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No eran las últimas lágrimas que Fermina Daza iba a reprimir. Florentino Ariza no había cumplido los sesenta días de reclusión, cuando La justicia reveló a todo lo ancho de la primera plana y con fotos de los protagonistas, los supuestos amores ocultos del doctor Juvenal Urbino y Lucrecia del Real del Obispo. Se especulaba sobre los pormenores de la relación, su frecuencia y su modo, y sobre la complacencia del esposo, entregado a desafueros de sodomía con los negros de su ingenio azucarero. El relato publicado con enormes letras de madera en tinta de sangre retumbó como el trueno de un cataclismo en la desvencijada aristocracia local. Sin embargo, no había ni una línea cierta: Juvenal Urbino y Lucrecia del Real eran amigos íntimos desde sus años de solteros y siguieron siéndolo después de casados, pero nunca fueron amantes. En todo caso, no parecía que la publicación estuviera dirigida a mancillar el nombre del doctor Juvenal Urbino, cuya memoria gozaba del respeto unánime, sino a perjudicar al marido de Lucrecia del Real, elegido presidente del Club Social la semana anterior. El escándalo fue sofocado en pocas horas. Pero Lucrecia del Real no volvió a visitar a Fermina Daza, y ésta lo interpretó como un reconocimiento de la culpa.

Muy pronto quedó claro, sin embargo, que tampoco Fermina Daza estaba a salvo de los riesgos de su clase. La justicia se ensañó contra ella por su único flanco débil: los negocios del padre. Cuando éste tuvo que desterrarse a la fuerza, ella conoció un solo episodio de sus comercios turbios, tal como se lo contó Gala Placidia. Más tarde, cuando el doctor Urbino se lo confirmó después de la entrevista con el gobernador, quedó convencida de que su padre había sido víctima de una infamia. El hecho fue que dos agentes del gobierno se habían presentado con una orden de requisa en la casa del parque de Los Evangelios, la registraron de arriba abajo sin encontrar lo que buscaban, y al final ordenaron abrir el ropero con puertas de espejo de la antigua alcoba de Fermina Daza. Gala Placidia, sola en la casa y sin modos de prevenir a nadie, se negó a abrirlo con la excusa de que no tenía las llaves. Entonces uno de los agentes rompió el espejo de las puertas con la culata del revólver, y descubrió que entre el cristal y la madera había un espacio atiborrado de billetes falsos de cien dólares. Esta fue la culminación de una cadena de pistas que conducían hasta Lorenzo Daza como el eslabón último de una vasta operación internacional. Era un fraude maestro, pues los billetes tenían las marcas de agua del papel original: habían borrado billetes de un dólar por un procedimiento químico que parecía cosa de magia, y habían impreso en su lugar billetes de a cien. Lorenzo Daza alegó que el ropero había sido comprado mucho después del matrimonio de la hija, y que debió llegar a la casa con los billetes escondidos, pero la policía comprobó que estaba allí desde que Fermina Daza iba al colegio. Nadie sino él mismo hubiera podido esconder la falsa fortuna detrás de los espejos. Eso fue lo único que el doctor Urbino le contó a su esposa cuando se comprometió con el gobernador a mandar al suegro de regreso a su tierra para tapar el escándalo. Pero el diario contaba mucho más.

Contaba que durante una de las tantas guerras civiles del siglo anterior, Lorenzo Daza había sido intermediario entre el gobierno del presidente liberal Aquileo Parra y un tal Joseph K. Korzeniowski, polaco de origen, que estuvo demorado aquí varios meses en la tripulación del mercante Saint Antoine, de bandera francesa, tratando de definir un confuso negocio de armas. Korzeniowski, que más tarde se haría célebre en el mundo con el nombre de Joseph Conrad, hizo contacto no se sabía cómo con Lorenzo Daza, quien le compró el cargamento de armas por cuenta del gobierno, con sus credenciales y sus recibos en regla, y pagado en oro de ley. Según la versión del periódico, Lorenzo Daza dio por desaparecidas las armas en un asalto improbable, y las volvió a vender por el doble de su precio real a los conservadores en guerra contra el gobierno.

También contaba La Justicia que Lorenzo Daza compró a muy bajo precio un cargamento de botas sobrantes del ejército inglés, por los tiempos en que el general Rafael Reyes fundó la Marina de Guerra, y con esa sola operación dobló su fortuna en seis meses. Según el diario, cuando el cargamento llegó a este puerto, Lorenzo Daza se negó a recibirlo porque sólo venían las botas del pie derecho, pero fue el único concurrente cuando la aduana lo sacó a remate de acuerdo con las leyes vigentes, y lo compró por una suma simbólica de cien pesos. Por esos mismos días, un cómplice suyo compró en iguales condiciones el cargamento de botas izquierdas, que había llegado por la aduana de Riohacha. Una vez puestas en orden, Lorenzo Daza se valió de su parentesco político con los Urbino de la Calle, y le vendió las botas a la nueva Marina de Guerra con una ganancia del dos mil por ciento.

La información de la justicia terminaba diciendo que Lorenzo Daza no abandonó a San Juan de la Ciénaga a fines del siglo anterior en busca de mejores aires para el porvenir de su hija, como a él le gustaba decir, sino por haber sido sorprendido en la próspera industria de mezclar tabaco de importación con papel picado, y de un modo tan hábil, que ni los fumadores refinados notaban el engaño. También se revelaban sus vínculos con una empresa clandestina internacional, cuya actividad más fructífera a fines del siglo anterior había sido la introducción ilegal de chinos desde Panamá. En cambio, el sospechoso negocio de mulas, que tanto había dañado su reputación, parecía ser el único honesto que había tenido jamás.

Cuando Florentino Ariza abandonó la cama, con la espalda en ascuas y por primera vez con un bastón de carreto en lugar del paraguas, su primera salida fue a la casa de Fermina Daza. La encontró desconocida, con los estragos de la edad a flor de piel, y con un resentimiento que le había quitado los deseos de vivir. El doctor Urbino Daza, en dos visitas que le hizo a Florentino Ariza durante su exilio, le había hablado de la consternación que le causaron a su madre las dos publicaciones de La justicia. La primera le provocó una rabia tan insensata por la infidelidad del marido y la traición de la amiga, que renunció a la costumbre de visitar el mausoleo familiar un domingo de cada mes, porque la sacaba de quicio que él no pudiera oír dentro del cajón los improperios que quería gritarle: se peleó con el muerto. A Lucrecia del Real le mandó a decir, con quien quisiera decírselo, que se conformara con el consuelo de haber tenido al menos un hombre entre la tanta gente que pasó por su cama. De la publicación sobre Lorenzo Daza no era posible saber qué la afectaba más, si la publicación misma, o el descubrimiento tardío de la verdadera identidad de su padre. Pero una de las dos, o ambas, la habían aniquilado. El cabello color de acero limpio, que tanto ennoblecía su rostro, parecía entonces de hilachas amarillas de maíz, y los hermosos ojos de pantera no recobraban el brillo de antaño ni con el esplendor de la rabia. La decisión de no seguir viviendo se le notaba en cada gesto. Hacía mucho tiempo que había renunciado al hábito de fumar, encerrada en el baño o en cualquier otra forma, pero reincidió por primera vez en póblico y con una voracidad desenfrenada, al principio con cigarrillos que ella misma liaba, como le había gustado siempre, y luego con los más ordinarios que se encontraban en el comercio, porque ya no tuvo tiempo ni paciencia para enrollarlos. Un hombre que no fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podía depararles el porvenir a un anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de Fermina Daza la magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había devuelto el carácter cerril de los veinte años.

Ella tenía un nuevo motivo de gratitud con Florentino Ariza, porque a raíz de las publicaciones infames él había mandado a La justicia una carta ejemplar sobre la responsabilidad ética de la prensa y el respeto de la honra ajena. No fue publicada, pero el autor mandó una copia al Diario del Comercio, el más antiguo y serio del litoral caribe, y éste la destacó en la página primera. Estaba firmada con el seudónimo de Júpiter, y era tan razonada, incisiva y bien escrita, que fue atribuída a algunos de los escritores más notables de la provincia. Fue una voz solitaria en medio del océano, pero se oyó muy hondo y muy lejos. Fermina Daza supo quién era el autor sin que nadie se lo dijera, porque reconoció algunas ideas y hasta una frase literal de las reflexiones morales de Florentino Ariza. De modo que lo recibió con un afecto reverdecido en el desorden de su abandono. Fue por esa época cuando América Vicuña se encontró sola una tarde de sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanográficas de las meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.

El doctor Urbino Daza se alegró de la reanudación de las visitas que tanto alentaban a su madre. Al contrario de Ofelia, su hermana, que volvió en el primer frutero de Nueva Orleans tan pronto como supo que Fermina Daza mantenía una amistad extraña con un hombre cuya calificación moral no era de las mejores. Su alarma hizo crisis desde la primera semana, cuando se dio cuenta del grado de familiaridad y dominio con que Florentino Ariza entraba en la casa, y de los cuchicheos y fugaces pleitos de novios con que transcurrían las visitas hasta muy entrada la noche. Lo que para el doctor Urbino Daza era una saludable afinidad de dos ancianos solitarios, para ella era una forma viciosa de concubinato secreto. Así fue siempre Ofelia Urbino, más parecida a doña Blanca, su abuela paterna, que si hubiera sido su hija. Era distinguida como ella, altanera como ella, y vivía como ella a merced de los prejuicios. No era capaz de concebir la inocencia de una amistad entre un hombre y una mujer ni a los cinco años de edad, y mucho menos a los ochenta. En una disputa aguerrida que tuvo con su hermano, dijo que lo único que faltaba para que Florentino Ariza acabara de consolar a su madre era que se metiera con ella en su cama de viuda. El doctor Urbino Daza no tenía agallas para enfrentársele, no las había tenido nunca frente a ella, pero su esposa intercedió con una justificación serena del amor a cualquier edad. Ofelia perdió los estribos.

—El amor es ridículo a nuestra edad —le gritó—, pero a la edad de ellos es una cochinada.

Se empeñó con tales ímpetus en la determinación de ahuyentar de la casa a Florentino Ariza, que llegó a oídos de Fermina Daza. Ella la llamó al dormitorio, como siempre que quería hablar sin ser oída por las criadas, y le pidió repetir sus recriminaciones. Ofelia no se las endulzó: estaba segura de que Florentino Ariza, cuya fama de pervertido no la ignoraba nadie, perseguía una relación equívoca, más perjudicial para el buen nombre de la familia que las fechorías de Lorenzo Daza y las aventuras ingenuas de Juvenal Urbino. Fermina Daza la escuchó sin decir palabra, sin parpadear siquiera, pero cuando terminó de escuchar era otra: había vuelto a la vida.

—Lo único que me duele es no tener fuerzas para darte la cueriza que te mereces, por atrevida y mal pensada —le dijo—. Pero ahora mismo te vas de esta casa, y te juro por los restos de mi madre que no la volverás a pisar mientras yo esté viva.

No hubo poder capaz de disuadirla. Mientras tanto, Ofelia se fue a vivir a la casa del hermano, y desde allá mandó toda clase de súplicas con emisarios de altura. Pero fue inútil. Ni la mediación del hijo ni la intervención de sus amigas consiguieron quebrantarla. A la nuera, con quien mantuvo siempre una cierta complicidad populachera, le soltó por fin una confidencia con la verba florida de sus mejores años: “Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos”. Encendió un cigarrillo con la colilla del otro, y acabó de sacarse el veneno que le carcomía las entrañas.

—¡Quese vayan a la mierda! —dijo—. Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande.

No hubo nada que hacer. Cuando por fin se convenció de que estaban agotadas todas las instancias, Ofelia volvió a Nueva Orleans. Lo único que logró de su madre fue que se despidiera de ella, y Fermina Daza aceptó después de muchas súplicas, pero sin permitirle que entrara en la casa: lo había jurado por los huesos de su madre, que para ella, por aquellos días de tinieblas, eran los únicos que quedaban limpios.

En alguna de las primeras visitas, hablando de sus buques, Florentino Ariza le había hecho a Fermina Daza una invitación formal para que fuera en viaje de descanso por el río. Con un día más de tren podía ir hasta la capital de la república, que ellos, como la mayoría de los caribes de su generación, seguían llamando con el nombre que tuvo hasta el siglo anterior: Santa Fe. Pero ella conservaba los resabios del esposo y no quería conocer una ciudad helada y sombría donde las mujeres no salían de sus casas sino para la misa de cinco, y no podían entrar en las heladerías ni en las oficinas públicas, según le habían dicho, y donde había a toda hora embotellamientos de entierros en las calles y una llovizna menuda desde los años de la mula herrada: peor que en París. En cambio, sentía una atracción muy fuerte por el río, quería ver los caimanes asoleándose en los playones, quería ser despertada en medio de la noche por el llanto de mujer de los manatíes, pero la idea de un viaje tan difícil, a su edad, y además viuda y sola, le parecía irreal.

Florentino Ariza volvió a reiterarle la invitación más adelante, cuando se decidió a seguir viva sin el esposo, y entonces le pareció más probable. Pero después del pleito con la hija, amargada por las injurias a su padre, por el rencor contra el esposo muerto, por la rabia de las zalamerías hipócritas de Lucrecia del Real, a quien tuvo por tantos años como su mejor amiga, ella misma se sentía de sobra en su propia casa. Una tarde, mientras tomaba su infusión de hojas universales, miró hacia el pantano del patio donde no volvería a retoñar el árbol de su desventura.

—Lo que quisiera es largarme de esta casa, caminando, derecho, derecho, derecho, y no volver más nunca —dijo.

—Vete en un buque —dijo Florentino Ariza.

Fermina Daza lo miró pensativa.

—Pues fíjate que podría ser —dijo.

No se le había ocurrido un momento antes de decirlo, pero le bastó con admitir la posibilidad para darlo por hecho. El hijo y la nuera entendieron encantados. Florentino Ariza se apresuró a precisar que Fermina Daza sería un huésped de honor en sus buques, se tendría para ella un camarote dispuesto como su propia casa, un servicio perfecto, y el capitán en persona estaría consagrado a su seguridad y su bienestar. Llevó mapas de la ruta para entusiasmarla, tarjetas postales de atardeceres furibundos, poemas al paraíso primitivo de La Magdalena escritos por viajeros ilustres, o que habían llegado a serlo por la excelencia del poema. Ella les daba una ojeada cuando estaba de humor.

—No tienes que engañarme como a una criatura —le decía—. Si me voy es porque lo he decidido, no por el interés del paisaje.

Cuando el hijo sugirió que la acompañara su esposa, lo cortó por lo sano: “Ya estoy muy grande para que me cuide nadie”. Ella misma arregló los pormenores del viaje. Sintió un inmenso descanso con la idea de vivir ocho días de subida y cinco de bajada sin nada más que lo indispensable: media docena de vestidos de algodón, sus cosas de tocador y aseo, un par de zapatos para embarcar y desembarcar y las babuchas caseras para el viaje, y nada más: el sueño de su vida.

En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.

En todo caso, a diferencia de los otros buques fluviales, antiguos y modernos, el Nueva Fidelidad tenía junto al camarote del capitán un camarote suplementario, amplio y confortable: una sala de visitas con muebles de bambú de colores festivos, un dormitorio matrimonial decorado por completo con motivos chinos, un baño con bañera y ducha, un amplio mirador cubierto, muy amplio, con helechos colgados y una visión completa hacia el frente y los dos lados del buque, y un sistema de refrigeración silencioso que mantenía todo el ámbito a salvo del estruendo exterior y en un clima de primavera perpetua. Esta habitación de lujo, conocida como el Camarote Presidencial porque allí habían viajado hasta entonces tres presidentes de la república, no tenía un propósito comercial, sino que se reservaba para autoridades de categoría y para invitados muy especiales. Florentino Ariza la había hecho construir con esa finalidad de imagen pública tan pronto como fue nombrado presidente de la C.F.C., pero con la seguridad íntima de que tarde o temprano iba a ser el refugio feliz de su viaje de bodas con Fermina Daza.

Llegado el día, en efecto, ella tomó posesión del Camarote Presidencial en su condición de dueña y señora. El capitán del buque hizo los honores de a bordo al doctor Urbino Daza y su esposa, y a Florentino Ariza, con champaña y salmón ahumado. Se llamaba Diego Samaritano, tenía un uniforme de lino blanco, de una corrección absoluta, desde la punta de los botines hasta la gorra con el escudo de la C.F.C. bordado en hilos dorados, y tenía en común con los otros capitanes del río una corpulencia de ceiba, una voz perentoria y unas maneras de cardenal florentino.

A las siete de la noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió resonar con un dolor agudo dentro del oído izquierdo. La noche anterior había tenido sueños surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la mañana se hizo llevar al cercano panteón del seminario, que entonces se llamaba el Cementerio de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta, en un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados. Luego le contó los pormenores del viaje, y se despidió hasta muy pronto. No quiso decirle a nadie más que se iba, como había hecho casi siempre que viajaba a Europa, para evitar las despedidas agotadoras. A pesar de sus tantos viajes se sentía como si este fuera el primero, y a medida que rodaba el día le aumentaba la zozobra. Una vez a bordo, se sintió abandonada y triste, y quería quedarse sola para llorar.

Cuando sonó la advertencia final, el doctor Urbino Daza y su esposa se despidieron de ella sin dramatismos, y Florentino Ariza los acompañó a la pasarela de desembarco. El doctor Urbino Daza trató de cederle el paso a continuación de su esposa, y sólo entonces cayó en la cuenta de que también Florentino Ariza se iba de viaje. El doctor Urbino Daza no pudo disimular el desconcierto.

—Pero de esto no habíamos hablado —dijo.

Florentino Ariza le mostró la llave de su camarote con una intención demasiado evidente: un camarote ordinario en la cubierta común. Pero al doctor Urbino Daza no le pareció una prueba bastante de inocencia. Dirigió a la esposa una mirada de náufrago, en busca de un punto de apoyo para su desconcierto, pero se encontró con unos ojos helados. Ella le dijo muy bajo, con voz severa: “¿Tú también?”. Sí: él también, como su hermana Ofelia, pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente. Pero supo reaccionar a tiempo, y se despidió de Florentino Ariza con un apretón de mano más resignado que agradecido.

Florentino Ariza los vio desembarcar desde la baranda del salón. Tal como lo esperaba y deseaba, el doctor Urbino Daza y su esposa se volvieron a mirarlo antes de entrar en el automóvil, y él los despidió con la mano. Ambos le correspondieron. Siguió en la baranda hasta que el automóvil desapareció en la polvareda del patio de carga, y luego fue a su camarote, a ponerse una ropa más adecuada para la primera cena a bordo, en el comedor privado del capitán.

Fue una noche espléndida, que el capitán Diego Samaritano condimentó con relatos suculentos de sus cuarenta años en el río, pero Fermina Daza tuvo que hacer un grande esfuerzo para parecer divertida. A pesar de que la última advertencia la dieron a las ocho y de que a esa hora hicieron bajar a los visitantes y levantaron la pasarela, el buque no zarpó mientras el capitán no terminó de comer y subió al puesto de mando a dirigir la maniobra. Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron asomados en el barandal de la sala común, confundidos con los pasajeros bulliciosos que jugaban a identificar las luces de la ciudad, hasta que el buque salió de la bahía, se metió por caños invisibles y ciénagas salpicadas por las luces ondulantes de los pescadores, y resolló por fin a pleno pulmón en el aire libre del río Grande de La Magdalena. Entonces la banda irrumpió con una pieza popular de moda, hubo una estampida de gozo de los pasajeros, y el baile se abrió en tropel.

Fermina Daza prefirió refugiarse en el camarote. No había dicho una palabra en toda la noche, y Florentino Ariza la había dejado perderse en sus cavilaciones. Sólo la interrumpió para despedirse frente al camarote, pero ella no tenía sueño, sólo un poco de frío, y sugirió que se sentaran un rato a ver el río desde el mirador privado. Florentino Ariza rodó dos poltronas de mimbre hasta la baranda, apagó las luces, le puso a ella sobre los hombros una manta de lana, y se sentó a su lado. Ella enrolló un cigarrillo de la cajita que él le llevaba de regalo, lo enrolló con una habilidad sorprendente, lo fumó despacio con el fuego dentro de la boca, sin hablar, y luego enrolló otros dos sucesivos y los fumó sin pausas. Florentino Ariza se tomó sorbo a sorbo dos termos de café cerrero.

El resplandor de la ciudad había desaparecido en el horizonte. Vistos desde el mirador oscuro, el río liso y callado, y los pastizales de ambas orillas bajo la luna llena, se convirtieron en una llanura fosforescente. De vez en cuando se veía una choza de paja junto a las grandes hogueras con que anunciaban que allí se vendía leña para las calderas de los buques. Florentino Ariza conservaba recuerdos borrosos de su viaje de juventud, y la visión del río los hacía revivir por ráfagas deslumbrantes como si fueran de ayer. Le contó algunos a Fermina Daza, creyendo que podía animarla, pero ella fumaba en otro mundo. Florentino Ariza renunció a sus recuerdos y la dejó a ella sola con los suyos, y mientras tanto enrollaba cigarrillos y se los iba dando encendidos, hasta que se acabó la caja. La música cesó después de la media noche, el bullicio de los pasajeros se dispersó y se deshizo en susurros dormidos, y los dos corazones se quedaron solos en el mirador en sombras, viviendo al compás de los resuellos del buque.

Al cabo de un largo rato, Florentino Ariza miró a Fermína Daza con el fulgor del río, la vio espectral, con el perfil de estatua dulcificado por un tenue resplandor azul, y se dio cuenta de que estaba llorando en silencio. Pero en vez de consolarla, o esperar que agotara sus lágrimas, como ella quería, se dejó invadir por el pánico.

—¿Quieres quedarte sola? —preguntó.

—Si lo quisiera no te hubiera dicho que entraras —dijo ella.

Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo muerto, en tiempo presente, como si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.

Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya. Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores mal resueltos. Suspiró de pronto: “Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no”. Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner el otro: un inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.

—Vete ahora —dijo.

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