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Ausencia Santander había tenido un matrimonio convencional durante veinte años, del cual le quedaron tres hijos que a su vez se habían casado y tenido hijos, de modo que ella se preciaba de ser la abuela con mejor cama de la ciudad. Nunca quedó claro si fue ella quien abandonó al esposo, o si fue éste el que la abandonó a ella, o si ambos se habían abandonado al mismo tiempo cuando él se fue a vivir con su amante de siempre, y ella se sintió libre para recibir a pleno día por la puerta principal a Rosendo de la Rosa, capitán de buque fluvial, al que había recibido de noche muchas veces por la puerta trasera. Fue él mismo sin pensarlo dos veces, quien llevó a Florentino Ariza.

Lo llevó a almorzar. Llevó además una damajuana de aguardiente casero y los ingredientes de la mejor calidad para hacer un sancocho épico, como sólo era posible con las gallinas de patio, la carne de hueso tierno, el cerdo de muladar y las legumbres y hortalizas de los pueblos de] río. Sin embargo, Florentino Ariza no se mostró tan entusiasmado desde el Primer momento con las excelencias de la cocina, ni con la exuberancia de la dueña, como con la belleza de la casa. Le gustaba por la casa misma, luminosa y fresca, con cuatro ventanas grandes hacia el mar, y al fondo la vista completa de la ciudad antigua. Le gustaba la cantidad y el esplendor de las cosas que le daban a la sala un aspecto confuso y a la vez riguroso, con toda clase de primores artesanales que el capitán Rosendo de la Rosa había ido trayendo de cada viaje, hasta que ya no hubo lugar para uno más. En la terraza del mar, parada en su aro privado, había una cacatúa de Malasia con un plumaje de una blancura inverosímil y una quietud pensativa que daba mucho que pensar: el animal más hermoso que Florentino Ariza había visto nunca.

El capitán Rosendo de la Rosa se entusiasmó con el entusiasmo del invitado, y le contó en detalle la historia de cada cosa. Mientras lo hacía, bebía aguardiente a sorbos cortos pero sin tregua. Parecía de cemento armado: enorme, peludo de todo el cuerpo menos de la cabeza, con un bigote a brocha gorda y una voz de cabrestante que no podía ser sino suya, y de una gentileza exquisita. Pero no había cuerpo capaz de resistir su modo de beber.

Antes de sentarse a la mesa había acabado con la mitad de la damajuana, y se fue de bruces sobre el platón de vasos y botellas con un lento estrépito de demolición. Ausencia Santander debió pedirle ayuda a Florentino Ariza Para arrastrar hasta la cama el cuerpo inerte de ballena encallada, y para desvestirlo dormido. Después, en un fogonazo de inspiración que los dos le agradecieron a la con~ junción de sus astros, se desvistieron ambos en el cuarto de al lado sin Ponerse de acuerdo, Sin sugerirlo siquiera, sin Proponérselo Y siguieron desvistiéndose siempre que podíandurante más de siete años, cuando el capitán estaba de viaje. No había riesgos de sorpresas, porque éste tenía la costumbre de buen navegante de avisar su llegada al puerto con la sirena del buque, aun en la madrugada, primero con tres bramidos largos para la esposa y sus nueve hijos, y después con dos entrecortados Y melancólicos para la amante.

Ausencia Santander tenía casi cincuenta años y se le notaban, pero también tenía un instinto tan personal para el amor, que no había teorías artesanales ni científicas capaces de entorpecerlo. Florentino Ariza sabía por los itinerarios de los buques cuándo podía visitarla, Y siempre iba sin anunciarse a la hora que quisiera del día o de la noche, y no hubo una sola vez en que ella no estuviera esperándolo. Le abría la puerta como su madre la crió hasta los siete años: desnuda Por completo, pero con un lazo de organza ~ en la cabeza. No lo dejaba dar un paso mas antes de quitarle la ropa, porque siempre pensó que era de mala suerte tener un hombre vestido dentro de la casa. Esto fue causa de discordia constante con el capitán Rosendo de la Rosa, porque él tenía la superstición de que fumar desnudo era de mal agüero, y a veces Prefería demorar el amor que apagar su infalible cigarro cubano. En cambio, Florentino Ariza era muy dado a los encantos de la desnudez, Y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan Pronto como cerraba la puerta, sin darle tiempo siquiera de saludarla, ni de quitarse el Sombrero ni los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, Y soltándole los botones de abajo hacia'arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después de cada beso, luego la hebilla de] cinturón, y por último el chaleco y la camisa, hasta dejarlo como un pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba en la sala y le quitaba las botas, le tiraba de los pantalones por los perniles para quitárselos al mismo tiempo que los calzoncillos largos hasta los tobillos y por último le desabrochaba las ligas elásticas de las pantorrillas y le quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de dejarse besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual. Soltaba el reloj de leontina de] ojal de] chaleco y se quitaba los lentes, y metía ambas cosas en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó esa precaución, siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.

No bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada ya fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, Y sólo de vez en cuando en la cama. Se le metía debajo y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada dentro de sí misma, tanteando con los Ojos cerrados en su absoluta oscuridad interior, avanzando por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible, intentando otra vía más intensa, Otra forma de andar sin naufragar en la marisma de mucílago que fluía de su vientre, Preguntándose Y contestándose a sí misma con un zumbido de moscardón en su jerga nativa dónde estaba ese algo en las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para ella, hasta que sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con una explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino Ariza se quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de ambos, pero con la impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía: “Me tratas como si fuera uno más”.

Ella soltaba Una risa de hembra libre, Y decía: “Al contrario. como si fueras uno menos”. Pues él quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una voracidad Mezquina, y se le revolvía el orgullo Y salía de la casa con la determinación de no volver. Pero de pronto despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le revelaba como lo que era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar.

Un domingo cualquiera, dos años después de conocerse, lo Primero que ella hizo cuando él llegó, en vez de desvestirlo, fue quitarle los lentes para besarlo mejor, y de ese modo SUPO Florentino Aríza que ella,había comenzado a quererlo. A pesar de que se sintió tan bien desde el primer día en aquella casa que ya amaba como suya, no había permanecido nunca más de dos horas cada vez, ni nunca se quedó a dormir, y sólo una vez a comer, porque ella le había hecho una invitación formal. No iba en realidad sino a lo que iba, llevando siempre el regalo único de una rosa solitaria, y desaparecía hasta la siguiente ocasión imprevisible. Pero el domingo en que ella le quitó los lentes para besarlo, en parte por eso, y en parte porque se quedaron dormidos después de un amor reposado, pasaron la tarde desnudos en la enorme cama del capitán. Al despertar de la siesta, Florentino Ariza conservaba todavía el recuerdo de los chillidos de la cacatúa, cuyos cobres estridentes iban en sentido contrario de su belleza. Pero el silencio era diáfano en el calor de las cuatro, y por la ventana del dormitorio se veía el perfil de la ciudad antigua con el sol de la tarde en las espaldas, sus cúpulas doradas, su mar en llamas hasta Jamaica. Ausencia Santander extendió la mano aventurera buscando a tientas el animal yacente, pero Florentino Ariza se la apartó. Dijo: “Ahora no: siento una cosa rara, como si estuvieran viéndonos”. Ella volvió a alborotar la cacatúa con su risa feliz. Dijo: “Ese pretexto no se lo traga ni la mujer de Jonás”. Tampoco ella, desde luego, pero lo admitió como bueno, y ambos se amaron durante un largo rato en silencio sin repetir el amor. A las cinco, todavía con el sol alto, ella saltó de la cama, desnuda hasta la eternidad y con el lazo de organza en la cabeza, y fue a buscar algo de beber en la cocina. Pero no alcanzó a dar un paso fuera del dormitorio cuando lanzó un grito de espanto.

No podía creerlo. Los únicos objetos que quedaban en la casa eran las lámparas colgadas. Lo demás, los muebles firmados, las alfombras indias, las estatuas y los gobelinos, las chucherías innumerables de pedrerías y metales preciosos, todo cuanto había hecho de su casa una de las más gratzis y mejor guarnecidas de la ciudad, todo, hasta la cacatúa sagrada, todo se había evaporado. Se los llevaron por la terraza del mar sin perturbar al amor. Sólo quedaban los salones desiertos con las cuatro ventanas abiertas, y un letrero a brocha gorda en la pared del fondo: Esto les pasa por andar tirando. El capitán Rosendo de la Rosa no pudo entender nunca por qué Ausencia Santander no denunció el despojo, ni intentó contacto alguno con los traficantes de cosas robadas, ni permitió que se volviera a hablar de su desgracia.

Florentino Ariza siguió visitándola en la casa saqueada, cuyo mobiliario se redujo a tres taburetes de cuero que los ladrones olvidaron en la cocina, y el dormitorio donde ellos estaban. Pero la visitó con menos frecuencia que antes, no por la desolación de la casa, como ella suponía y se lo dijo, sino por la novedad del tranvía de mulas a principios del nuevo siglo, que fue para él un nido pródigo y original de pajaritas sueltas. Lo tomaba cuatro veces al día, dos para ir a la oficina y dos para regresar a casa, y a veces mientras leía de veras y la mayoría de las veces fingiendo leer, lograba hacer al menos los primeros contactos para una cita posterior. Más tarde, cuando el tío León XII puso a su disposición un coche tirado por dos mulitas pardas de gualdrapas doradas, iguales a las del presidente Rafael Núñez, había de añorar los tiempos del tranvía como los más fructíferos de sus andanzas de halconero. Tenía razón: no había peor enemigo de los amores secretos que un coche esperando en la puerta. Tanto, que casi siempre lo dejaba escondido en su casa y se iba a pie a sus rondas de altanería, para que no quedaran ni los surcos de las ruedas en el polvo. Por eso evocaba con tanta nostalgia el viejo tranvía con sus mulas macilentas, plagadas de peladuras, dentro del cual bastaba una mirada de sesgo para saber dónde estaba el amor. Sin embargo, en medio de tantos recuerdos enternecedores, no lograba sortear el de una pajarita desamparada cuyo nombre no conoció y con la que apenas alcanzó a vivir media noche frenética, pero que había bastado para amargarle por el resto de la vida los desórdenes inocentes del carnaval.

Le había llamado la atención en el tranvía por la impavidez con que viajaba en medio del escándalo de la parranda pública. No debía tener más de veinte años, y no parecía con ánimos de carnaval, a no ser que estuviera disfrazada de inválida: tenía el cabello muy claro, largo Y liso, suelto al natural sobre los hombros, y una túnica de lienzo ordinario sin ningún adorno. Era ajena por completo al revoltijo de músicas de las calles, los puñados de polvos de arroz, los chorros de anilina que les tiraban a los pasajeros al paso del tranvía, cuyas mulas iban blancas de almidón y con sombreros de flores durante aquellos tres días de locura. Aprovechándose de la confusión, Florentino Ariza la invitó a tomar un helado, porque no pensó que diera para más. Ella lo miró sin sorpresa. Dijo: “Acepto con mucho gusto, pero le advierto que estoy loca”. Él se rió de la ocurrencia, y la llevó a ver el desfile de carrozas desde el balcón de la heladería. Luego se puso un capuchón alquilado, y ambos se metieron en la ronda de bailes de la Plaza de la Aduana, y gozaron juntos como novios acabados de nacer, pues la indiferencia de ella se fue al extremo contrario con el fragor de la noche: bailaba como una profesional, y era imaginativa y audaz para la parranda, y de un encanto arrasador.

—No sabes la vaina en que te has metido conmigo —gritaba muerta de risa en la fiebre del carnaval—. Soy una loca de manicomio.

Para Florentino Ariza, aquella era una noche de regreso a los desmanes cándidos de la adolescencia, cuando aún no lo había desgraciado el amor. Pero sabía, más por escarmiento que por experiencia, que una felicidad tan fácil no podía durar mucho tiempo. Así que antes de que la noche empezara a decaer, como ocurría siempre después de la repartición de los premios a los ~nejores disfraces, le propuso a la muchacha que se fueran a contemplar el amanecer desde el faro. Ella aceptó complacida, pero después que acabaran de repartir los premios.

A Florentino Ariza le quedó la certeza de que aquella demora le salvó la vida. En efecto, la Muchacha le había hecho una seña de que se fueran para el faro, cuando dos cancerberos y una enfermera del manicomio de la Divina Pastora le cayeron encima. La buscaban desde que se escapó, a las tres de la tarde, no sólo ellos sino toda la fuerza pública. Había decapitado a un guardián y herido mal a otros dos con un machete que le arrebató al jardinero, porque quería salir a bailar en el carnaval. Pero a nadie se le había ocurrido que estuviera bailando en la calle, sino escondida en alguna de las tantas casas que habían registrado hasta en las cisternas.

No fue fácil llevársela. Se defendió con unas tijeras de podar que tenía ocultas en el corpiño, y se necesitaron seis hombres para ponerle la camisa de fuerza, mientras la muchedumbre atascada en la Plaza de la Aduana aplaudía y rechiflaba de júbilo, creyendo que la captura sangrienta era una de las tantas farsas del carnaval. Florentino Ariza quedó desgarrado, y desde el Miércoles de Ceniza pasaba por la calle de la Divina Pastora con una caja de chocolates ingleses para ella. Se quedaba viendo a las reclusas que le gritaban toda clase de improperios y piropos por las ventanas, las alborotaba con la caja de chocolates, por si acaso tenía la suerte de que también se asomara ella por entre las barras de hierro. Pero nunca la vio. Meses después, al bajarse del tranvía de mulas, una niñita que iba con su padre le pidió una bolita de chocolate de la caja que él llevaba en la mano. El padre la regañó y le pidió excusas a Florentino Ariza. Pero él le dio la caja completa a la niña pensando que aquel gesto lo redimía de toda amargura, y calmó al papá con una palmadita en el hombro.

—Eran para un amor que se lo llevó el carajo —le dijo.

Como una compensación del destino, también fue en el tranvía de mulas donde Florentino Ariza conoció a Leona Cassiani, que fue la verdadera mujer de su vida, aunque ni él ni ella lo supieron nunca, ni nunca hicieron el amor. Él la había sentido antes de verla cuando iba de regreso a casa en el tranvía de las cinco: fue una mirada material que lo tocó como si fuera un dedo. Levantó la vista y la vio, en el extremo opuesto, pero muy bien definida entre los otros pasajeros. Ella no apartó la mirada. Al contrario: la sostuvo con tanto descaro que él no podía pensar sino lo que pensó: negra, joven y bonita, pero puta sin lugar a dudas. La descartó de su vida, porque no podía concebir nada más indigno que pagar el amor: no lo hizo nunca.

Florentino Ariza se bajó en La Plaza de los Coches, que era la terminal del tranvía, se escabulló a toda prisa por el laberinto del comercio porque su madre lo esperaba a las seis, y cuando salió al otro lado de la muchedumbre oyó el taconeo de mujer alegre en los adoquines, y se volvió a mirar para convencerse de lo que ya sabía: era ella. Estaba vestida como las esclavas de los grabados, con una pollera de volantes que se levantaba con un ademán de baile para pasar sobre los charcos de las calles, un descote que le dejaba los hombros descubiertos, un mazo de collares de colores y un turbante blanco. Él las conocía en el hotel de paso. Sucedía a menudo que a las seis de la tarde estaban todavía con el desayuno, y entonces no les quedaba más recurso que usar el sexo como un cuchillo de salteador de vereda, y se lo ponían en la garganta al primero que encontraban en la calle: la pinga o la vida. En busca de una prueba final, Florentino Ariza cambió de sentido, se metió por el callejón desierto de El Candilejo, y ella lo siguió cada vez más de cerca. Entonces él se detuvo, se volvió, le cerró el paso en la acera apoyado en el paraguas con las dos manos. Ella se le plantó enfrente.

—Estás equivocada, linda —dijo él—: yo no lo doy.

—Claro que sí —dijo ella—: se te ve en la cara.

Florentino Ariza se acordó de una frase que le oyó de niño al médico de la familia, su padrino, a propósito de su estreñimiento crónico: “El mundo está dividido entre los que cagan bien y los que cagan mal”. Sobre ese dogma, el médico había elaborado toda una teoría del carácter, que consideraba más certera que la astrología. Pero con las lecciones de los años, Florentino Ariza la planteó de otro modo: “El mundo está dividido entre los que tiran y los que no tiran”. Desconfiaba de estos últimos: cuando se salían del carril, era para ellos algo tan insólito, que alardeaban del amor como si acabaran de inventarlo. Los que lo hacían a menudo, en cambio, vivían sólo para eso. Se sentían tan bien que se portaban como sepulcros sellados, porque sabían que de la discreción dependía su vida. NO hablaban jamás de sus proezas, no se confiaban a nadie, se hacían los distraídos hasta el punto de que ganaban fama de impotentes, de frígidos, y sobre todo de maricas tímidos, como era el caso de Florentino Ariza. Pero se complacían con el equivoco, porque también el equívoco los protegía. Eran una logia hermética, cuyos socios se reconocían entre sí en el mundo entero, sin necesidad de un idioma común. De ahí que Florentino Ariza no se sorprendiera de la respuesta de la muchacha: era una de los suyos, y por tanto sabía que él sabía que ella sabía.

Fue el error de su vida, tal como su conciencia iba a recordárselo a cada hora de cada día, hasta el último día. Lo que ella quería suplicarle no era amor, y menos amor pagado, sino un empleo de lo que fuera, como fuera y con el sueldo que fuera, en la Compañía Fluvial del Caribe. Florentino Ariza se sintió tan avergonzado de su propia conducta que la llevó con el jefe de personal, y éste le dio un puesto de ínfima categoría en la sección general, que ella desempeñó con seriedad, modestia y consagración durante tres años.

Las oficinas de la C.F.C. estaban desde su fundación frente al muelle fluvial, sin nada en común con el puerto de los transatlánticos en el lado opuesto de la bahía, ni con el atracadero del mercado en la bahía de Las Ánimas. Era un edificio de madera con techo de cinc de dos aguas, un solo balcón largo con pilares en la fachada, y varias ventanas con mallas de alambre en los cuatro costados, desde las cuales se veían completos los buques en el muelle como cuadros colgados en la pared. Cuando lo construyeron los precursores alemanes, pintaron de rojo el cinc de los techos y de blanco brillante los tabiques de madera, de modo que el mismo edificio tenía algo de buque fluvial. Después lo pintaron todo de azul, y por los tiempos en que Florentino Ariza entró a trabajar en la empresa era un galpón polvoriento sin color definido, y en los techos oxidados había parches de láminas nuevas sobre las láminas originales. Detrás del edificio, en un patio de caliche cercado con alambre de gallinero, había dos bodegas grandes de construcción más reciente, y al fondo había un caño cerrado, sucio y maloliente, donde se pudrían los desechos de medio siglo de navegación fluvial: escombros de buques históricos, desde los primitivos de una sola chimenea, inaugurados por Simón Bolívar, hasta algunos tan recientes que ya tenían ventiladores eléctricos en los camarotes. La mayoría de ellos habían sido desmantelados para utilizar los materiales en otros buques, pero muchos estaban en tan buen estado que parecía posible darles una mano de pintura y echarlos a navegar, sin espantar las iguanas ni desmontar las frondas de grandes flores amarillas que los hacían más nostálgicos.

En la planta alta del edificio estaba la sección administrativa, en oficinas pequeñas pero cómodas y bien dotadas, como los camarotes de los buques, pues no habían sido hechas por arquitectos civiles sino por ingenieros navales. Al final del corredor, como un empleado más, despachaba el tío León XII en una oficina igual a todas, con la única diferencia de que él encontraba por las mañanas en su escritorio un florero de vidrio con cualquier clase de flores de buen olor. En la planta baja estaba la sección de pasajeros, con una sala de espera de bancas rústicas y un mostrador para el expendio de tiquetes y el manejo de los equipajes. Al final de todo estaba la confusa sección general, cuyo solo nombre daba una idea de la vaguedad de sus atributos, y adonde iban a morir de mala muerte los problemas que se quedaban sin resolver en el resto de la empresa. Allí estaba Leona Cassiani, perdida detrás de una mesita escolar entre un montón de bultos de maíz arrumados y papeles sin solución, el día en que el tío León XII en persona fue a ver qué diablos se le ocurría para que la sección general sirviera de algo. Al cabo de tres horas de preguntas, de suposiciones teóricas y de averiguaciones concretas con todos los empleados en sala plena, volvió a su oficina atormentado por la certidumbre de no haber encontrado ninguna solución para tantos problemas, sino todo lo contrario: nuevos y variados problemas para ninguna solución.

Al día siguiente, cuando Florentino Ariza entró en su oficina, encontró un memorando de Leona Cassiani, con la súplica de que lo estudiara y se lo mostrara luego a su tío, si le parecía pertinente. Era la única que no había dicho una palabra durante la inspección de la tarde anterior. Se había mantenido a conciencia en su digna condición de empleada de caridad, pero en el memorando hacía notar que no lo había hecho por negligencia sino por respeto a las jerarquías de la sección. Era de una sencillez alarmante. El tío León XII se había propuesto una reorganización a fondo, pero Leona Cassiani pensaba en sentido contrario, por la lógica simple de que la sección general no existía en la realidad: era el basurero de los problemas engorrosos pero insignificantes que las otras secciones se quitaban de encima. La solución, en consecuencia, era eliminar la sección general, y devolver los problemas para que fueran resueltos en sus secciones de origen.

El tío León XII no tenía la menor idea de quién era Leona Cassiani ni recordaba haber visto a alguien que pudiera serlo en la reunión de la tarde anterior, pero cuando leyó el memorando la llamó a su oficina y conversó con ella a puerta cerrada durante dos horas. Hablaron un poco de todo, de acuerdo con el método que él usaba para conocer a la gente. El memorando era de simple sentido común, y la solución, en efecto, dio el resultado apetecido, Pero al tío León XII no le importaba eso: le importaba ella. Lo que más le llamó la atención fue que sus únicos estudios después de la primaria habían sido en la Escuela de Sombrerería. Además, estaba aprendiendo inglés en su casa con un método rápido sin maestro, y desde hacía tres meses tomaba clases nocturnas de mecanografía, un oficio novedoso de gran porvenir, como antes se decía del telégrafo y se había dicho antes de las máquinas de vapor.

Cuando salió de la entrevista ya el tío León XII había empezado a llamarla como la llamaría siempre: tocaya Leona. Había decidido eliminar de una plumada la sección conflictiva y repartir los problemas para que fueran resueltos por los mismos que los creaban, de acuerdo con la sugerencia de Leona Cassiani, y había inventado para ella un puesto sin nombre y sin funciones específicas, que en la práctica era el de asistente personal suya. Esa tarde, después del entierro sin honores de la sección general, el tío León XII le preguntó a Florentino Ariza de dónde había sacado a Leona Cassiani, y él le contestó la verdad.

—Pues vuelve al tranvía y tráeme a todas las que encuentres como esa —le dijo el tío—. Con dos o tres más así sacamos a flote tu galeón.

Florentino Ariza lo entendió como una broma típica del tío León XII, pero al día siguiente se encontró sin el coche que le habían asignado seis meses antes, y que ahora le quitaban para que siguiera buscando talentos ocultos en los tranvías. A Leona Cassiani, por su parte, se le acabaron muy pronto los escrúpulos iniciales, y se sacó de adentro todo lo que tuvo guardado con tanta astucia los primeros tres años. En tres más había abarcado el control de todo, y en los cuatro siguientes llegó a las puertas de la secretaría general, pero se negó a entrar porque estaba a sólo un escalón por debajo de Florentino Ariza. Hasta entonces había estado a órdenes suyas, y quería seguir estándolo, aunque la realidad era distinta: el mismo Florentino Ariza no se daba cuenta de que era él quien estaba bajo las órdenes de ella. Así era: él no había hecho más que cumplir lo que ella sugería en la Dirección General para ayudarlo a subir contra las trampas de sus enemigos ocultos.

Leona Cassiani tenía un talento diabólico para manejar los secretos, y siempre sabía estar donde debía en el momento justo. Era dinámica, silenciosa, de una dulzura sabia. Pero cuando era indispensable, con el dolor de su alma, le soltaba las riendas a un carácter de hierro macizo. Sin embargo, nunca lo usó para ella. Su único objetivo fue barrer la escalera a cualquier precio, con sangre si no había otro modo, para que Florentino Ariza subiera hasta donde él se lo había propuesto sin calcular muy bien su propia fuerza. Ella lo hubiera hecho de todos modos, desde luego, por una indomable vocación de poder, pero la verdad fue que lo hizo a conciencia por pura gratitud. Era tal su determinación, que el mismo Florentino Ariza se perdió en sus manejos, y en un momento sin fortuna trató de cerrarle el paso a ella creyendo que ella trataba de cerrárselo a él. Leona Cassiani lo puso en su puesto.

—No se equivoque —le dijo—. Yo me aparto de todo esto cuando usted quiera, pero piénselo bien.

Florentino Ariza, que en efecto no lo había pensado, lo pensó entonces tan bien como pudo, y le entregó sus armas. Lo cierto es que en medio de aquella guerra sórdida dentro de una empresa en crisis perpetua, en medio de sus desastres de halconero sin sosiego y la ilusión cada vez más incierta de Fermina Daza, el impasible Florentino Ariza no había tenido un instante de paz interior frente al espectáculo fascinante de aquella negra brava embadurnada de mierda y de amor en la fiebre de la pelea. Tanto, que muchas veces se dolió en secreto de que ella no hubiera sido en realidad lo que él creía que era la tarde en que la conoció, para haberse limpiado el trasero con sus principios y haber hecho el amor con ella aunque fuera pagado con pepas de oro vivo. Pues Leona Cassiani seguía siendo igual que aquella tarde en el tranvía, con sus mismos vestidos de cimarrona alborotada, sus turbantes locos, sus arracadas y pulseras de hueso, su mazo de collares y sus anillos de piedras falsas en todos los dedos: una leona de la calle. Lo muy poco que los años le habían añadido por fuera era para su bien. Navegaba en una madurez espléndida, sus encantos de mujer eran más inquietantes, y su ardoroso cuerpo de africana se iba haciendo más denso con la madurez. Florentino Ariza no se le había vuelto a insinuar en diez años, pagando así la dura penitencia de su error original, y ella lo había ayudado en todo, salvo en eso.

Una noche en que se quedó trabajando hasta muy tarde, como lo hizo con frecuencia después de la muerte de su madre, Florentino Ariza iba de salida cuando vio que había luz en la oficina de Leona Cassiani. Abrió la puerta sin tocar, y allí estaba: sola en el escritorio, absorta, seria, con unas gafas nuevas que le hacían un semblante académico. Florentino Ariza se dio cuenta con un pavor dichoso de que estaban los dos solos en la casa, estaban los muelles desiertos, la ciudad dormida, la noche eterna en la mar tenebrosa, el bramido triste de un barco que tardaría más de una hora en llegar. Florentino Ariza se apoyó en el paraguas con las dos manos, tal como lo había hecho en el callejón de El Candilejo para cerrarle el paso, solo que ahora lo hizo para que no se le notara la desarticulación de las rodillas.

—Dime una cosa, leona de mi alma —dijo—: ¿cuándo es que vamos a salir de esto?

Ella se quitó los lentes sin sorpresa, con un dominio absoluto, y lo encandiló con su risa solar. Nunca lo había tuteado.

—Ay, Florentino Ariza —le dijo—, llevo diez años sentada aquí esperando que me lo preguntes.

Ya era tarde: la ocasión iba con ella en el tranvía de mulas, había estado siempre con ella en la misma silla en que estaba sentada, pero ahora se había ido para siempre. La verdad era que después de tantas perrerías soterradas que había hecho por él, después de tanta sordidez soportada para él, ella se le había adelantado en la vida y estaba mucho más allá de los veinte años de edad que él le llevaba de ventaja: había envejecido para él. Lo quería tanto, que en vez de engañarlo prefirió seguir amándolo aunque tuviera que hacérselo saber de un modo brutal.

—No —le dijo—. Me sentiría como acostándome con el hijo que nunca tuve.

Florentino Ariza se quedó con la espina de que no hubiera sido suya la última réplica. Pensaba que cuando una mujer dice que no, se queda esperando que le insistan antes de tomar la decisión final, pero con ella era distinto: no podía jugar con el riesgo de equivocarse por segunda vez. Se retiró de buen talante, y hasta con una cierta gracia que no le era fácil. Desde esa noche, cualquier sombra que pudo haber entre ellos se disipó sin amarguras, y Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una mujer sin acostarse con ella.

Leona Cassiani fue el único ser humano a quien Florentino Ariza estuvo tentado de revelarle el secreto de Fermina Daza. Las pocas personas que lo sabían empezaban a olvidarlo por motivos de fuerza mayor. Tres de ellas se lo habían llevado a la tumba sin ninguna duda: su madre, que desde mucho antes de morir ya lo tenía borrado en la memoria; Gala Placidia, muerta de buena vejez al servicio de la que fue casi una hija, y la inolvidable Escolástica Daza, la que le había llevado dentro de un misal la primera carta de amor que recibió en la vida, y que no podía seguir viva después de tantos años. Lorenzo Daza, de quien entonces no sabía si estaba vivo o muerto, podía habérselo revelado a la hermana Franca de la Luz tratando de evitar la expulsión, pero era poco probable que lo hubieran divulgado. Quedaban por contar once telegrafistas de la provincia lejana de Hildebranda Sánchez, que manejaron telegramas con sus nombres completos y direcciones exactas, y luego Hildebranda Sánchez y su corte de primas indómitas.

Lo que ignoraba Florentino Ariza era que el doctor Juvenal Urbino debía ser incluido en la cuenta. Hildebranda Sánchez le había revelado el secreto en alguna de sus tantas visitas de los primeros años. Pero lo hizo de un modo tan casual y en un momento tan inoportuno, que al doctor Urbino no le entró por un oído y le salió por el otro, como ella pensó, sino que no le entró por ninguno. Hildebranda, en efecto, había mencionado a Florentino Ariza como uno de los poetas escondidos que según ella tenían posibilidades de ganar los Juegos Florales. Al doctor Urbino le costó trabajo recordar quién era, y ella le dijo sin que fuera indispensable pero sin un ápice de malicia que fue el único novio que Fermina Daza había tenido antes de casarse. Se lo dijo convencida de que había sido algo tan inocente y efímero, que más bien resultaba conmovedor. El doctor Urbino le replicó sin mirarla: “No sabía que ese tipo fuera poeta”. Y lo borró de la memoria al instante, entre otras cosas porque su profesión lo tenía acostumbrado a un manejo ético del olvido.

Florentino Ariza observó que los depositarios del secreto, a excepción de su madre, pertenecían al mundo de Fermina Daza. En el suyo estaba sólo él, solo con el peso abrumador de una carga que muchas veces había necesitado compartir, pero nadie hasta entonces le había merecido tanta confianza. Leona Cassiani era la única posible, y sólo le hacían falta el modo y la ocasión. Estaba pensándolo, justo la tarde de bochorno estival en que el doctor Juvenal Urbino subió las escaleras empinadas de la C.F.C., con una pausa en cada peldaño para sobrevivir al calor de las tres, y apareció acezante en la oficina de Florentino Ariza empapado en sudor hasta los pantalones, y dijo con el último aliento: “Creo que se nos viene encima un ciclón”. Florentino Ariza lo había visto allí muchas veces, en busca del tío León XII, pero nunca como entonces había tenido la impresión tan nítida de que aquella aparición indeseable tenía algo que ver con su vida.

Era la época en que también el doctor Juvenal Urbino había superado los escollos de la profesión, y andaba casi de puerta en puerta como un pordiosero con el sombrero en la mano, buscando contribuciones para sus promociones artísticas. Uno de sus contribuyentes más asiduos y pródigos lo fue siempre el tío León XII, quien en aquel momento justo había empezado a hacer su siesta diaria de diez minutos, sentado en la poltrona de resortes del escritorio. Florentino Ariza le pidió al doctor Juvenal Urbino el favor de esperar en su oficina, que era contigua a la del tío León XII, y en cierto modo le servía de antesala.

Se habían visto en diversas ocasiones, pero nunca habían estado así, frente a frente, y Florentino Ariza padeció una vez más la náusea de sentirse inferior. Fueron diez minutos eternos, en los cuales se levantó tres veces con la esperanza de que el tío hubiera despertado antes de tiempo, y se tomó un termo entero de café negro. El doctor Urbino no aceptó ni una taza. Dijo: “El café es veneno”. Y siguió encadenando un tema con otro sin preocuparse siquiera por ser escuchado. Florentino Ariza no podía soportar su distinción natural, la fluidez y precisión de sus palabras, su hálito recóndito de alcanfor, su encanto personal, la manera tan fácil y elegante como lograba que hasta las frases más frívolas, sólo porque él las decía, parecieran esenciales. De pronto, el médico cambió de tema de un modo abrupto.

—¿Le gusta la música?

Lo tomó por sorpresa. En realidad, Florentino Ariza asistía a cuanto concierto o representación de ópera se daban en la ciudad, pero no se sentía capaz de sostener una conversación crítica o bien informada. Tenía la sangre dulce para la música de moda, sobre todo los valses sentimentales, cuya afinidad con los que él mismo hacía de adolescente, o con sus versos secretos, no era posible negar. Le bastaba con oírlos una vez de pasada, para que luego no hubiera poder de Dios que le sacara de la cabeza el hilo de la melodía durante noches enteras. Pero esa no sería una respuesta seria para una pregunta tan seria de un especialista.

—Me gusta Gardel —dijo.

El doctor Urbino lo entendió. “Ya veo —dijo—. Está de moda.” Y se escabulló por el recuento de sus nuevos y numerosos proyectos, que había de realizar como siempre sin subsidio oficial. Le hizo notar la inferioridad descorazonadora de los espectáculos que era posible traer ahora y los espléndidos del siglo anterior. Así era: tenía un año de estar vendiendo abonos para traer el trío Cortot–Casals–Thibaud al Teatro de la Comedia, y no había nadie en el gobierno que supiera quiénes eran, mientras aquel mismo mes estaban agotadas las localidades para la compañía de dramas policiales Ramón Caralt, para la Compañía de Operetas y Zarzuelas de don Manolo de la Presa, para Los Santanelas, inefables transformistas mímico–fantásticos que se cambiaban de ropa en pleno escenario en el instante de un relámpago fosforescente, para Danyse D'Altaine, que se anunciaba como antigua bailarina del Folies Bergére, y hasta para el abominable Ursus, un energúmeno vasco que peleaba cuerpo a cuerpo con un toro de lidia. No era para quejarse, sin embargo, si los mismos europeos estaban dando una vez más el mal ejemplo de una guerra bárbara, cuando nosotros empezábamos a vivir en paz después de nueve guerras civiles en medio siglo, que bien contadas podían ser una sola: siempre la misma. Lo que más le llamó la atención a Florentino Ariza de aquel discurso cautivador, fue la posibilidad de revivir los Juegos Florales, la más resonante y perdurable de las iniciativas que el doctor Juvenal Urbino había concebido en el pasado. Tuvo que morderse la lengua para no contarle que él había sido un participante asiduo de aquel concurso anual que llegó a interesar a poetas de grandes nombres, no sólo en el resto del país sino también en otros del Caribe.

Apenas empezada la conversación, el vapor caliente del aire se enfrió de pronto, y una tormenta de vientos cruzados sacudió puertas y ventanas con fuertes estampidos, y la oficina crujió hasta los cimientos como un velero al garete. El doctor Juvenal Urbino no pareció advertirlo. Hizo alguna referencia casual a los ciclones lunáticos de junio, y de pronto, sin que viniera a cuento, habló de su esposa. No sólo la tenía como su colaboradora más entusiasta, sino como el alma misma de sus iniciativas. Dijo: “Yo no sería nadie sin ella”. Florentino Ariza lo escuchó impasible, aprobándolo todo con un movimiento leve de la cabeza, sin atreverse a decir nada por miedo de que lo traicionara la voz. Sin embargo, dos o tres frases más le bastaron para comprender que al doctor Juvenal Urbino, en medio de tantos compromisos absorbentes, todavía le sobraba tiempo para adorar a su esposa casi tanto como él, y esa verdad lo aturdió. Pero no pudo reaccionar como hubiera querido, porque el corazón le hizo entonces una de esas trastadas de putas que sólo se le ocurren al corazón: le reveló que él y aquel hombre que había tenido siempre como el enemigo personal, eran víctimas de un mismo destino y compartían el azar de una pasión común: dos animales de yunta uncidos al mismo yugo. Por primera vez en los veintisiete años interminables que llevaba esperando, Florentino Ariza no pudo resistir la punzada de dolor de que aquel hombre admirable tuviera que morirse para que él fuera feliz.

El ciclón pasó de largo, pero sus galemas desbarataron en quince minutos los barrios de las ciénagas y causaron destrozos en media ciudad. El doctor Juvenal Urbino, satisfecho una vez más con la generosidad del tío León XII, no esperó a que escampara por completo, y se llevó por distracción el paraguas personal que Florentino Ariza le prestó para llegar hasta el coche. Pero a éste no le importó. Al contrario: se alegró de pensar en lo que Fermina Daza iba a pensar cuando supiera quién era el dueño del paraguas. Estaba todavía turbado por la conmoción de la entrevista cuando Leona Cassiani pasó por su oficina, y le pareció una ocasión única para revelarle el secreto sin más vueltas, como reventar un nudo de golondrinos que no lo dejaba vivir: ahora o nunca. Empezó por preguntarle qué pensaba del doctor Juvenal Urbino. Ella le contestó casi sin pensarlo: “Es un hombre que hace muchas cosas, demasiadas quizás, pero creo que nadie sabe lo que piensa”. Luego reflexionó, despedazando el borrador del lápiz con sus dientes afilados y grandes, de negra grande, y al final se encogió de hombros para liquidar un asunto que la tenía sin cuidado.

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