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Durmió tres noches encadenado por los tobillos en los calabozos de la guarnición local. Pero cuando lo soltaron se sintió defraudado por la brevedad del cautiverio, y aun en los tiempos de su vejez, cuando otras tantas guerras se le confundían en la memoria, seguía pensando que era el único hombre de la ciudad, y tal vez del país, que había arrastrado grillos de cinco libras por una causa de amor.

Iban a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de matrimonio. En los seis meses anteriores le había enviado varias veces una camelia blanca, pero Florentino Ariza no estaba preparado para esa respuesta, pero su madre lo estaba. Desde que él le habló por primera vez de la intención de casarse, seis meses antes, Tránsito Ariza había iniciado las gestiones para tomar en alquiler toda la casa que hasta entonces compartía con dos familias más. Era una construcción civil del siglo xvu, de dos plantas, donde estuvo el Estanco del Tabaco bajo el dominio español, y cuyos propietarios arruinados habían tenido que alquilarla a pedazos por falta de recursos para mantenerla. Tenía una sección que daba a la calle, donde había estado el expendio, otra en el fondo de un patio adoquinado donde había estado la fábrica, y una caballeriza muy grande que los inquilinos actuales usaban en común para lavar la ropa y tenderla a secar. Tránsito Ariza ocupaba la primera parte, que era la más útil y mejor conservada, aunque también la más pequeña. En la antigua sala de expendio estaba la mercería, con un portón hacia la calle, y al lado el antiguo depósito sin más ventilación que una claraboya, donde dormía Tránsito Ariza. La trastienda era la mitad de la sala, dividida con un cancel de madera. Allí había una mesa con cuatro sillas que servía al mismo tiempo para comer y escribir, y era allí donde Florentino Ariza colgaba la hamaca cuando el amanecer no lo sorprendía escribiendo. Era un espacio bueno para los dos, pero insuficiente para una persona más, y menos para una señorita del Colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, cuyo padre había restaurado hasta dejarla como nueva una casa en escombros, mientras las familias de siete títulos se acostaban con el terror de que los techos de las mansiones se les desfondaran encima durante el sueño. De modo que Tránsito Ariza había conseguido que el propietario le permitiera ocupar también la galería del patio, a cambio de que mantuviera la casa en buen estado por cinco años.

Tenía recursos para eso. Aparte de los ingresos reales de la mercería y de las hilachas hemostáticas, que le hubieran alcanzado para su vida modesta, había multiplicado los ahorros prestándolos a una clientela de nuevos pobres vergonzantes que aceptaban sus réditos excesivos en gracia de su discreción. Señoras con aires de reinas bajaban de las carrozas en el portón de la mercería, sin nodrizas ni criados incómodos, y fingiendo comprar encajes de Holanda y ribetes de pasamanería empeñaban entre dos sollozos los últimos oropeles de su paraíso perdido. Tránsito Ariza las sacaba de apuros con tanta consideración por su alcurnia, que muchas se iban más agradecidas por el honor que por el favor. En menos de diez años conocía como suyas las joyas tantas veces rescatadas y vueltas a empeñar con lágrimas, y las ganancias convertidas en oro de ley estaban enterradas en una múcura debajo de la cama cuando el hijo tomó la decisión de casarse. Entonces hizo las cuentas, y descubrió que no sólo podía hacer el negocio de mantener en pie la casa ajena durante cinco años, sino que con la misma astucia y un poco más de suerte podía quizás comprarla antes de morir para los doce nietos que deseaba tener. Florentino Ariza, por su parte, había sido nombrado ayudante primero del telégrafo, con carácter interino, y Lotario Thugut quería dejarlo como jefe de la oficina cuando él se fuera a dirigir la Escuela de Telegrafía y Magnetismo, prevista para el año siguiente.

Así que el lado práctico del matrimonio estaba resuelto. Sin embargo, Tránsito Ariza creyó prudentes dos condiciones finales. La primera, averiguar quién era en realidad Lorenzo Daza, cuyo acento no dejaba ninguna duda sobre su origen, pero de cuya identidad y de cuyos medios de vida no tenía nadie una noticia cierta. La segunda, que el noviazgo fuera largo para que los novios se conocieran a fondo por el trato personal, y que se mantuviera la reserva más estricta hasta que ambos se sintieran muy seguros de sus afectos. Sugirió que esperaran hasta el final de la guerra. Florentino

Ariza estuvo de acuerdo con el secreto absoluto, tanto por las razones de su madre como por el her~ metismo propio de su carácter. Estuvo también de acuerdo con la demora del noviazgo, pero el término le pareció irreal, pues en más de medio siglo de vida independiente no había tenido el país ni un día de paz civil.

—Nos volveremos viejos esperando —dijo.

Su padrino el homeópata, que participaba por casualidad en la conversación, no creyó que las guerras fueran un inconveniente. Pensaba que no eran más que pleitos de pobres arreados como bueyes por los señores de la tierra, contra soldados descalzos arreados por el gobierno.

—La guerra está en el monte —dijo—. Desde que yo soy yo, en las ciudades no nos matan con tiros sino con decretos.

En todo caso, los pormenores del noviazgo fueron resueltos en las cartas de la semana siguiente. Fermina Daza, aconsejada por la tía Escolástica, aceptó el plazo de dos años y su reserva absoluta, y sugirió que Florentino Ariza pidiera su mano cuando ella terminara la escuela secundaria en las vacaciones de Navidad. En su momento se pondrían de acuerdo sobre el modo de formalizar el compromiso según el grado de aceptación que ella hubiera logrado de su padre. Mientras tanto, siguieron escribiéndose con el mismo ardor y la misma frecuencia, pero sin los sobresaltos de antes, y las cartas fueron derivando hacia un tono familiar que ya parecía de esposos. Nada perturbaba sus ensueños.

La vida de Florentino Ariza había cambiado. El amor correspondido le había dado una seguridad y una fuerza que no había conocido nunca, y fue tan eficaz en el trabajo que Lotario Thugut consiguió sin esfuerzos que lo nombraran segundo suyo en propiedad. Para entonces, el proyecto de la Escuela de Telegrafía y Magnetismo había fracasado, y el alemán consagró su tiempo libre a lo único que en realidad le gustaba, que era irse al puerto a tocar el acordeón y a tomar cerveza con los marineros, y todo terminaba en el hotel de paso. Transcurrió mucho tiempo antes de que Florentino Ariza se diera cuenta de que la influencia de Lotario Thugut en aquel sitio de placer se debía a quehabía terminado por ser el dueño del establecimiento, y además empresario de las pájaras del puerto. Lo había comprado poco a poco, con sus ahorros de muchos años, pero el que daba la cara por él era un hombrecillo flaco y tuerto, con una cabeza de cepillo, y un corazón tan manso que nadie entendía cómo podía ser tan buen gerente. Pero lo era. Al menos así le parecía a Florentino Ariza, cuando el gerente le dijo, sin que él se lo pidiera, que disponía de un cuarto permanente en el hotel, no sólo para resolver los problemas del bajo vientre, cuando se decidiera a tenerlos, sino para que dispusiera de un lugar más tranquilo para sus lecturas y sus cartas de amor. Así que mientras transcurrían los largos meses que faltaban para la formalización del compromiso estuvo más tiempo allí que en la oficina y en su casa, y hubo épocas en que Tránsito Ariza no lo vio sino cuando iba a cambiarse de ropa.

La lectura se le convirtió en un vicio insaciable. Desde que lo enseñó a leer, su madre le compraba los libros ilustrados de los autores nórdicos, que se vendían como cuentos para niños, pero que en realidad eran los más crueles y perversos que podían leerse a cualquier edad. Florentino Ariza los recitaba de memoria a los cinco años, tanto en las clases como en las veladas de la escuela, pero la familiaridad con ellos no le alivió el terror. Al contrario, lo agudizaba. De allí que el paso a la poesía fue como un remanso. Ya en la pubertad había consumido por orden de aparición todos los volúmenes de la Biblioteca Popular que Tránsito Ariza les compraba a los libreros de lance del Portal de los Escribanos, y en los que había de todo, desde Homero hasta el menos meritorio de los poetas locales. Pero él no hacía distinción: leía el volumen que llegara, como una orden de la fatalidad, y no le alcanzaron todos sus años de lecturas para saber qué era bueno y qué no lo era en lo mucho que había leído. Lo único que tenía claro era que entre la prosa y los versos prefería los versos, y entre éstos prefería los de amor, que aprendía de memoria aun sin proponérselo desde la segunda lectura, con tanta más facilidad cuanto mejor rimados y medidos, y cuanto más desgarradores.

Esta fue la fuente original de las primeras cartas a Fermina Daza, en las cuales aparecían parrafadas enteras sin cocinar de los románticos españoles, y lo fueron hasta que la vida real lo obligó a ocuparse de asuntos más terrestres que los dolores del corazón. Ya para entonces había dado un paso más hacia los folletines de lágrimas y otras prosas aún más profanas de su tiempo. Había aprendido a llorar con su madre leyendo a los poetas locales que se vendían en plazas y portales en folletos de a dos centavos. Pero al mismo tiempo era capaz de recitar de memoria la poesía castellana más selecta del Siglo de Oro. En general leía todo lo que le cayera en las manos, y en el orden en que le caía, hasta el extremo de que mucho después de aquellos duros años de su primer amor, cuando ya no era joven, había de leer desde la primera página hasta la última los veinte tomos del Tesoro de la Juventud, el catálogo completo de los clásicos Carnier Hnos., traducidos, y las obras más fáciles que publicaba don Vicente Blasco Ibáñez en la colección Prometeo.

En todo caso, sus mocedades en el hotel de paso no se redujeron a la lectura y la redacción de cartas febriles, sino que lo iniciaron en los secretos del amor sin amor. La vida de la casa empezaba después del mediodía, cuando sus amigas las pájaras se levantaban como sus madres las parieron, de modo que cuando Florentino Ariza llegaba del empleo se encontraba con un palacio poblado de ninfas en cueros, que comentaban a gritos los secretos de la ciudad, conocidos por las infidencias de los propios protagonistas. Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado: cicatrices de puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de cesáreas de carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores, frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban las ropas tan pronto como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez. Cada una cocinaba lo suyo, y nadie comía mejor que Florentino Ariza cuando lo invitaban, porque escogía lo mejor de cada una. Era una fiesta diaria que duraba hasta el atardecer, cuando las desnudas desfilaban cantando hacia los baños, se pedían prestado el jabón, el cepillo de dientes, las tijeras, se cortaban el pelo unas a otras, se vestían con las ropas cambiadas, se pintorreteaban como payasas lúgubres, y salían a cazar sus primeras presas de la noche. A partir de entonces, la vida de la casa se volvía impersonal, deshumanizada, y era imposible compartirla sin pagar.

No había un lugar donde Florentino Ariza estuviera mejor desde que conoció a Fermina Daza, porque era el único donde no se sentía solo. Más aún: terminó por ser el único donde se sentía con ella. Tal vez era por los mismos motivos que vivía allí una mujer mayor, elegante, de una hermosa cabeza plateada, que no participaba de la vida natural de las desnudas, y a quien éstas profesaban un respeto sacramental. Un novio prematuro la había llevado allí cuando era joven, y después de disfrutarla por un tiempo la abandonó a su suerte. Sin embargo, a pesar de su estigma, logró casarse bien. Ya muy mayor, cuando se quedó sola, dos hijos y tres hijas se disputaron el gusto de llevarla a vivir con ellos, pero a ella no se le ocurrió un lugar más digno para vivir que aquel hotel de perdularias tiernas. Su cuarto permanente era su única casa, y esto la identificó de inmediato con Florentino Ariza, del cual decía que llegaría a ser un sabio conocido en el mundo entero, porque era capaz de enriquecer su alma con la lectura en el paraíso de la salacidad. Florentino Ariza, por su parte, llegó a tenerle tanto afecto que la ayudaba en las compras del mercado, y solía pasar algunas tardes conversando con ella. Pensaba que era una mujer sabia en el amor, pues le dio muchas luces sobre el suyo, sin que él tuviera que revelarle su secreto.

Si antes de conocer el amor de Fermina Daza no había caído en tantas tentaciones al alcance de la mano, mucho menos iba a hacerlo cuando ya era su prometida oficial. Así que Florentino Ariza convivía con las muchachas, compartía sus gozos y sus miserias, pero ni a él ni a ellas se les ocurría ir más lejos. Un hecho imprevisto demostró la severidad de su determinación. Cualquier día a las seis de la tarde, cuando las muchachas se vestían para recibir a los clientes de la noche, entró en su cuarto la encargada de la limpieza en el piso: una mujer joven pero envejecida y macilenta, como una penitente vestida en la gloria de las desnudas. Él la veía a diario sin sentirse visto: andaba por los cuartos con las escobas, con un cubo para la basura y un trapo especial para recoger del suelo los preservativos usados. Entró en el cubículo donde Florentino Ariza leía, como siempre, y como siempre barrió con un cuidado extremo para no perturbarlo. De pronto pasó cerca de la cama, y él sintió la mano tibia y tierna en la cruz de su vientre, la sintió buscándolo, la sintió encontrarlo, la sintió soltándole los botones mientras la respiración de ella iba colmando el cuarto. Él fingió leer hasta que no pudo más, y tuvo que esquivar el cuerpo.

Ella se asustó, pues la primera advertencia que le hicieron para darle el empleo de barrendera fue que no intentara acostarse con los clientes. No tenían que decírselo, porque era de las que pensaban que la prostitución no era acostarse por dinero, sino acostarse con desconocidos. Tenía dos hijos, cada uno de un marido diferente, y no porque fueran aventuras casuales, sino porque no había conseguido amar a uno que volviera después de la tercera vez. Había sido hasta entonces una mujer sin urgencias, preparada por su naturaleza para esperar sin desesperar, pero la vida de aquella casa era más fuerte que sus virtudes. Entraba a trabajar a las seis de la tarde, y pasaba la noche entera de cuarto en cuarto, barriéndolos con cuatro escobazos, recogiendo los preservativos, cambiando las sábanas. No era fácil imaginar la cantidad de cosas que dejaban los hombres después del amor. Dejaban vómitos y lágrimas, lo cual le parecía comprensible, pero dejaban también muchos enigmas de la intimidad: charcos de sangre, parches de excrementos, ojos de vidrio, relojes de oro, dentaduras postizas, relicarios con rizos dorados, cartas de amor, de negocios, de pésame: cartas de todo. Algunos volvían por sus cosas perdidas, pero la mayoría se quedaban allí, y Lotario Thugut las guardaba bajo llave, pensando que tarde o temprano aquel palacio caído en desgracia, con los miles de objetos personales olvidados, sería un museo del amor.

El trabajo era duro y mal pagado, pero ella lo hacía bien. Lo que no podía soportar eran los sollozos, los lamentos, los crujidos de los resortes de las camas que se le iban sedimentando en la sangre con tanto ardor y tanto dolor, que al amanecer no podía soportar la ansiedad de acostarse con el primer mendigo que encontrara en la calle, o con un borracho desperdigado que le hiciera el favor sin más pretensiones ni preguntas. La aparición de un hombre sin mujer como Florentino Ariza, joven y limpio, fue para ella un regalo del cielo, porque desde el primer momento se dio cuenta de que era igual que ella: un menesteroso de amor. Pero él fue insensible a sus apremios. Se había mantenido virgen para Fermina Daza, y no había fuerza ni razón en este mundo que pudiera torcerle el propósito.

Esa era su vida, cuatro meses antes de la fecha prevista para formalizar el compromiso, cuando Lorenzo Daza apareció a las siete de la mañana en la oficina del telégrafo, y preguntó por él. Como aún no había llegado, lo esperó sentado en la banca hasta las ocho y diez, quitándose de un dedo y poniéndose en otro el pesado anillo de oro coronado por un ópalo noble, y cuando lo vio entrar lo reconoció de inmediato como el empleado del telégrafo, y lo tomó del brazo.

—Venga conmigo, jovencito —le dijo—. Usted y yo tenemos que hablar cinco minutos, de hombre a hombre.

Florentino Ariza, verde como un muerto, se dejó llevar. No estaba preparado para ese encuentro, porque Fermina Daza no había encontrado la ocasión ni el modo de prevenirlo. El caso era que el sábado anterior, la hermana Franca de la Luz, superiora del Colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, había entrado en la clase de Nociones de Cosmogonía con el sigilo de una serpiente, y espiando a las alumnas por encima del hombro descubrió que Fermina Daza fingía tomar notas en el cuaderno cuando en realidad estaba escribiendo una carta de amor. La falta, de acuerdo con los reglamentos del colegio, era motivo de expulsión. Citado de urgencia a la rectoría, Lorenzo Daza descubrió la gotera por donde estaba escurriéndose su régimen de hierro. Fermína Daza, con su entereza congénita, admitió la culpa de la carta, pero se negó a revelar la identidad del novio secreto, y volvió a negarse ante el Tribunal de Orden, que por este motivo confirmó el veredicto de expulsión. Sin embargo, el padre hizo una requisa del dormitorio que hasta entonces había sido un santuario inviolable, y en un doble fondo del baúl encontró los paquetes de tres años de cartas, escondidas con tanto amor como habían sido escritas. La firma era inequívoca, pero Lorenzo Daza no pudo creer ni entonces ni nunca que la hija no supiera de su novio escondido nada más que el oficio de telegrafista y su afición por el violín.

Convencido de que una relación tan difícil sólo era comprensible por la complicidad de la hermana, no le concedió a ésta ni la gracia de una disculpa, sino que la embarcó sin apelación en la goleta de San Juan de la Ciénaga. Fermina Daza no se alivió nunca de su último recuerdo, la tarde en que la despidió en el portal ardiendo de fiebre dentro de su hábito pardo, ósea y cenicienta, y la vio desaparecer en la llovizna del parquecito con lo único que le quedaba en la vida: el petate de soltera, y el dinero para sobrevivir un mes, envuelto en un pañuelo dentro del puño. Tan pronto como se liberó de la autoridad de su padre la hizo buscar por las provincias del Caribe, averiguando por ella con todo el que pudiera conocerla, y no encontró noticia alguna de su rastro hasta casi treinta años después, cuando recibió una carta que había pasado por muchas manos durante mucho tiempo, y en la cual le informaron que había muerto casi centenaria en el lazareto de Agua de Dios. Lorenzo Daza no previó la ferocidad con que la hija había de reaccionar por el castigo injusto de que fue víctima la tía Escolástica, a quien había identificado siempre con la madre que apenas recordaba. Se encerró con tranca en el dormitorio, sin comer ni beber, y cuando él logró por fin que le abriera, primero con amenazas y luego con súplicas mal disimuladas, se encontró con una pantera herida que nunca más volvería a tener quince años.

Trató de seducirla con toda clase de halagos. Trató de hacerle entender que el amor a su edad era un espejismo, trató de convencerla por las buenas de que devolviera las cartas y regresara al colegio a pedir perdón de rodillas, y le dio su palabra de honor de que él sería el primero en ayudarla a ser feliz con un pretendiente digno. Pero era como hablarle a un muerto. Derrotado, terminó por perder los estribos en el almuerzo del lunes, y mientras se atragantaba de improperios y blasfemias al borde de la conmoción, ella se puso el cuchillo de la carne en el cuello, sin dramatismo pero con pulso firme, y con unos ojos atónitos que él no se atrevió a desafiar. Fue entonces cuando asumió el riesgo de hablar cinco minutos, de hombre a hombre, con el advenedizo infausto que no recordaba haber visto nunca, y que en tan mala hora se había puesto de través en su vida. Por pura costumbre cogió el revólver antes de salir, pero tuvo el cuidado de llevarlo escondido debajo de la camisa.

Florentino Ariza no había recobrado el aliento cuando Lorenzo Daza lo llevó del brazo por la Plaza de la Catedral hasta la galería de arcos del Café de la Parroquia, y lo invitó a sentarse en la terraza. No había otros clientes a esa hora, y una matrona negra fregaba las baldosas del enorme salón con vitrales astillados y polvorientos, cuyas sillas estaban todavía puestas patas arriba sobre las mesas de mármol. Florentino Ariza había visto allí muchas veces a Lorenzo Daza jugando y tomando vino de barril con los asturianos del mercado público, mientras se peleaban a gritos por otras guerras crónicas que no eran las nuestras. Muchas veces, consciente del fatalismo del amor, se preguntaba cómo sería el encuentro que tarde o temprano iba a tener con él, y que ningún poder humano había de impedir, porque estaba inscrito desde siempre en el destino de ambos. Lo suponía como un altercado desigual, no sólo porque Fermina Daza lo había prevenido en las cartas sobre el carácter tempestuoso de su padre, sino porque él mismo había notado que sus ojos parecían coléricos hasta cuando reía a carcajadas en la mesa de juego. Todo él era un tributo a la ordinariez: la panza innoble, el habla enfática, las patillas de lince, las manos bastas con el anular sofocado por la montura de ópalo. Su único rasgo enternecedor, que Florentino Ariza reconoció desde la primera vez que lo vio caminar, era que tenía el mismo andar de venada de la hija. Sin embargo, cuando le indicó la silla para que se sentara no lo encontró tan áspero como parecía, y recobró el aliento cuando lo invitó a tomarse una copa de anisado. Florentino Ariza no lo había bebido nunca a las ocho de la mañana, pero aceptó agradecido, porque lo estaba necesitando con urgencia.

Lorenzo Daza, en efecto, no tardó más de cinco minutos para dar sus razones, y lo hizo con una sinceridad desarmante que acabó de confundir a Florentino Ariza. A la muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía leer ni escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó: “Lo único peor que la mala salud es la mala fama”. Sin embargo, dijo, el verdadero secreto de su fortuna era que ninguna de sus mulas trabajaba tanto y con tanta determinación como él mismo, aun en los tiempos más agrios de las guerras, cuando los pueblos amanecían en cenizas y los campos devastados. Aunque la hija no estuvo nunca al corriente de la premeditación de su destino, se comportaba como un cómplice entusiasta. Era inteligente y metódica, hasta el punto de que enseñó a leer al padre tan pronto como aprendió ella, y a los doce años tenía un dominio de la realidad que le hubiera bastado para llevar la casa sin necesidad de la tía Escolástica. Suspiró: “Es una mula de oro”. Cuando la hija terminó la escuela primaria, con cinco en todo y mención de honor en el acto de clausura, él comprendió que el ámbito de San Juan de la Ciénaga le quedaba estrecho a sus ilusiones. Entonces liquidó tierras y animales, y se trasladó con ímpetus nuevos y setenta mil pesos oro a esta ciudad en ruinas y con sus glorias apolilladas, pero donde una mujer bella y educada a la antigua tenía aún la posibilidad de volver a nacer con un matrimonio de fortuna. La irrupción de Florentino Ariza había sido un tropiezo imprevisto en aquel plan encarnizado. “Así que he venido a hacerle una súplica”, dijo Lorenzo Daza. Mojó el cabo del tabaco en el anisado, le dio una chupada sin humo, y concluyó con la voz afligida:

—Apártese de nuestro camino.

Florentino Ariza lo había escuchado bebiendo a sorbos el aguardiente de anís, y tan absorto en la revelación del pasado de Fermina Daza que no se preguntó siquiera qué iba a decir cuando tuviera que hablar. Pero llegado el momento se dio cuenta de que cualquier cosa que dijera comprometía su destino.

—¿Usted habló con ella? —preguntó.

—Eso no le incumbe a usted —dijo Lorenzo Daza.

—Se lo pregunto —dijo Florentino Ariza— porque me parece que la que tiene que decidir es ella.

—Nada de eso —dijo Lorenzo Daza—: esto es un asunto de hombres y se arregla entre hombres.

El tono se había vuelto amenazante, y un cliente de una mesa cercana se volvió a mirarlos. Florentino Ariza habló con la voz más tenue pero con la resolución más imperiosa de que fue capaz:

—De todos modos —dijo— no puedo contestar nada sin saber qué piensa ella. Sería una traición.

Entonces Lorenzo Daza se echó hacia atrás en el asiento con los párpados enrojecidos y húmedos, y el ojo izquierdo giró en su órbita y quedó torcido hacia fuera. También bajó la voz.

—No me fuerce a pegarle un tiro —dijo.

Florentíno Ariza sintió que las tripas se le llenaron de una espuma fría. Pero la voz no le tembló, porque también él se sintió iluminado por el Espíritu Santo.

—Péguemelo —dijo, con la mano en el pecho—. No hay mayor gloria que morir por amor.

Lorenzo Daza tuvo que mirarlo de lado, como los loros, para encontrarlo con el ojo torcido. No pronunció las tres palabras sino que pareció escupirlas sílaba por sílaba:

—¡Hi–jo–de–pu–ta!

Aquella misma semana se llevó a la hija al viaje del olvido. No le dio explicación alguna, sino que irrumpió en el dormitorio con los bigotes sucios por la cólera revuelta con el tabaco masticado, y le ordenó que hiciera el equipaje. Ella le preguntó para dónde iban, y él contestó: “Para la muerte”. Asustada por aquella respuesta que se parecía demasiado a la verdad, trató de enfrentarlo con el coraje de los días anteriores, pero él se quitó el cinturón con la hebilla de cobre macizo, se la enroscó en el puño, y dio en la mesa un correazo que resonó en la casa como un disparo de rifle. Fermina Daza conocía muy bien el alcance y la ocasión de su propia fuerza, de modo que hizo un petate con dos esteras y una hamaca, y dos baúles grandes con todas sus ropas, segura de que era un viaje sin regreso. Antes de vestirse, se encerró en el baño y alcanzó a escribirle a Florentino Ariza una breve carta de adiós,en una hoja arrancada del cuadernillo de papel higiénico. Luego se cortó la trenza completa desde la nuca con las tijeras de podar, la enrolló dentro de un estuche de terciopelo bordado con hilos de oro, y la mandó junto con la carta.

Fue un viaje demente. La sola etapa inicial en una caravana de arrieros andinos duró once jornadas a lomo de mula por las cornisas de la Sierra Nevada, embrutecidos por soles desnudos o ensopados por las lluvias horizontales de octubre, y casi siempre con el aliento petrificado por el vaho adormecedor de los precipicios. Al tercer día de camino, una mula enloquecida por los tábanos se desbarrancó con su jinete y arrastró consigo la cordada entera, y el alarido del hombre y su racimo de siete animales amarrados entre sí continuaba rebotando por cañadas y cantiles varias horas después del desastre, y siguió resonando durante años y años en la memoria de Fermina Daza. Todo su equipaje se despeñó con las mulas, pero en el instante de siglos que duró la caída hasta que se extinguió en el fondo el alarido de pavor, ella no pensó en el pobre mulero muerto ni en la recua despedazada, sino en la desgracia de que su propia mula no estuviera también amarrada a las otras.

Era la primera vez que montaba, pero el terror y las penurias incontables del viaje no le hubieran parecido tan amargas de no haber sido por la certidumbre de que nunca más vería a Florentino Ariza ni tendría el consuelo de sus cartas. Desde el comienzo del viaje no había vuelto a dirigirle la palabra a su padre, y éste estaba tan confundido que apenas le hablaba en casos indispensables, o le mandaba recados con los muleros. Cuando tuvieron mejor suerte encontraron alguna fonda de vereda donde servían comidas de monte que ella se negaba a comer, y les alquilaban camas de lienzo percudidas de sudores y orines rancios. Lo más frecuente, sin embargo, era pasar la noche en rancherías de indios, dormitorios públicos al aire libre construidos a la orilla de los caminos con hileras de horcones y techos de palma amarga, donde todo el que llegaba tenía derecho a quedarse hasta el amanecer. Fermina Daza no logró dormir una noche completa, sudando de miedo, sintiendo en la oscuridad el trajín de los viajeros sigilosos que amarraban sus bestias en los horcones y colgaban las hamacas donde podían.

Al atardecer, cuando llegaban los primeros, el lugar era despejado y tranquilo, pero amanecía transformado en una plaza de feria, con un hacinamiento de hamacas colgadas a distintos niveles, y aruacos de la sierra durmiendo en cuclillas, y el berrinche de los chivos amarrados y el alboroto de los gallos de pelea en sus guacales de faraones, y la mudez acezante de los perros montunos enseñados a no ladrar por los riesgos de la guerra. Aquellas penurias eran familiares a Lorenzo Daza, que había traficado por la región durante media vida, y casi siempre se encontraba con amigos viejos al amanecer. Para la hija era una agonía perpetua. La hedentina de las cargas de bagre salado, sumada a la inapetencia propia de la añoranza, acabaron por estropearle el hábito de comer, y si no enloqueció de desesperación fue porque siempre encontró un alivio en el recuerdo de Florentino Ariza. No dudó de que aquella fuera la tierra del olvido.

Otro terror constante era el de la guerra. Desde el principio del viaje se había hablado del peligro de encontrar patrullas desperdigadas, y los arrieros los habían instruido sobre los diversos modos de saber a qué bando pertenecían para que procedieran en consecuencia. Era frecuente encontrar una partida de soldados de a caballo, al mando de un oficial, que hacía la leva de nuevos reclutas enlazándolos como novillos en plena carrera. Agobiada por tantos horrores, Fermina Daza se había olvidado de aquel que le parecía más legendario que inminente, hasta una noche en que una patrulla sin filiación conocida secuestró a dos viajeros de la caravana y los colgó de un campano a media legua de la ranchería. Lorenzo Daza no tenía nada que ver con ellos, pero los hizo descolgar y les dio cristiana sepultura en acción de gracias por no haber corrido igual suerte. No era para menos. Los asaltantes lo habían despertado con un cañón de escopeta en el vientre, y un comandante en harapos con la cara pintada de negro–humo, iluminándolo con una lámpara, le preguntó si era liberal o conservador.

—Ni lo uno ni lo otro —dijo Lorenzo Daza—. Soy súbdito español.

—¡Qué suerte! —dijo el comandante, y se despidió de él con la mano en alto—: ¡Viva el rey!

Dos días después bajaron a la llanura luminosa donde estaba asentada la alegre población de Valledupar. Había peleas de gallos en los patios, músicas de acordeones en las esquinas, jinetes en caballos de buena sangre, cohetes y campanas. Estaban armando un castillo de pirotecnia. Fermina Daza no se percató siquiera de la parranda. Se hospedaron en la casa del tío Lisímaco Sánchez, hermano de su madre, que había salido a recibirlos en el camino real al frente de una bulliciosa cabalgata de parientes juveniles montados en las bestias de mejor raza de toda la provincia, y los condujeron por las calles del pueblo en medio del fragor de los fuegos artificiales. La casa estaba en el marco de la Plaza Grande, junto a la iglesia colonial varias veces remendada, y parecía más bien una factoría de hacienda por los aposentos amplios y sombríos, y el corredor oloroso a guarapo caliente frente a un huerto de árboles frutales.

Tan pronto como desmontaron en las caballerizas, los salones de visita fueron desbordados por numerosos parientes desconocidos que hostigaban a Fermina Daza con sus efusiones insoportables, pues estaba impedida para querer a nadie más en este mundo, escaldada por la montura, muerta de sueño y con el vientre suelto, y lo único que ansiaba era un sitio solitario y quieto para llorar. Su prima Hildebranda Sánchez, dos años mayor que ella y con su misma altivez imperial, fue la única que comprendió su estado desde que la vio por primera vez, porque también ella se consumía en las brasas de un amor temerario. Al anochecer la llevó al dormitorio que había preparado para compartirlo con ella, y no pudo entender que estuviera viva con las úlceras de fuego de sus asentaderas. Ayudada por su madre, una mujer muy dulce y tan parecida al esposo como si fueran gemelos, le preparó un baño de asiento y le mitigó los ardores con compresas de árnica, mientras los truenos del castillo de pólvora estremecían los fundamentos de la casa.

Hacia la medianoche se fueron las visitas, la fiesta pública se descompuso en varios rescoldos dispersos, y la prima Hildebranda le prestó a Fermina Daza un camisón de madapolán para dormir, y la ayudó a acostarse en una cama de sábanas tersas y almohadas de plumas que le infundieron de pronto el pánico instantáneo de la felicidad. Cuando por fin quedaron solas en el dormitorio, cerró la puerta con tranca y sacó de debajo de la estera de su cama un sobre de manila lacrado con los emblemas del Telégrafo Nacional. A Fermina Daza le bastó con ver la expresión de malicia radiante de la prima para que retoñara en la memoria de su corazón el olor pensativo de las gardenias blancas, antes de triturar el sello de lacre con los dientes y quedarse chapaleando hasta el amanecer en el pantano de lágrimas de los once telegramas desaforados.

Entonces lo supo. Antes de emprender el viaje, Lorenzo Daza había cometido el error de anunciarlo por telégrafo a su cuñado Lisímaco Sánchez, y éste a su vez había mandado la noticia a su vasta e intrincada parentela, diseminada en numerosos pueblos y veredas de la provincia. De modo que Florentino Ariza no sólo pudo averiguar el itinerario completo, sino que había establecido una larga hermandad de telegrafistas para seguir el rastro de Fermina Daza hasta la última ranchería del Cabo de la Vela. Esto le permitió mantener con ella una comunicación intensa desde que llegó a Valledupar, donde permaneció tres meses, hasta el término del viaje en Riohacha, un año y medio después, cuando Lorenzo Daza dio por hecho que la hija había por fin olvidado, y decidió volver a casa. Tal vez él mismo no era consciente de cuánto se había relajado su vigilancia, distraído como estaba con los halagos de los parientes políticos, que al cabo de tantos años habían depuesto sus prejuicios tribales y lo admitieron a corazón abierto como uno de los suyos. La visita fue una reconciliación tardía, aunque no hubiera sido ese el propósito. En efecto, la familia de Fermina Sánchez se había opuesto a toda costa a que ella se casara con un inmigrante sin origen, hablador y bruto, que siempre estaba de paso en todas partes, con un negocio de mulas cerreras que parecía demasiado simple para ser limpio. Lorenzo Daza se jugaba a fondo, porque su pretendida era la más preciada de una familia típica de la región: una cábila intrincada de mujeres bravas y hombres de corazón tierno y gatillo fácil, perturbados hasta la demencia por el sentido del honor. Sin embargo, Fermina Sánchez se sentó en su capricho con la determinación ciega de los amores contrariados, y se casó con él a despecho de la familia, con tanta prisa y tantos misterios, que pareció como si no lo hiciera por amor sino por cubrir con un manto sacramental algún descuido prematuro.

Veinticinco años después, Lorenzo Daza no se daba cuenta de que su intransigencia con los amoríos de la hija era una repetición viciosa de su propia historia, y se dolía de su desgracia ante los mismos cuñados que se habían opuesto a él, como éstos se habían dolido en su momento ante los suyos. Sin embargo, el tiempo que él perdía en lamentos lo ganaba la hija en sus amores. Así, mientras él andaba castrando novillos y desbravando mulas en las tierras venturosas de sus cuñados, ella se paseaba con la rienda suelta en un tropel de primas comandadas por Hildebranda Sánchez, la más bella y servicial, cuya pasión sin porvenir por un hombre veinte años mayor, casado y con hijos, se conformaba con miradas furtivas.

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