Era la primera vez que montaba, pero el terror y las penurias incontables del viaje no le hubieran parecido tan amargas de no haber sido por la certidumbre de que nunca más vería a Florentino Ariza ni tendría el consuelo de sus cartas. Desde el comienzo del viaje no había vuelto a dirigirle la palabra a su padre, y éste estaba tan confundido que apenas le hablaba en casos indispensables, o le mandaba recados con los muleros. Cuando tuvieron mejor suerte encontraron alguna fonda de vereda donde servían comidas de monte que ella se negaba a comer, y les alquilaban camas de lienzo percudidas de sudores y orines rancios. Lo más frecuente, sin embargo, era pasar la noche en rancherías de indios, dormitorios públicos al aire libre construidos a la orilla de los caminos con hileras de horcones y techos de palma amarga, donde todo el que llegaba tenía derecho a quedarse hasta el amanecer. Fermina Daza no logró dormir una noche completa, sudando de miedo, sintiendo en la oscuridad el trajín de los viajeros sigilosos que amarraban sus bestias en los horcones y colgaban las hamacas donde podían.
Al atardecer, cuando llegaban los primeros, el lugar era despejado y tranquilo, pero amanecía transformado en una plaza de feria, con un hacinamiento de hamacas colgadas a distintos niveles, y aruacos de la sierra durmiendo en cuclillas, y el berrinche de los chivos amarrados y el alboroto de los gallos de pelea en sus guacales de faraones, y la mudez acezante de los perros montunos enseñados a no ladrar por los riesgos de la guerra. Aquellas penurias eran familiares a Lorenzo Daza, que había traficado por la región durante media vida, y casi siempre se encontraba con amigos viejos al amanecer. Para la hija era una agonía perpetua. La hedentina de las cargas de bagre salado, sumada a la inapetencia propia de la añoranza, acabaron por estropearle el hábito de comer, y si no enloqueció de desesperación fue porque siempre encontró un alivio en el recuerdo de Florentino Ariza. No dudó de que aquella fuera la tierra del olvido.
Otro terror constante era el de la guerra. Desde el principio del viaje se había hablado del peligro de encontrar patrullas desperdigadas, y los arrieros los habían instruido sobre los diversos modos de saber a qué bando pertenecían para que procedieran en consecuencia. Era frecuente encontrar una partida de soldados de a caballo, al mando de un oficial, que hacía la leva de nuevos reclutas enlazándolos como novillos en plena carrera. Agobiada por tantos horrores, Fermina Daza se había olvidado de aquel que le parecía más legendario que inminente, hasta una noche en que una patrulla sin filiación conocida secuestró a dos viajeros de la caravana y los colgó de un campano a media legua de la ranchería. Lorenzo Daza no tenía nada que ver con ellos, pero los hizo descolgar y les dio cristiana sepultura en acción de gracias por no haber corrido igual suerte. No era para menos. Los asaltantes lo habían despertado con un cañón de escopeta en el vientre, y un comandante en harapos con la cara pintada de negro–humo, iluminándolo con una lámpara, le preguntó si era liberal o conservador.
—Ni lo uno ni lo otro —dijo Lorenzo Daza—. Soy súbdito español.
—¡Qué suerte! —dijo el comandante, y se despidió de él con la mano en alto—: ¡Viva el rey!
Dos días después bajaron a la llanura luminosa donde estaba asentada la alegre población de Valledupar. Había peleas de gallos en los patios, músicas de acordeones en las esquinas, jinetes en caballos de buena sangre, cohetes y campanas. Estaban armando un castillo de pirotecnia. Fermina Daza no se percató siquiera de la parranda. Se hospedaron en la casa del tío Lisímaco Sánchez, hermano de su madre, que había salido a recibirlos en el camino real al frente de una bulliciosa cabalgata de parientes juveniles montados en las bestias de mejor raza de toda la provincia, y los condujeron por las calles del pueblo en medio del fragor de los fuegos artificiales. La casa estaba en el marco de la Plaza Grande, junto a la iglesia colonial varias veces remendada, y parecía más bien una factoría de hacienda por los aposentos amplios y sombríos, y el corredor oloroso a guarapo caliente frente a un huerto de árboles frutales.
Tan pronto como desmontaron en las caballerizas, los salones de visita fueron desbordados por numerosos parientes desconocidos que hostigaban a Fermina Daza con sus efusiones insoportables, pues estaba impedida para querer a nadie más en este mundo, escaldada por la montura, muerta de sueño y con el vientre suelto, y lo único que ansiaba era un sitio solitario y quieto para llorar. Su prima Hildebranda Sánchez, dos años mayor que ella y con su misma altivez imperial, fue la única que comprendió su estado desde que la vio por primera vez, porque también ella se consumía en las brasas de un amor temerario. Al anochecer la llevó al dormitorio que había preparado para compartirlo con ella, y no pudo entender que estuviera viva con las úlceras de fuego de sus asentaderas. Ayudada por su madre, una mujer muy dulce y tan parecida al esposo como si fueran gemelos, le preparó un baño de asiento y le mitigó los ardores con compresas de árnica, mientras los truenos del castillo de pólvora estremecían los fundamentos de la casa.
Hacia la medianoche se fueron las visitas, la fiesta pública se descompuso en varios rescoldos dispersos, y la prima Hildebranda le prestó a Fermina Daza un camisón de madapolán para dormir, y la ayudó a acostarse en una cama de sábanas tersas y almohadas de plumas que le infundieron de pronto el pánico instantáneo de la felicidad. Cuando por fin quedaron solas en el dormitorio, cerró la puerta con tranca y sacó de debajo de la estera de su cama un sobre de manila lacrado con los emblemas del Telégrafo Nacional. A Fermina Daza le bastó con ver la expresión de malicia radiante de la prima para que retoñara en la memoria de su corazón el olor pensativo de las gardenias blancas, antes de triturar el sello de lacre con los dientes y quedarse chapaleando hasta el amanecer en el pantano de lágrimas de los once telegramas desaforados.
Entonces lo supo. Antes de emprender el viaje, Lorenzo Daza había cometido el error de anunciarlo por telégrafo a su cuñado Lisímaco Sánchez, y éste a su vez había mandado la noticia a su vasta e intrincada parentela, diseminada en numerosos pueblos y veredas de la provincia. De modo que Florentino Ariza no sólo pudo averiguar el itinerario completo, sino que había establecido una larga hermandad de telegrafistas para seguir el rastro de Fermina Daza hasta la última ranchería del Cabo de la Vela. Esto le permitió mantener con ella una comunicación intensa desde que llegó a Valledupar, donde permaneció tres meses, hasta el término del viaje en Riohacha, un año y medio después, cuando Lorenzo Daza dio por hecho que la hija había por fin olvidado, y decidió volver a casa. Tal vez él mismo no era consciente de cuánto se había relajado su vigilancia, distraído como estaba con los halagos de los parientes políticos, que al cabo de tantos años habían depuesto sus prejuicios tribales y lo admitieron a corazón abierto como uno de los suyos. La visita fue una reconciliación tardía, aunque no hubiera sido ese el propósito. En efecto, la familia de Fermina Sánchez se había opuesto a toda costa a que ella se casara con un inmigrante sin origen, hablador y bruto, que siempre estaba de paso en todas partes, con un negocio de mulas cerreras que parecía demasiado simple para ser limpio. Lorenzo Daza se jugaba a fondo, porque su pretendida era la más preciada de una familia típica de la región: una cábila intrincada de mujeres bravas y hombres de corazón tierno y gatillo fácil, perturbados hasta la demencia por el sentido del honor. Sin embargo, Fermina Sánchez se sentó en su capricho con la determinación ciega de los amores contrariados, y se casó con él a despecho de la familia, con tanta prisa y tantos misterios, que pareció como si no lo hiciera por amor sino por cubrir con un manto sacramental algún descuido prematuro.
Veinticinco años después, Lorenzo Daza no se daba cuenta de que su intransigencia con los amoríos de la hija era una repetición viciosa de su propia historia, y se dolía de su desgracia ante los mismos cuñados que se habían opuesto a él, como éstos se habían dolido en su momento ante los suyos. Sin embargo, el tiempo que él perdía en lamentos lo ganaba la hija en sus amores. Así, mientras él andaba castrando novillos y desbravando mulas en las tierras venturosas de sus cuñados, ella se paseaba con la rienda suelta en un tropel de primas comandadas por Hildebranda Sánchez, la más bella y servicial, cuya pasión sin porvenir por un hombre veinte años mayor, casado y con hijos, se conformaba con miradas furtivas.
Después de la prolongada estancia en Valledupar prosiguieron el viaje por las estribaciones de la sierra, a través de praderas floridas y mesetas de ensueño, y en todos los pueblos fueron recibidos como en el primero, con músicas y petardos, y con nuevas primas confabuladas y mensajes puntuales en las telegrafías. Bien pronto se dio cuenta Fermina Daza de que la tarde de su llegada a Valledupar no había sido distinta, sino que en aquella provincia feraz todos los días de la semana se vivían como si fueran de fiesta. Los visitantes dormían donde los sorprendiera la noche y comían donde los encontraba el hambre, pues eran casas de puertas abiertas donde siempre había una hamaca colgada y un sancocho de tres carnes hirviendo en el fogón, por si alguien llegaba antes que su telegrama de aviso, como ocurría casi siempre. Hildebranda Sánchez acompañó a la prima en el resto del viaje, guiándola con~pulso alegre a través de las marañas de la sangre hasta sus fuentes de origen. Fermina Daza se reconoció, se sintió dueña de sí misma por primera vez, se sintió acompañada y protegida, con los pulmones colmados por un aire de libertad que le devolvió el sosiego y la voluntad de vivir. Aun en sus últimos años había de evocar aquel viaje, cada vez más reciente en la memoria, con la lucidez perversa de la nostalgia.
Una noche regresó del paseo diario aturdida por la revelación de que no sólo se podía ser feliz sin amor sino también contra el amor. La revelación la alarmó, porque una de sus primas había sorprendido una conversación de sus padres con Lorenzo Daza, en la que éste había sugerido la idea de concertar el matrimonio de su hija con el heredero único de la fortuna fabulosa de Cleofás Moscote. Fermina Daza lo conocía. Lo había visto caracoleando en las plazas sus caballos perfectos, con gualdrapas tan ricas que parecían ornamentos de misa, y era elegante y diestro, y tenía unas pestañas de soñador que hacían suspirar a las piedras, pero ella lo comparó con su recuerdo de Florentino Ariza sentado bajo los almendros del parquecito, pobre y escuálido, con el libro de versos en el regazo, y no encontró en su corazón ni una sombra de duda.
Por aquellos días, Hildebranda Sánchez andaba delirando de ilusiones después de visitar a una pitonisa cuya clarividencia la había asombrado. Asustada por las intenciones de su padre, también Fermina Daza fue a consultarla. Las barajas le anunciaron que no había en su porvenir ningún obstáculo para un matrimonio largo y feliz, y aquel pronóstico le devolvió el aliento, porque no concebía que un destino tan venturoso pudiera ser con un hombre distinto del que amaba. Exaltada por esa certidumbre, asumió entonces el mando de su albedrío. Fue así como la correspondencia telegráfica con Florentino Ariza dejó de ser un concierto de intenciones y promesas ilusorias, y se volvió metódica y práctica, y más intensa que nunca. Fijaron fechas, establecieron modos, empeñaron sus vidas en la determinación común de casarse sin consultarlo con nadie, donde fuera y como fuera, tan pronto como volvieran a encontrarse. Fermina Daza consideraba tan severo este compromiso, que la noche en que su padre le dio permiso para que asistiera a su primer baile de adultos, en la población de Fonseca, a ella no le pareció decente aceptarlo sin el consentimiento de su prometido. Florentino Ariza estaba aquella noche en el hotel de paso, jugando barajas con Lotario Thugut, cuando le avisaron que tenía un llamado telegráfico urgente.
Era el telegrafista de Fonseca, que había enclavijado siete estaciones intermedias para que Fermina Daza pidiera el permiso de asistir al baile. Pero una vez que lo obtuvo, ella no se conformó con la simple respuesta afirmativa, sino que pidió una prueba de que en efecto era Florentino Ariza quien estaba operando el manipulador en el otro extremo de la línea. Más atónito que halagado, él compuso una frase de identificación: Dígale que se lo juro por la diosa coronada. Fermina Daza reconoció el santo y seña, y estuvo en su primer baile de adultos hasta las siete de la mañana, cuando debió cambiarse a las volandas para no llegar tarde a la misa. Para entonces tenía en el fondo del baúl más cartas y telegramas de cuantos le había quitado su padre, y había aprendido a comportarse con los modales de una mujer casada. Lorenzo Daza interpretó aquellos cambios de su modo de ser como una evidencia de que la distancia y el tiempo la habían restablecido de sus fantasías juveniles, pero nunca le planteó el proyecto del matrimonio concertado. Sus relaciones se hicieron fluidas, dentro de las reservas formales que ella le había impuesto desde la expulsión de la tía Escolástica, y esto les permitió una convivencia tan cómoda que nadie habría dudado de que estaba fundada en el cariño.
Fue por esa época cuando Florentino Ariza decidió contarle en sus cartas que estaba empeñado en rescatar para ella el tesoro del galeón sumergido. Era cierto, y se le había ocurrido como un soplo de inspiración, una tarde de luz en que el mar parecía empedrado de aluminio por la cantidad de peces sacados a flote por el barbasco. Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita. Una de las diversiones de Florentino Ariza, mientras duraba el viaje de Fermina Daza, era ver desde las escolleras cómo los pescadores cargaban sus cayucos con los enormes chinchorros de peces dormidos. Al mismo tiempo, una pandilla de niños que nadaban como tiburones pedían a los curiosos que les echaran monedas para rescatarlas del fondo del agua. Eran los mismos que salían nadando con igual propósito al encuentro de los transatlánticos, y sobre los cuales se habían escrito tantas crónicas de viaje en Estados Unidos y Europa, por su maestría en el arte de bucear. Florentino Ariza los conocía desde siempre, aun antes que al amor, pero nunca se le había ocurrido que tal vez fueran capaces de sacar a flote la fortuna del galeón. Se le ocurrió esa tarde, y desde el domingo siguiente hasta el regreso de Fermina Daza, casi un año después, tuvo un motivo adicional de delirio.
Euclides, uno de los niños nadadores, se alborotó tanto como él con la idea de una exploración submarina, después de conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo un cayuco de pescador por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si sería capaz de localizar un lugar exacto a dieciséis millas náuticas al noroeste de la isla mayor del archipiélago de Sotavento, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de noche orientándose por las estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar, y Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le preguntó si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un secreto aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la Inquisición, y Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía decir que sí con tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda. Al final le hizo la cuenta de los gastos: el alquiler del cayuco, el alquiler del canalete, el alquiler de un recado de pescar para que nadie sospechara la verdad de sus incursiones. Había que llevar además la comida, un garrafón de agua dulce. una lámpara de aceite, un mazo de velas de sebo y un cuerno de cazador para pedir auxilio en caso de emergencia.
Tenía unos doce años, y era rápido y astuto, y hablador sin descanso, con un cuerpo de anguila que parecía hecho para pasar reptando por un ojo de buey. La intemperie le había curtido la piel hasta un punto en que era imposible imaginar su color original, y esto hacía parecer más radiantes sus grandes ojos amarillos. Florentino Ariza decidió de inmediato que era el cómplice perfecto para una aventura de semejantes caudales, y la emprendieron sin más trámites el domingo siguiente.
Zarparon del puerto de los pescadores al amanecer, bien provistos y mejor dispuestos. Euclides casi desnudo, apenas con el taparrabos que llevaba siempre, y Florentino Ariza con la levita, el sombrero de tinieblas, los botines charolados y el lazo de poeta en el cuello, y un libro para entretenerse en la travesía hasta las islas. Desde el primer domingo se dio cuenta de que Euclides era un navegante tan diestro como buen buzo, y de que tenía una versación asombrosa sobre la naturaleza del mar y la chatarra de la bahía. Podía referir con sus pormenores menos pensados la historia de cada cascarón de buque carcomido por el óxido, sabía la edad de cada boya, el origen de cualquier escombro, el número de eslabones de la cadena con que los españoles cerraban la entrada de la bahía. Temiendo que supiera también cuál era el propósito de su expedición, Florentino Ariza le hizo algunas preguntas maliciosas, y así se dio cuenta de que Euclides no tenía la menor sospecha del galeón hundido.
Desde que oyó por primera vez el cuento del tesoro en el hotel de paso, Florentino Ariza se había informado de cuanto era posible sobre los hábitos de los galeones. Aprendió que el San José no estaba solo en el fondo de corales. En efecto, era la nave insignia de la Flota de Tierra Firme, y había llegado aquí después de mayo de 1708, procedente de la feria legendaria de Portobello, en Panamá, donde había cargado parte de su fortuna: trescientos baúles con plata del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles de perlas reunidas y contadas en la isla de Contadora. Durante el mes largo que permaneció aquí, cuyos días y noches habían sido de fiestas populares, cargaron el resto del tesoro destinado a sacar de pobreza al reino de España: ciento dieciséis baúles de esmeraldas de Muzo y Somondoco, y treinta millones de monedas de oro.
La Flota de Tierra Firme estaba integrada por no menos de doce bastimentos de distintos tamaños, y zarpó de este puerto viajando en conserva con una escuadra francesa, muy bien armada, que sin embargo no pudo salvar la expedición frente a los cañonazos certeros de la escuadra inglesa, al mando del comandante Carlos Wager, que la esperó en el archipiélago de Sotavento, a la salida de la bahía. De modo que el San José no era la única nave hundida, aunque no había una certeza documental de cuántas habían sucumbido y cuántas lograron escapar al fuego de los ingleses. De lo que no había duda era de que la nave insignia había sido de las primeras en irse a pique, con la tripulación completa y el comandante inmóvil en su alcázar, y que ella sola llevaba el cargamento mayor.
Florentino Ariza había conocido la ruta de los galeones en las cartas de marear de la época, y creía haber determinado el sitio del naufragio. Salieron de la bahía por entre las dos fortalezas de la Boca Chica, y al cabo de cuatro horas de navegación entraron en el estanque interior del archipiélago, en cuyo fondo de corales podían cogerse con la mano las langostas dormidas. El aire era tan tenue, y el mar era tan sereno y diáfano, que Florentino Ariza se sintió como si fuera su propio reflejo en el agua. Al final del remanso, a dos horas de la isla mayor, estaba el sitio del naufragio.
Congestionado por el sol infernal dentro del atuendo fúnebre, Florentino Ariza le indicó a Euclides que tratara de descender a veinte metros y le trajera cualquier cosa que encontrara en el fondo. El agua era tan clara que lo vio moverse debajo, como un tiburón percudido entre los tiburones azules que se cruzaban con él sin tocarlo. Luego lo vio desaparecer en un matorral de corales, y justo cuando pensaba que no podía tener más aire oyó la voz a sus espaldas. Euclides estaba parado en el fondo, con los brazos levantados y el agua a la cintura. Así que siguieron buscando sitios más profundos, siempre hacia el norte, navegando por encima de las mantarrayas tibias, los calamares tímidos, los rosales de las tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban perdiendo el tiempo.
—Si no me dice lo que quiere que encuentre, no sé cómo lo voy a encontrar —le dijo.
Pero él no se lo dijo. Entonces Euclides le propuso que se quitara la ropa y bajara con él, aunque sólo fuera para ver ese otro cielo debajo del mundo que eran los fondos de corales. Pero Florentino Ariza solía decir que Dios había hecho el mar sólo para verlo por la ventana, y nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire se volvió frío y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el faro para encontrar el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de ellos el transatlántico de Francia con todas las luces encendidas, enorme y blanco, que iba dejando un rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.
Así perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza. Antes de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo en el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para alcanzarlo, pues Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos aderezos de mujer.
Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista. Contó que lo más sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se encontraban a flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones, pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave. Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra flotando de costado dentro del acuario del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del tesoro fue porque el aire de los pulmones no le había alcanzado. Ahí estaban las pruebas: un arete con una esmeralda, y una medalla de la Virgen con su cadena carcomida por el salitre.
Esa fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del galeón hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo Daza, quien perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una compañía de buzos alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la Historia lo convencieron de que la leyenda del galeón náufrago era inventada por algún virrey bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso, Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde ningún ser humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza. Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con pormenores todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado hubiera perdido el juicio.
Por esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que ya no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino de capitalizar una empresa grande para rescatar el medio centenar de naves con la fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había de ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a su madre para llevar a buen término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz las piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el candor de su hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino Ariza que no había nada turbio en su negocio, pero no volvió a dejarse ver el domingo siguiente en el puerto de los pescadores, ni nunca más en ninguna parte.
Lo único que le quedó de aquel descalabro a Florentino Ariza, fue el refugio de amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en que los sorprendió la tormenta en mar abierto, y desde entonces solía ir por las tardes a conversar con el farero sobre las incontables maravillas de la tierra y del agua que el farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que sobrevivió a los muchos cambios del mundo. Florentino Ariza aprendió a alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego con tinajas de aceite, antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y a aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo hacerlo se quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a conocer los barcos por sus voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y a percibir que algo de ellos le llegaba de regreso en los relámpagos del faro.
Durante el día el placer era otro, sobre todo los domingos. En el barrio de Los Virreyes, donde vivían los ricos de la ciudad vieja, las playas de las mujeres estaban separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y otra a la izquierda del faro. Así que el farero había instalado un catalejo con el cual podía contemplarse, mediante el pago de un centavo, la playa de las mujeres. Sin saberse observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo mejor que podían dentro de sus trajes de baño de grandes volantes, con zapatillas y sombreros, que ocultaban los cuerpos casi tanto como la ropa de calle, y eran además menos atractivos. Las madres las vigilaban desde la orilla, sentadas a pleno sol en mecedoras de mimbre con los mismos vestidos, los mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza con que habían ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas las sedujeran por debajo del agua. La realidad era que a través del catalejo no podía verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero eran muchos los clientes que acudían cada domingo a disputarse el telescopio por el puro deleite de probar los frutos insípidos del cercado ajeno.
Florentino Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer, pero no fue por ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo real fue que después del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de los amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente del faro vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus desdichas. Fue su lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de convencer a su madre, y más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a comprarlo. Pues los faros del Caribe eran entonces de propiedad privada, y sus dueños cobraban el derecho de paso hacia el puerto según el tamaño de los barcos. Florentino Ariza pensaba que esa era la única manera honorable de hacer un buen negocio con la poesía, pero ni la madre ni el tío pensaban lo mismo, y cuando él pudo hacerlo con sus recursos ya los faros habían pasado a ser de propiedad del estado.
Ninguna de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando menos lo presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una estancia prolongada en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la época más benigna del mar, debido a los alisios de diciembre, y la goleta histórica, la única que se arriesgaba a la travesía, podía amanecer de regreso en el puerto de origen arrastrada por un viento contrario. Así fue. Fermina Daza había pasado una noche de agonía, vomitando bilis, amarrada a la litera de un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la estrechez opresiva sino por la pestilencia y el calor. El movimiento era tan fuerte que varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama, desde la cubierta le llegaban retazos de unos gritos doloridos que parecían de naufragio, y los ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un ingrediente más del terror. Por primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la trastienda contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella volviera. Al amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y Fermina Daza se dio cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del mareo, porque la despertó el estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se quitó las correas y se asomó por la claraboya con la ilusión de descubrir a Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo que vio fueron las bodegas de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros soles, y el muelle de tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la noche anterior.
El resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la sola idea de que lo fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le causaba pavor. Sin embargo, la única posibilidad distinta de regresar a casa eran dos semanas de mula por las cornisas de la sierra, y en condiciones aún más peligrosas que la primera vez, pues una nueva guerra civil iniciada en el estado andino del Cauca estaba ramificándose por las provincias del Caribe. Así que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el puerto por el mismo cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses y los mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la goleta con una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde la cubierta con los cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se disipó muy pronto, porque el viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía un olor de flores que la ayudó a bien dormir sin las correas de seguridad. Soñó que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste se quitó la cara que ella le había visto siempre, porque en realidad era una máscara, pero la cara real era idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del sueño, y encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán, con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre por el regreso.
Estaban entrando en el puerto. La goleta se deslizaba en silencio por el laberinto de veleros anclados en la ensenada del mercado público, cuya pestilencia se percibía desde varias leguas en el mar, y el alba estaba saturada de una llovizna tersa que muy pronto se descompuso en un aguacero de los grandes. Apostado en el balcón de la telegrafía, Florentino Ariza reconoció la goleta cuando atravesaba la bahía de Las Ánimas con las velas desalentadas por la lluvia y ancló frente al embarcadero del mercado. Había esperado el día anterior hasta las once de la mañana, cuando se enteró por un telegrama casual del retraso de la goleta por los vientos contrarios, y había vuelto a esperar aquel día desde las cuatro de la madrugada. Siguió esperando sin apartar la vista de las chalupas que conducían hasta la orilla a los escasos pasajeros que decidían desembarcar a pesar de la tormenta. La mayoría de ellos tenían que abandonar a mitad de camino la chalupa varada, y alcanzaban el embarcadero chapaleando en el lodazal. A las ocho, después de esperar en vano a que escampara, un cargador negro con el agua a la cintura recibió a Fermina Daza en la borda de la goleta y la llevó en brazos hasta la orilla, pero estaba tan ensopada que Florentino Ariza no pudo reconocerla.
Ella misma no fue consciente de cuánto había madurado en el viaje, hasta que entró en la casa cerrada y emprendió de inmediato la tarea heroica de volver a hacerla vivible, con la ayuda de Gala Placidia, la sirvienta negra, que volvió de su antiguo palenque de esclavos tan pronto como le avisaron del regreso. Fermina Daza no era ya la hija única, a la vez consentida y tiranizada por el padre, sino la dueña y señora de un imperio de polvo y telarañas que sólo podía ser rescatado por la fuerza de un amor invencible. No se amilanó, porque se sentía inspirada por un aliento de levitación que le hubiera alcanzado para mover el mundo. La misma noche del regreso, mientras tomaban chocolate con almojábanas en el mesón de la cocina, su padre delegó en ella los poderes para el gobierno de la casa, y lo hizo con el formalismo de un acto sacramental.
—Te entrego las llaves de tu vida —le dijo.
Ella, con diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que cada palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de una noche de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso, cuando abrió la ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del parquecito, la estatua del héroe decapitado, el escaño de mármol donde Florentino Ariza solía sentarse con el libro de versos. Ya no pensaba en él como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien se debía por entero. Sintió cuánto pesaba el tiempo malversado desde que se fue, cuánto costaba estar viva, cuánto amor le iba a hacer falta para amar a su hombre como Dios mandaba. Se sorprendió de que no estuviera en el parquecito, como lo había hecho tantas veces a pesar de la lluvia, y de no haber recibido ninguna señal suya por ningún medio, ni siquiera por un presagio, y de pronto la estremeció la idea de que había muerto. Pero en seguida descartó el mal pensamiento, porque en el frenesí de los telegramas de los últimos días, ante la inminencia del regreso, habían olvidado concertar un modo de seguir comunicándose cuando ella volviera.
La verdad es que Florentino Ariza estaba seguro de que no había regresado, hasta que el telegrafista de Riohacha, le confirmó que se había embarcado el viernes en la misma goleta que no llegó el día anterior por los vientos contrarios. Así que el fin de semana estuvo acechando cualquier señal de vida en su casa, y desde el anochecer del lunes vio por las ventanas una luz ambulante que poco después de las nueve se apagó en el dormitorio del balcón. No durmió, presa de las mismas ansiedades de náuseas que perturbaron sus primeras noches de amor. Tránsito Ariza se levantó con los primeros gallos, alarmada de que el hijo hubiera salido al patio y no hubiera vuelto a entrar desde la media noche, y no lo encontró en la casa. Se había ido a errar por las escolleras, y estuvo recitando versos de amor contra el viento, llorando de júbilo, hasta que acabó de amanecer. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia, alucinado por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su bienvenida a Fermina Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento sísmico que le desgarró las entrañas.
Era ella. Atravesaba la Plaza de la Catedral acompañada por Gala Placidia, que llevaba los canastos para las compras, y por primera vez iba vestida sin el uniforme escolar. Estaba más alta que cuando se fue, más perfilada e intensa, y con la belleza depurada por un dominio de persona mayor. La trenza había vuelto a crecerle, pero no la llevaba suelta en la espalda sino terciada sobre el hombro izquierdo, y aquel cambio simple la había despojado de todo rastro infantil. Florentino Ariza se quedó atónito en su sitio, hasta que la criatura de aparición acabó de cruzar la plaza sin apartar la vista de su camino. Pero el mismo poder irresistible que lo paralizaba lo obligó después a precipitarse en pos de ella cuando dobló la esquina de la catedral y se perdió en el tumulto ensordecedor de los vericuetos del comercio.
La siguió sin dejarse ver, descubriendo los gestos cotidianos, la gracia, la madurez prematura del ser que más amaba en el mundo y al que veía por primera vez en su estado natural. Le asombró la fluidez con que se abría paso en la muchedumbre. Mientras Gala Placidia se daba encontronazos, y se le enredaban los canastos y tenía que correr para no perderla, ella navegaba en el desorden de la calle con un ámbito propio y un tiempo distinto, sin tropezar con nadie, como un murciélago en las tinieblas. Había estado muchas veces en el comercio con la tía Escolástica, pero siempre fueron compras menudas, pues su padre en persona se encargaba de abastecer la casa, y no sólo de muebles y comida, sino inclusive de las ropas de mujer. Así que aquella primera salida fue para ella una aventura fascinante idealizada en sus sueños de niña.