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Al agua de los aljibes se atribuyó durante mucho tiempo, y a mucha honra, la hernia del escroto que tantos hombres de la ciudad soportaban no sólo sin pudor sino inclusive con una cierta insolencia patriótica. Cuando juvenal Urbino iba a la escuela primaria no lograba evitar un pálpito de horror al ver a los potrosos sentados a la puerta de sus casas en las tardes de calor, abanicándose el testículo enorme como si fuera un niño dormido entre las piernas. Se decía que la hernia emitía un silbido de pájaro lúgubre en las noches de tormenta y se torcía con un dolor insoportable cuando quemaban cerca una pluma de gallinazo, pero nadie se quejaba de aquellos percances, porque una potra grande y bien llevada se lucía por encima de todo como un honor de hombre. Cuando el doctor Juvenal Urbino regresó de Europa ya conocía muy bien la falacia científica de estas creencias, pero estaban tan arraigadas en la superstición local que muchos se oponían al enriquecimiento mineral del agua de los aljibes por temor de que le quitaran su virtud de causar una potra honorable.

Tanto como las impurezas del agua, al doctor Juvenal Urbino lo mantenía alarmado el estado higiénico del mercado público, una vasta extensión en descampado frente a la bahía de Las Ánimas, donde atracaban los veleros de las Antillas. Un viajero ilustre de la época lo describió como uno de los más variados del mundo. Era rico, en efecto, profuso y bullicioso, pero quizás también el más alarmante. Estaba asentado en su propio muladar, a merced de las veleidades del mar de leva, y era allí donde los eructos de la bahía devolvían a tierra las inmundicias de los albañales. También se arrojaban allí los desperdicios del matadero contiguo, cabezas destazadas, vísceras podridas, basuras de animales que se quedaban flotando a sol y sereno en un pantano de sangre. Los gallinazos se los disputaban con las ratas y los perros en una rebatiña perpetua, entre los venados y los capones sabrosos de Sotavento colgados en los aleros de los barracones, y las legumbres primaverales de Arjona expuestas sobre esteras en el suelo. El doctor juvenal Urbino quería sanear el lugar, quería que hicieran el matadero en otra parte, que construyeran un mercado cubierto con cúpulas de vitrales como el que había conocido en las antiguas boquerías de Barcelona, donde las provisiones eran tan rozagantes y limpias que daba lástima comérselas. Pero aun los más complacientes de sus amigos notables se compadecían de su pasión ilusoria. Así eran: se pasaban la vida proclamando el orgullo de su origen, los méritos históricos de la ciudad, el precio de sus reliquias, su heroísmo y su belleza, pero eran ciegos a la carcoma de los años. El doctor Juvenal Urbino, en cambio, le tenía bastante amor para verla con los ojos de la verdad.

—Cómo será de noble esta ciudad —decía— que tenemos cuatrocientos años de estar tratando de acabar con ella, y todavía no lo logramos.

Estaban a punto, sin embargo. La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortandad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en la vecindad esquiva de los arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en los patios de los conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de vientos separada de la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo puente de argamasa tenía una marquesina con un letrero esculpido por orden de algún alcalde clarividente: Lasciate ogni speranza voi Mentrate. En las dos primeras semanas del cólera el cementerio fue desbordado, y no quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no volvieron a abrirse hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza vio de cerca por primera vez a Florentino Ariza en la misa del gallo. El claustro del convento de Santa Clara quedó colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron sepulturas profundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que desistir de ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo las pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.

Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias.

El doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia iniciativa acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en los instantes más críticos de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya. Años después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el método de su padre había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era contrario a la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste. Lo comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo poco a poco en padres de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber estado con el suyo en la soledad de sus errores. Pero no le regateó sus méritos: la diligencia y la abnegación, y sobre todo su valentía personal, le merecieron los muchos honores que le fueron rendidos cuando la ciudad se restableció del desastre, y su nombre quedó con justicia entre los de otros tantos próceres de otras guerras menos honorables.

No vivió su gloria. Cuando reconoció en sí mismo los trastornos irreparables que había visto y compadecido en los otros, no intentó siquiera una batalla inútil, sino que se apartó del mundo para no contaminar a nadie. Encerrado solo en un cuarto de servicio del Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus colegas y a la súplica de los suyos, ajeno al horror de los pestíferos que agonizaban por los suelos de los corredores desbordados, escribió para la esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por haber existido, en la cual se revelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida. Fue un adiós de veintle pliegos desgarrados en los que se notaban los progresos del mal por el deterioro de la escritura, y no era necesario haber conocido a quien los había escrito para saber que la firma fue puesta con el último aliento. De acuerdo con sus disposiciones, el cuerpo ceniciento se confundió en el cementerio común, y no fue visto por nadie que lo amara.

El doctor Juvenal Urbino recibió el telegrama tres días después en París, durante una cena de amigos, e hizo un brindis con champaña por la memoria de su padre. Dijo: “Era un hombre bueno”. Más tarde había de reprocharse a sí mismo su falta de madurez: eludía la realidad para no llorar. Pero tres semanas después recibió una copia de la carta póstuma, y entonces se rindió a la verdad. De un golpe se le reveló a fondo la imagen del hombre al que había conocido antes que a otro ninguno, que lo había criado e instruido y había dormido y fornicado treinta y dos años con su madre, y sin embargo, nunca antes de esa carta se le había mostrado tal como era en cuerpo y alma, por pura y simple timidez. Hasta entonces, el doctor Juvenal Urbino y su familia habían concebido la muerte como un percance que les ocurría a los otros, a los padres de los otros, a los hermanos y los cónyuges ajenos, pero no a los suyos. Eran gentes de vidas lentas, a las cuales no se les veía volverse viejas, ni enfermarse ni morir, sino que iban desvaneciéndose poco a poco en su tiempo, volviéndose recuerdos, brumas de otra época, hasta que los asimilaba el olvido. La carta póstuma de su padre, más que el telegrama con la mala noticia, lo mandó de bruces contra la certidumbre de la muerte. Y sin embargo, uno de sus recuerdos más antiguos, quizás a los nueve años, a los once años quizás, era en cierto modo una señal prematura de la muerte a través de su padre. Ambos se habían quedado en la oficina de la casa una tarde de lluvias, él dibujando alondras y girasoles con tizas de colores en las baldosas del piso, y su padre leyendo contra el resplandor de la ventana, con el chaleco desabotonado y ligas de caucho en las mangas de la camisa. De pronto interrumpió la lectura para rascarse la espalda con un rascador de mango largo que tenía una manita de plata en el extremo. Como no pudo, le pidió al hijo que lo rascara con sus uñas, y él lo hizo con la rara sensación de no sentir su propio cuerpo al ser rascado. Al final su padre lo miró por encima del hombro con una sonrisa triste.

—Si yo me muero ahora —le dijo— apenas si te acordarás de mí cuando tengas mi edad.

Lo dijo sin ningún motivo visible, y el ángel de la muerte flotó un instante en la penumbra fresca de la oficina, y volvió a salir por la ventana dejando a su paso un reguero de plumas, pero el niño no las vio. Habían pasado más de veinte años desde entonces y Juvenal Urbino iba a tener muy pronto la edad que había tenido su padre aquella tarde. Se sabía idéntico a él, y a la conciencia de serlo se había sumado ahora la conciencia sobrecogedora de ser tan mortal como él.

El cólera se le convirtió en una obsesión. No sabía de él mucho más de lo aprendido de rutina en algún curso marginal, y le había parecido inverosímil que sólo treinta años antes hubiera causado en Francia, inclusive en París, más de ciento cuarenta mil muertos. Pero después de la muerte de su padre aprendió todo cuanto se podía aprender sobre las diversas formas del cólera, casi como una penitencia para apaciguar su memoria, y fue alumno del epidemiólogo más destacado de su tiempo y creador de los cordones sanitarios, el profesor Adrien Proust, padre del grande novelista. De modo que cuando volvió a su tierra y sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas en los albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles, no sólo comprendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino que tuvo la certeza de que iba a repetirse en cualquier momento.

No pasó mucho tiempo. Antes de un año, sus alumnos del Hospital de la Misericordia le pidieron que los ayudara con un enfermo de caridad que tenía una rara coloración azul en todo el cuerpo. Al doctor Juvenal Urbino le bastó con verlo desde la puerta para reconocer al enemigo. Pero hubo suerte: el enfermo había llegado tres días antes en una goleta de Curazao y había ido a la consulta externa del hospital por sus propios medios, y no parecía probable que hubiera contagiado a nadie. En todo caso, el doctor Juvenal Urbino previno a sus colegas, consiguió que las autoridades dieran la alarma a los puertos vecinos para que se localizara y se pusiera en cuarentena a la goleta contaminada, y tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería decretar la ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada cuarto de hora.

—Economice esa pólvora para cuando vengan los liberales —le dijo de buen talante—. Ya no estamos en la Edad Media.

El enfermo murió a los cuatro días, ahogado por un vómito blanco y granuloso, pero en las semanas siguientes no fue descubierto ningún otro caso a pesar de la alerta constante. Poco después, el Diario del Comercio publicó la noticia de que dos niños habían muerto de cólera en distintos lugares de la ciudad. Se comprobó que uno de ellos tenía disentería común, pero el otro, una niña de cinco años, parecía haber sido, en efecto, víctima del cólera. Sus padres y tres hermanos fueron separados y puestos en cuarentena individual, y todo el barrio fue sometido a una vigilancia médica estricta. Uno de los niños contrajo el cólera y se recuperó muy pronto, y toda la familia volvió a casa cuando pasó el peligro. Once casos más se registraron en el curso de tres meses, y al quinto hubo un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor sanitario del doctor Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones, había hecho posible el prodigio. Desde entonces, y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue endémico no sólo en la ciudad sino en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La Magdalena, pero no volvió a recrudecerse como epidemia. La alarma sirvió para que las advertencias del doctor Juvenal Urbino fueran atendidas con más seriedad por el poder público. Se impuso la cátedra obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de Medicina, y se entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado distante del muladar. Sin embargo, el doctor Urbino no se preocupó entonces por reclamar su victoria ni se sintió con ánimos para perseverar en sus misiones sociales, porque él mismo estaba entonces con un ala rota, atolondrado y disperso, y decidido a cambiarlo todo y a olvidarse de todo lo demás en la vida por el relámpago de amor de Fermina Daza.

Fue, en efecto, el fruto de una equivocación clínica. Un médico amigo, que creyó vislumbrar los síntomas premonitorios del cólera en una paciente de dieciocho años, le pidió al doctor Juvenal Urbino que fuera a visitarla. Fue esa misma tarde, alarmado por la posibilidad de que la peste hubiera entrado en el santuario de la ciudad vieja, pues todos los casos hasta entonces habían sido en los barrios marginales, y casi todos entre la población negra. Encontró otras sorpresas menos ingratas. La casa, a la sombra de los almendros del parque de Los Evangelios, parecía desde fuera tan destruida como las otras del recinto colonial, pero adentro había un orden de belleza y una luz atónita que parecía de otra edad del mundo. El zaguán daba directo sobre un patio sevillano, cuadrado y blanco de cal reciente, con naranjos florecidos y el piso empedrado con los mismos azulejos de las paredes. Había un rumor invisible de agua continua, macetas de claveles en las cornisas y jaulas de pájaros raros en las arcadas. Los más raros, en una jaula muy grande, eran tres cuervos que al sacudir las alas saturaban el patio de un perfume equívoco. Varios perros encadenados en algún lugar de la casa empezaron a ladrar de pronto, enloquecidos por el olor del extraño, pero un grito de mujer los hizo callar en seco, y numerosos gatos saltaron de todas partes y se escondieron entre las flores, asustados por la autoridad de la voz. Entonces se hizo un silencio tan diáfano, que a través del desorden de los pájaros y las sílabas del agua en la piedra se percibía el aliento desolado del mar.

Estremecido por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal Urbino pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde Florentino Ariza vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba todavía en escombros, subió por las escaleras de mármoles nuevos hasta el segundo piso, y esperó a ser anunciado antes de entrar en el dormitorio de la enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un recado:

—La señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.

Así que volvió a las cinco de la tarde, de acuerdo con la indicación de la criada ' y Lorenzo Daza en persona le abrió el portón y lo condujo hasta el dormitorio de la hija. Permaneció sentado en la penumbra del rincón, con los brazos cruzados y haciendo esfuerzos vanos por dominar la respiración farragosa, mientras duró el examen. No era fácil saber quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o la enferma con su recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno miró al otro a los ojos, sino que él preguntaba con voz impersonal y ella respondía con voz trémula, ambos pendientes del hombre sentado en la penumbra. Al final ` el doctor Juvenal Urbino le pidió a la enferma que se sentara, y le abrió la camisa de dormir hasta la cintura con un cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo, de pezones infantiles, resplandeció un instante como un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de que ella se apresurara a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo la auscultación directa con la oreja contra la piel, primero el pecho y luego la espalda.

El doctor Juvenal Urbino solía contar que no experimentó ninguna emoción cuando conoció a la mujer con quien había de vivir hasta el día de la muerte. Recordaba el camisón celeste con bordes de encaje, los ojos febriles, el largo cabello suelto sobre los hombros, pero estaba tan obnubilado por la irrupción de la peste en el recinto colonial, que no se fijó en nada de lo mucho que ella tenía de adolescente floral, sino en lo más ínfimo que pudiera tener de apestada. Ella fue más explícita: el joven médico de quien tanto había oído hablar a propósito del cólera le pareció un pedante incapaz de querer a nadie distinto de sí mismo. El diagnóstico fue una infección intestinal de origen alimenticio que cedió con un tratamiento casero de tres días. Aliviado con la comprobación de que la hija no había contraído el cólera, Lorenzo Daza acompañó al doctor Juvenal Urbino hasta el estribo del coche, le pagó el peso oro de la visita que le pareció excesivo aun para un médico de ricos, pero lo despidió con muestras inmoderadas de gratitud. Estaba deslumbrado por el resplandor de sus apellidos, y no sólo no lo disimulaba, sino que hubiera hecho cualquier cosa para verlo otra vez, y en circunstancias menos formales.

El caso debió darse por terminado. Sin embargo, el martes de la semana siguiente, sin ser llamado y sin anuncio alguno, el doctor Juvenal Urbino volvió a la casa a la hora inoportuna de las tres de la tarde. Fermina Daza estaba en el costurero, tomando una lección de pintura al óleo junto con dos amigas, cuando él apareció en la ventana con la levita blanca, intachable, y el sombrero también blanco, de copa alta, y le hizo una seña de que se acercara. Ella puso el bastidor en la silla y se dirigió a la ventana caminando en puntas de pies con la falda de volantes alzada hasta los tobillos para impedir que arrastrara. Llevaba una diadema con un dije que le colgaba en la frente, cuya piedra luminosa tenía el mismo color esquivo de sus ojos, y todo en ella exhalaba un aura de frescura. Al médico le llamó la atención que se vistiera para pintar en casa como si fuera para una fiesta. Le tomó el pulso desde el exterior de la ventana, le hizo sacar la lengua, le examinó la garganta con una espátula de aluminio, le miró por dentro el párpado inferior, y cada vez hizo un gesto aprobatorio. Estaba menos cohibido que en la visita anterior, pero ella LO estaba más porque no entendía la razón de aquel examen imprevisto, si él mismo había dicho que no volvería a menos que lo llamaran por alguna novedad. Más aún: no quería volver a verlo jamás. Cuando terminó el examen, el médico guardó la espátula en el maletín atiborrado de instrumentos y frascos de medicinas, y lo cerró con un golpe seco.

—Está como una rosa recién nacida —dijo él.

—Gracias.

—A Dios —dijo él, y citó mal a Santo Tomás—: Recuerde que todo lo que es bueno, venga de donde viniere, proviene del Espíritu Santo. ¿Le gusta la música?

Lo preguntó con una sonrisa encantadora, de un modo casual, pero ella no le correspondió.

—¿A qué viene la pregunta? —preguntó a su vez.

—La música es importante para la salud —dijo

Lo creía de veras, y ella iba a saber muy pronto y por el resto de su vida que el tema de la música era casi una fórmula mágica que él usaba para proponer una amistad, pero en aquel momento lo interpretó como una burla. Además, las dos amigas que habían fingido pintar mientras ellos conversaban en la ventana emitieron unas risitas de ratas y se taparon la cara con los bastidores, y esto acabó de ofuscar a Fermina Daza. Ciega de furia cerró la ventana con golpe seco. El médico, perplejo frente a los visillos de encaje, trató de encontrar el camino del portón, pero se equivocó de rumbo, y en su turbación tropezó con la jaula de los cuervos perfumados. Éstos lanzaron un chillido sórdido, aletearon asustados, y las ropas del médico quedaron impregnadas de una fragancia de mujer. El trueno de la voz de Lorenzo Daza lo fijó en su sitio.

—Doctor: espéreme ahí.

Lo había visto todo desde el piso alto y bajaba las escaleras abotonándose la camisa, hinchado y cárdeno, y todavía con las patillas alborotadas por un mal sueño de la siesta. El médico intentó sobreponerse al bochorno.

—Le he dicho a su hija que está como una rosa.

—Así es —dijo Lorenzo Daza—, pero con demasiadas espinas.

Pasó junto al doctor Urbino sin saludarlo. Empujó las dos puertas de la ventana del costurero y le ordenó a la hija con un grito cerril:

—Ven a darle excusas al doctor.

El médico trató de terciar para impedirlo, pero Lorenzo Daza no le prestó atención. Insistió: “Apúrate”. Ella miró a las amigas con una súplica recóndita de comprensión, y le replicó a su padre que no tenía de qué excusarse, pues sólo había cerrado la ventana para impedir que siguiera entrando el sol. El doctor Urbino trató de dar por buenas sus razones, pero Lorenzo Daza persistió en la orden.

Entonces Fermina Daza volvió a la ventana, pálida de rabia, y adelantando el pie derecho mientras se alzaba la falda con la punta de los dedos, le hizo al médico una reverencia teatral.

—Le doy mis más rendidas excusas, caballero —dijo.

El doctor Juvenal Urbino la imitó de buen humor, haciendo con su sombrero de copa alta una gracia de mosquetero, pero no consiguió la sonrisa de piedad que esperaba. Lorenzo Daza lo invitó luego a tomar en la oficina un café de desagravio, y él aceptó complacido, para que no hubiera duda alguna de que no le quedaba en el alma ni un rescoldo de resentimiento.

La verdad era que el doctor Juvenal Urbino no tomaba café, salvo una taza en ayunas. Tampoco tomaba alcohol, salvo una copa de vino con las comidas en ocasiones solemnes, pero no sólo se bebió el café que le ofreció Lorenzo Daza, sino que aceptó además una copa de anisado. Luego aceptó otro café con otra copa, y después otra y otra, a pesar de que aún tenía algunas visitas pendientes. Al principio escuchó con atención las disculpas que Lorenzo Daza seguía dándole en nombre de su hija, a quien definió como una niña inteligente y seria, digna de un príncipe de aquí o de cualquier parte, y cuyo único defecto, según dijo, era su carácter de mula. Pero después de la segunda copa creyó oír la voz de Fermina Daza en el fondo del patio, y su imaginación se fue detrás de ella, la persiguió por la noche reciente de la casa mientras encendía las luces del corredor, fumigaba los dormitorios con la bomba de insecticida, destapaba en el fogón la olla de la sopa que iba a tomarse esa noche con su padre, él y ella solos en la mesa, sin levantar la vista, sin sorber la sopa para no romper el encanto del rencor, hasta que él tuviera que rendirse y pedirle perdón por su rigor de esta tarde.

El doctor Urbino conocía bastante a las mujeres para darse cuenta de que Fermina Daza no pasaría por la oficina mientras él no se fuera, pero se demoraba de todos modos, porque sentía que el orgullo herido no lo dejaría vivir en paz después de las afrentas de esa tarde. Lorenzo Daza, ya casi borracho, no parecía notar su falta de atención, pues se bastaba de sí mismo con su verba indomable. Hablaba a galope tendido, masticando la flor del tabaco apagado, tosiendo a gritos, esgarrando, acomodándose a duras penas en la poltrona giratoria cuyos resortes soltaban lamentos de animal en celo. Se había bebido tres copas por cada una de su invitado, y sólo hizo una pausa cuando se dio cuenta de que ya no se veían el uno al otro y se levantó a encender la lámpara. El doctor Juvenal Urbino lo miró de frente con la nueva luz, vio que tenía un ojo torcido como el de un pescado y que sus palabras no correspondían al movimiento de los labios, y pensó que eran alucinaciones suyas por abusar del alcohol. Entonces se levantó con la sensación fascinante de que estaba dentro de un cuerpo que no era el suyo, sino el de alguien que seguía sentado en el asiento donde él estaba, y tuvo que hacer un grande esfuerzo para no perder la razón.

Eran más de las siete cuando salió de la oficina precedido por Lorenzo Daza. Había luna llena. El patio idealizado por el anís flotaba en el fondo de un acuario, y las jaulas cubiertas con trapos parecían fantasmas dormidos bajo el olor caliente de los azahares nuevos. La ventana del costurero estaba abierta, y había una lámpara encendida en la mesa de labor, y los cuadros sin terminar estaban en los atriles como en una exposición. “Dónde estás que no estás”, dijo el doctor Urbino al pasar, pero Fermina Daza no lo oyó, no podía oírlo, porque estaba llorando de rabia en el dormitorio, tirada bocabajo en la cama y esperando a su padre para cobrarle la humillación de esa tarde. El médico no renunciaba a la ilusión de despedirse de ella, pero Lorenzo

Daza no lo propuso. Añoró la inocencia de su pulso, su lengua de gata, sus amígdalas tiernas, pero lo desalentó la idea de que ella no quería verlo jamás ni había de permitir que él lo intentara.

Cuando Lorenzo Daza entró en el zaguán, los cuervos despiertos bajo las sábanas lanzaron un chillido fúnebre. “Te sacarán los ojos”, dijo el médico en voz alta, pensando en ella, y Lorenzo Daza se volvió para preguntarle qué había dicho.

—No fui yo —dijo él—. Fue el anís.

Lorenzo Daza lo acompañó hasta el coche tratando de que recibiera el peso oro de la segunda visita, pero él no lo aceptó. Dio instrucciones correctas al cochero para que lo llevara a casa de los dos enfermos que le faltaba por ver, y subió en el coche sin ayuda. Pero empezó a sentirse mal con los saltos en las calles empedradas, así que le ordenó al cochero cambiar de rumbo. Se miró por un instante en el espejo del coche y vio que también su imagen seguía pensando en Fermina Daza. Se encogió de hombros. Por último soltó un eructo arenoso, inclinó la cabeza contra el pecho y se quedó dormido, y en el sueño empezó a oír las campanas del duelo. Oyó primero las de la catedral, y después las de todas las iglesias, una tras otra~ hasta los tiestos rotos de San Julián el Hospitalario.

—Mierda —murmuró dormido—, se murieron los muertos.

Su madre y sus hermanas estaban cenando café con leche y almojábanas en la mesa de ceremonias del comedor grande, cuando lo vieron aparecer en la puerta con el rostro transido y todo él deshonrado por el perfume de putas de los cuervos. La campana mayor de la catedral contigua resonaba en el estanque inmenso de la casa. Su madre le preguntó alarmada dónde se había metido, pues lo habían buscado por todas partes para que atendiera al general Ignacio María, último nieto del Marqués de jaraíz de la Vera, que había sido demolido esa tarde por una congestión cerebral: era por él por quien doblaban las campanas. El doctor Juvenal Urbino escuchó a su madre sin oírla, agarrado del marco de la puerta, y después dio media vuelta tratando de llegar a su dormitorio, pero se fue de bruces en una explosión de vómitos de anís estrellado.

—María Santísima —gritó su madre—. Algo muy raro debe haber sucedido para que te presentes a tu casa en ese estado.

Lo más raro, sin embargo, no había sucedido todavía. Aprovechando la visita del conocido pianista Romeo Lussich, quien tocó un ciclo de sonatas de Mozart tan pronto como la ciudad se repuso del duelo del general Ignacio María, el doctor Juvenal Urbino hizo subir el piano de la Escuela de Música en una carreta de mulas, y le llevó a Fermina Daza una serenata que hizo época. Ella despertó con los primeros compases, y no tuvo que asomarse por los encajes del balcón para saber quién era el promotor de aquel homenaje insólito. Lo único que lamentó fue no tener el coraje de otras doncellas resabiadas que habían vaciado el retrete portátil sobre la cabeza del pretendiente indeseable. Lorenzo Daza, en cambio, se vistió de prisa en el transcurso de la serenata, y al final hizo entrar en la sala de visitas al doctor Juvenal Urbino y al pianista, todavía ataviados con la ropa de etiqueta del concierto, y les agradeció la serenata con una copa de buen brandy.

Fermina Daza se dio cuenta muy pronto de que su padre estaba tratando de ablandarle el corazón. Al día siguiente de la serenata le había dicho de un modo casual: “Imagínate cómo se sentiría tu madre si supiera que eres requerida por un Urbino de la Calle”. Ella replicó en seco: “Se volvería a morir dentro del cajón”. Las amigas que pintaban con ella le contaron que Lorenzo Daza había sido invitado a almorzar en el Club Social por el doctor Juvenal Urbino, y que éste había sido objeto de una notificación severa por contrariar normas del reglamento. Sólo entonces se enteró también de que su padre había solicitado varias veces su ingreso al Club Social, y en todas había sido rechazado con una cantidad de bolas negras que no hacían posible una nueva tentativa. Pero Lorenzo Daza asimilaba las humillaciones con un hígado de buen cubero, y seguía haciendo suertes de ingenio para encontrarse por casualidad con Juvenal Urbino, sin darse cuenta de que era Juvenal Urbino quien hacía más que lo posible por dejarse encontrar. A veces pasaban horas conversando en la oficina, y la casa permanecía mientras tanto como suspendida al margen del tiempo, porque Fermina Daza no permitía que nada siguiera su curso en la vida mientras él no se fuera. El Café de la Parroquia fue un buen puerto intermedio. Fue allí donde Lorenzo Daza le enseñó a Juvenal Urbino las lecciones primarias del ajedrez, y él fue un alumno tan aplicado que el ajedrez se convirtió en una adicción incurable que lo atormentó hasta el día de su muerte.

Una noche, poco después de la serenata de piano solo, Lorenzo Daza encontró una carta con el sobre lacrado en el zaguán de su casa, dirigido a su hija, y con el monograma de J. U. C. impreso en el lacre. Lo deslizó por debajo de la puerta al pasar frente al dormitorio de Fermina, y ella no pudo entender cómo había llegado hasta allí, pues le parecía inconcebible que su padre hubiera cambiado tanto como para llevarle una carta de un pretendiente. La dejó sobre la mesa de noche, sin saber de veras qué hacer con ella, y allí permaneció cerrada durante varios días, hasta una tarde de lluvias en que Fermina Daza soñó que Juvenal Urbino había vuelto a la casa para regalarle la espátula con que le había examinado la garganta. La espátula del sueño no era de aluminio sino de un metal apetitoso que ella había saboreado con deleite en otros sueños, de modo que la quebró en dos partes desiguales y le dio a él la más pequeña.

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