para despedirse, hizo un comentario casual sobre la consulta médica de la mañana, sabiendo que nada le gusta más a un enfermo que hablar de sus dolencias, y ella fue tan espléndida hablando de las suyas, que él le prometió volver al día siguiente, a las cuatro en punto, para hacerle un examen más detenido. Ella se asustó: sabía que un médico de esa clase estaba muy por encima de sus posibilidades, pero él la tranquilizó: “En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres”. Luego hizo la nota en su cuaderno de bolsillo: señorita Bárbara Lynch, marisma de la Mala Crianza, sábado, 4 p.m. Meses después, Fermina Daza había de leer aquella ficha aumentada con los pormenores del diagnóstico y del tratamiento, y con la evolución de la enfermedad. El nombre le llamó la atención, y de pronto se le ocurrió que era una de esas artistas descarriadas de los barcos fruteros de Nueva Orleans, pero la dirección le hizo pensar que más bien debía ser de Jamaica, y negra, por supuesto, y la descartó sin dolor de los gustos de su marido.

El doctor Juvenal Urbino llegó a la cita del sábado con diez minutos de adelanto, cuando la señorita Lynch no había acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus tiempos de París, cuando tenía que presentarse a un examen oral, no había sentido una tensión semejante. Tendida en la cama de lienzo, con una tenue combinación de seda, la señorita Lynch. era de una belleza interminable. Todo en ella era grande e intenso: sus muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus senos atónitos, sus encías diáfanas de dientes perfectos, y todo su cuerpo irradiaba un vapor de buena salud que era el olor humano que Fermina Daza encontraba en la ropa del esposo. Había ido a la consulta externa porque sufría de algo que ella llamaba con mucha gracia cólicos torcidos, y el doctor Urbino pensaba que era un síntoma de no tomar a la ligera. De modo que palpó sus órganos internos con más intención que atención, y mientras tanto iba olvidándose de su propia sabiduría y descubriendo asombrado que aquella criatura de maravilla era tan bella por dentro como por fuera, y entonces se abandonó a las delicias del tacto, no ya como el médico mejor calificado del litoral caribe, sino como un pobre hombre de Dios atormentado por el desorden de los instintos. Sólo una vez le había ocurrido algo así en su severa vida profesional, y había sido su día de mayor vergüenza, porque la paciente, indignada, le apartó la mano, se sentó en la cama, y le dijo: “Lo que usted quiere puede suceder, pero así no será”. La señorita Lynch, en cambio, se abandonó en sus manos, y cuando no tuvo ninguna duda de que el médico ya no estaba pensando en su ciencia, dijo:

—Yo creía que esto era no permitido por la ética.

Él estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un estanque, y se secó las manos y la cara con una toalla.

—La ética —dijo— se imagina que los médicos somos de palo.

Ella le tendió una mano agradecida.

—El hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer —dijo—. Imagínate lo que será para una pobre negra como yo que se fije en mí un hombre con tanto ruido.

—No he dejado de pensar en usted un solo instante —dijo él.

Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso a salvo de todo mal con una carcajada que iluminó el dormitorio.

—Lo sé desde que te vi en la hospital, doctor —dijo—. Negra soy, pero no bruta.

No fue nada fácil. La señorita Lynch quería su honra limpia, quería seguridad y amor, en ese orden, y creía merecerlos. Le dio al doctor Urbino la oportunidad de seducirla, pero sin entrar en el cuarto aun estando ella sola en la casa. Lo más lejos que llegó fue a permitir que él repitiera la ceremonia de palpación y auscultación con todas las violaciones éticas que quisiera, pero sin quitarle la ropa. Él, por su parte, no pudo soltar la carnada una vez mordida, y perseveró en sus asedios casi diarios. Por razones de orden práctico, la relación continuada con la señorita Lynch le era casi imposible, pero él era demasiado débil para detenerse a tiempo, como luego había de serlo también para seguir adelante. Fue su límite.

El reverendo Lynch no tenía una vida regular, se iba en cualquier momento en su mula cargada por un lado de biblias y folletos de propaganda evangélica, y cargada de provisiones por el otro lado, y volvía cuando menos se pensaba. Otro inconveniente era la escuela de enfrente, pues los niños cantaban sus lecciones mirando hacia la calle por las ventanas, y lo que veían mejor era la casa de la acera opuesta, con las puertas y las ventanas de par en par desde las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando la jaula en el alero para que el turpial aprendiera las lecciones cantadas, la veían con un turbante de colores cantándolas ella también con su brillante voz caribe mientras hacía los oficios de la casa, y la veían después sentada en el porche cantando sola en inglés los salmos de la tarde.

Tenían que escoger una hora en que no estuvieran los niños, y sólo había dos posibilidades: en la pausa del almuerzo, entre las doce y las dos, que era cuando también el doctor almorzaba, o al final de la tarde, cuando los niños se iban a sus casas. Esta última fue siempre la mejor hora, pero ya para entonces el doctor había terminado sus visitas y disponía de pocos minutos para llegar a comer en familia. El tercer problema, y el más grave para él, era su propia condición. No le era posible ir sin el coche, que era muy conocido y debía estar siempre en la puerta. Hubiera podido hacer cómplice al cochero, como casi todos sus amigos del Club Social, pero eso estaba fuera del alcance de sus costumbres. Tanto, que cuando las visitas a la señorita Lynch se hicieron demasiado evidentes, el propio cochero familiar de librea se atrevió a preguntarle si no sería mejor que volviera a buscarlo más tarde para que el coche no estuviera tanto tiempo estacionado en la puerta. El doctor Urbino, en una reacción extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:

—Desde que te conozco es la primera vez que te oigo decir algo que no debías —le dijo—. Pues bien: lo doy por no dicho.

No había solución. En una ciudad como ésta era imposible ocultar una enfermedad mientras el coche del médico estuviera en la puerta. A veces el propio médico tomaba la iniciativa de ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba en un coche de alquiler, para evitar suposiciones malignas o prematuras. Sin embargo, semejantes engaños no servían de mucho, pues las recetas que se ordenaban en las farmacias permitían descifrar la verdad, a tal punto que el doctor Urbino prescribía medicinas falsas junto con las correctas, para preservar el derecho sagrado de los enfermos a morirse en paz con el secreto de sus enfermedades. También podía justificar de diversos modos honestos la presencia de su coche frente a la casa de la señorita Lynch, pero no habría podido ser por mucho tiempo, y menos por tanto como él hubiera deseado: toda la vida.

El mundo se le volvió un infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos tomaron conciencia de los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión de afrontar el escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban las ansias de estar con ella aumentaba también el temor de perderla, de modo que los encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en otra cosa. Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban los otros compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a medida que el coche se acercaba a la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente de última hora lo obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que a veces se alegraba de ver desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la hija en la sala, catequizando a los niños del barrio con los Evangelios cantados. Entonces se iba feliz a su casa para no seguir desafiando al azar, pero después se sentía enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos los días.

De modo que los amores se volvieron imposibles cuando el coche se hizo demasiado notorio en la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada más que ridículos. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan pronto como veía entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse una falda ancha los días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad iba a ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella hacía por hacerlo feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y entraba en estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombrero panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas, con el saco abotonado para que le estorbara menos, con la leontina de oro en el chaleco, con los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto antes que de cumplir con su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad, cuando ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo para aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de culo en un brasero.

No cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su cama de morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en las cinco menos cinco de la tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su monte de estropajo oscuro bajo la falda de loca de Jamaica: el círculo infernal.

Hacía ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio cuerpo. Reconocía los síntomas. Los había leído en los textos, los había visto confirmados en la vida real, en pacientes mayores sin antecedentes graves que de pronto empezaban a describir síndromes perfectos que parecían sacados de los libros de medicina, y que sinembargo resultaban ser imaginarios. Su maestro de clínica infantil de La Salpétriére le había aconsejado la pediatría como la especialidad más honesta, porque los niños sólo se enferman cuando en realidad están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico con palabras convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los adultos, en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras inofensivas. Él los entretenía con paliativos, dándole tiempo al tiempo, hasta que aprendían a no sentir sus achaques a fuerza de convivir con ellos en el basurero de la vejez. Lo que nunca pensó el doctor Juvenal Urbino era que un médico de su edad, que creía haberlo visto todo, no pudiera superar la inquietud de sentirse enfermo cuando no lo estaba. O peor: no creer que lo estaba, por puro prejuicio científico, cuando tal vez lo estaba en realidad. Ya a los cuarenta años, medio en serio y medio en broma, había dicho en la cátedra: “Lo único que necesito en la vida es alguien que me entienda”. Pero cuando se encontró perdido en el laberinto de la señorita Lynch ya no lo pensó en broma.

Todos los síntomas reales o imaginarios de sus pacientes mayores se acumularon en su cuerpo. Sentía la forma del hígado con tal nitidez, que podía decir su tamaño sin tocárselo. Sentía el gruñido de gato dormido de sus riñones, sentía el brillo tornasolado de su vesícula, sentía el zumbido de la sangre en sus arterias. A veces amanecía como un pez sin aire para respirar. Tenía agua en el corazón. Lo sentía perder el paso un instante, lo sentía retrasarse un latido como en las marchas militares del colegio, una vez y otra vez, y al fin lo sentía recuperarse porque Dios es grande. Pero en vez de apelar a los mismos remedios de distracción que les daba a sus enfermos, estaba ofuscado de terror. Era cierto: lo único que necesitaba en la vida, también a los cincuenta y ocho años, era alguien que lo entendiera. De modo que acudió a Fermina Daza, el ser que más lo amaba y al que más amaba en este mundo, y con la que acababa de poner en paz su conciencia.

Pues esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal había sido descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante años. El doctor Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera un intento de infidencia anónima por teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido como para hacérsela en nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo porque garantizaba el doble anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su estirpe legendaria permitía atribuirle alguna relación metafísica con los designios de la Divina Providencia.

Los celos no conocían su casa: durante más de treinta años de paz conyugal, el doctor Urbino se había preciado en público muchas veces, y hasta entonces había sido cierto, de ser como los fósforos suecos, que sólo encienden en su propia caja. Pero ignoraba cuál podía ser la reacción de una mujer con tanto orgullo como la suya, con tanta dignidad y con un carácter tan fuerte, frente a una infidelidad comprobada. De modo que después de mirarla a la cara como ella se lo había pedido, no se le ocurrió nada más que bajar otra vez la mirada para disimular la turbación, y siguió fingiéndose extraviado en los dulces meandros de la isla de Alca, mientras se le ocurría qué hacer. Fermina Daza, por su parte, tampoco dijo nada más. Cuando terminó de zurcir las medias echó las cosas sin ningún orden dentro del costurero, dio en la cocina instrucciones para la cena, y se fue al dormitorio.

Entonces él tenía su determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una casa discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa hasta la muerte, todo cuanto él había prometido en las llamaradas del amor quedó cancelado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado, sin una nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su desastre íntimo. A las cinco, en vez de ir con ella, hizo ante su confesor un acto de contrición profunda, y el domingo siguiente comulgó con el corazón hecho pedazos, pero con el alma tranquila.

La misma noche de la renuncia, mientras se desvestía para dormir, le repitió a Fermina Daza la amarga letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las ganas de llorar al atardecer, los síntomas cifrados del amor escondido que él le contaba entonces como si fueran las miserias de la vejez. Tenía que hacerlo con alguien para no morirse, para no tener que contar la verdad, y al fin y al cabo aquellos desahogos estaban consagrados en los ritos domésticos del amor. Ella lo oyó con atención, pero sin mirarlo, sin decir nada, mientras iba recibiendo la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza sin ningún gesto que delatara su rabia, la enrollaba de cualquier modo, y la tiraba en el canasto de mimbre de la ropa sucia. No encontró el olor, pero daba lo mismo: mañana será otro día. Antes de arrodillarse a rezar frente al altarcito del dormitorio, él concluyó el recuento de sus penurias con un suspiro triste, y sincero, además: “Creo que me voy a morir”. Ella no parpadeó siquiera para replicarle.

—Sería lo mejor —dijo—. Así estaremos los dos más tranquilos.

Años antes, en la crisis de una enfermedad peligrosa, él había hablado de la posibilidad de morir, y ella le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la atribuyó a la inclemencia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra siga girando alrededor del Sol, porque entonces ignoraba que ella interponía siempre una barrera de rabia para que no se le notara el miedo. Y en ese caso, el más terrible de todos, que era el miedo de quedarse sin él.

Aquella noche, en cambio, le había deseado la muerte con todo el ímpetu de su corazón, y esa certidumbre lo alarmó. Después la sintió sollozar en la oscuridad, muy despacio, mordiendo la almohada para que él no la sintiera. Esto acabó de ofuscarlo, porque sabía que ella no lloraba con facilidad por ningún dolor del cuerpo o del alma. Sólo lloraba por una rabia grande, más aún si ésta tenía origen de algún modo en su terror de la culpa, y entonces le daba más rabia cuanto más lloraba, porque no lograba perdonarse la debilidad de llorar. Él no se atrevió a consolarla, sabiendo que habría sido como consolar una tigra atravesada por una lanza, ni tuvo valor para decirle que los motivos de su llanto habían desaparecido esa tarde, y habían sido arrancados de raíz y para siempre hasta de su memoria.

El cansancio lo venció unos minutos. Cuando despertó, ella había encendido su veladora tenue y seguía con los ojos abiertos pero sin llorar. Algo definitivo le ocurrió mientras él dormía: los sedimentos acumulados en el fondo de su edad a través de tantos años habían sido rebullidos por el suplicio de los celos, y habían salido a flote, y la habían envejecido en un instante. Impresionado por sus arrugas instantáneas, sus labios mustios, las cenizas de su cabello, él se arriesgó a decirle que tratara de dormir: eran más de las dos. Ella le habló sin mirarlo, pero ya sin un rastro de rabia en la voz, casi con mansedumbre.

—Tengo derecho a saber quién es —dijo.

Y entonces él se lo contó todo, sintiendo que se quitaba de encima el peso del mundo, porque estaba convencido de que ella lo sabía y sólo le faltaba confirmar los pormenores. Pero no era así, por supuesto, de modo que mientras él hablaba ella volvió a llorar, y no con sollozos tímidos como al principio, sino con unas lágrimas sueltas y salobres que se le escurrían por la cara, y le ardían en el camisón de dormir y le inflamaban la vida, porque él no había hecho lo que ella esperaba con el alma en un hilo, y era que lo negara todo hasta la muerte, que se indignara por la calumnia, que se cagara a gritos en esta sociedad de mala madre que no tenía el menor reparo en pisotear la honra ajena, y que se hubiera mantenido imperturbable aun frente a las pruebas demoledoras de su deslealtad: como un hombre. Luego, cuando él le contó que había estado esa tarde con su confesor, temió quedarse ciega de rabia. Desde el colegio tenía la convicción de que la gente de iglesia carecía de cualquier virtud inspirada por Dios. Esta era una discrepancia esencial en la armonía de la casa, que habían logrado sortear sin tropiezos. Pero que su esposo le hubiera permitido al confesor inmiscuirse hasta ese punto en una intimidad que no era sólo la suya, sino también la de ella, era algo que iba más allá de todo.

—Es como contárselo a un culebrero de los portales —dijo.

Para ella era el final. Estaba segura de que su honra andaba de boca en boca desde antes de que el marido terminara de cumplir la penitencia, y el sentimiento de humillación que eso le causaba era mucho menos soportable que la vergüenza y la rabia y la injusticia de la infidelidad. Y lo peor de todo, carajo: con una negra. Él corrigió: “Mulata”. Pero entonces toda precisión salía sobrando: ella había terminado.

—Es la misma vaina —dijo—, y sólo ahora lo entiendo: era un olor de negra.

Esto sucedió un lunes. El viernes a las siete de la noche, Fermina Daza se embarcó en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, sólo con un baúl, en compañía de la ahijada y con la cara cubierta con una mantilla para evitar preguntas y para evitárselas al marido. El doctor Juvenal Urbino no estuvo en el puerto, por acuerdo de ambos, después de una conversación agotadora de tres días, en la que decidieron que ella se fuera a la hacienda de la prima Hildebranda Sánchez, en la población de Flores de María, con tiempo bastante para reflexionar antes de tomar una determinación final. Los hijos lo entendieron, sin conocer los motivos, como un viaje muchas veces aplazado que ellos mismos deseaban desde hacía tiempo. El doctor Urbino se las arregló para que nadie en su mundillo pérfido pudiera hacer especulaciones maliciosas, y lo hizo tan bien que si Florentino Ariza no encontró ninguna pista de la desaparición de Fermina Daza fue porque en realidad no las había, y no porque le faltaran medios de averiguación. El marido no tenía dudas de que ella volvería a casa tan pronto como se le pasara la rabia. Pero ella se fue segura de que la rabia no se le pasaría jamás.

Sin embargo, muy pronto iba a aprender que esa determinación excesiva no era tanto el fruto del resentimiento como de la nostalgia. Después del viaje de luna de miel había vuelto varias veces a Europa, a pesar de los diez días de mar, y siempre lo había hecho con tiempo de sobra para ser feliz. Conocía el mundo, había aprendido a vivir y a pensar de otro modo, pero nunca había vuelto a San Juan de la Ciénaga después del frustrado vuelo en globo. El regreso a la provincia de la prima Hildebranda tenía para ella algo de redención, así fuera tardía. No lo pensó a propósito de su desastre matrimonial: venía de mucho antes. Así que la sola idea de rescatar sus querencias de adolescente la consolaba de su desdicha.

Cuando desembarcó con la ahijada en San Juan de la Ciénaga, apeló a las grandes reservas de su carácter y reconoció la ciudad contra todas las advertencias. El jefe civil y militar de la plaza, al cual iba recomendada, la invitó en la victoria oficial mientras salía el tren para San Pedro Alejandrino, adonde quiso ir para comprobar lo que le habían dicho, que la cama en que murió El Libertador era tan pequeña como la de un niño. Entonces Fermina Daza volvió a ver su pueblo grande en el marasmo de las dos de la tarde. Volvió a ver las calles que más bien parecían playones con charcos cubiertos de verdín, y volvió a ver las mansiones de los portugueses con sus escudos heráldicos tallados en el pórtico y celosías de bronce en las ventanas, en cuyos salones umbríos se repetían sin compasión los mismos ejercicios de piano, titubeantes y tristes, que su madre recién casada les había enseñado a las niñas de las casas ricas. Vio la plaza desierta sin un árbol en las brasas de caliche, la hilera de coches de capotas fúnebres con los caballos dormidos de pie, el tren amarillo de San Pedro Alejandrino, y en la esquina de la iglesia mayor vio la casa más grande, la más bella, con un corredor de arcadas de piedra verdecida y un portón de monasterio, y la ventana del dormitorio donde iba a nacer Álvaro muchos años después, cuando ya ella no tuviera memoria para recordarlo. Pensó en la tía Escolástica, a quien seguía buscando sin esperanzas por cielo y tierra, y pensando en ella se encontró pensando en Florentino Ariza, en su vestido de literato y su libro de versos bajo los almendros del parquecito, como muy pocas veces le ocurría cuando evocaba sus años ingratos del colegio. Después de muchas vueltas no pudo reconocer la antigua casa familiar, pues donde suponía que estaba no había sino un criadero de cerdos, y a la vuelta de la esquina la calle de los burdeles, con putas del mundo entero haciendo la siesta en los portales, por si acaso pasaba el correo con algo para ellas. No era su pueblo.

Desde el principio del paseo, Fermina Daza se había tapado media cara con la mantilla, no por miedo de ser reconocida donde nadie podía conocerla, sino por la visión de los muertos que se hinchaban al sol por todas partes, desde la estación del tren hasta el cementerio. El jefe civil y militar de la plaza le dijo: “Es el cólera”. Ella lo sabía, porque había visto los grumos blancos en la boca de los cadáveres achicharrados, pero notó que ninguno tenía el tiro de gracia en la nuca, como en la época del globo.

—Así es —le dijo el oficial—. También Dios mejora sus métodos.

La distancia de San Juan de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo, porque el maquinista era amigo de los pasajeros habituales y éstos le pedían el favor de parar a cada rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la compañía bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados que se precipitaban desde la sierra, y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio tiempo para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo habían dicho, no sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino inclusive para un sietemesino. Sin embargo, otro visitante que parecía saberlo todo dijo que la cama era una reliquia falsa, pues la verdad era que al Padre de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos. Fermina Daza estaba tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que en el resto del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como tanto lo había añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde los atajos por donde se escapaba del desencanto, oía los gritos de la gallera, las salvas de plomo que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando no había más recurso que atravesar el pueblo, se tapaba la cara con la mantilla para seguir evocándolo como era antes.

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