Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.
Fue el primer amor de cama de Florentino Ariza. Pero en vez de haber hecho con ella una unión estable, como su madre lo soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse a la vida. Florentino Ariza desarrolló métodos que parecían inverosímiles en un hombre como él, taciturno y escuálido, y además vestido como un anciano de otro tiempo. Sin embargo, tenía dos ventajas a su favor. Una era un ojo certero para conocer de inmediato a la mujer que lo esperaba, así fuera en medio de una muchedumbre, y aun así la cortejaba con cautela, pues sentía que nada causaba más vergüenza ni era más humillante que una negativa. La otra ventaja era que ellas lo identificaban de inmediato como un solitario necesitado de amor, un menesteroso de la calle con una humildad de perro apaleado que las rendía sin condiciones, sin pedir nada, sin esperar nada de él, aparte de la tranquilidad de conciencia de haberle hecho el favor. Eran sus únicas armas, y con ellas libró batallas históricas pero de un secreto absoluto, que fue registrando con un rigor de notario en un cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un título que lo decía todo: Ellas. La primera anotación la hizo con la viuda de Nazaret. Cincuenta años más tarde, cuando Fermina Daza quedó libre de su condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de caridad.
El propio Florentino Ariza estaba convencido al cabo de seis meses de amores desaforados con la viuda de Nazaret, de que había logrado sobrevivir al tormento de Fermina Daza. No sólo lo creyó, sino que lo comentó varias veces con Tránsito Ariza durante los casi dos años que duró el viaje de bodas, y siguió creyéndolo con un sentimiento de liberación sin fronteras, hasta un domingo de su mala estrella en que la vio de pronto sin ningún anuncio del corazón, cuando salía de la misa mayor del brazo de su marido y asediada por la curiosidad y los halagos de su nuevo mundo. Las mismas damas de alcurnia que al principio la menospreciaban y se burlaban de ella por ser una advenediza sin nombre, se desvivían porque se sintiera como una de las suyas, y ella las embriagaba con su encanto. Había asumido con tanta propiedad su condición de esposa mundana, que Florentino Ariza necesitó un instante de reflexión para reconocerla. Era otra: la compostura de persona mayor, los botines altos, el sombrero de velillo con una pluma de colores de algún pájaro oriental, todo en ella era distinto y fácil, como si todo fuera suyo desde su origen. La encontró más bella y juvenil que nunca, pero irrecuperable, como nunca, aunque no comprendió la razón hasta no ver la curva de su vientre bajo la túnica de seda: estaba encinta de seis meses. Sin embargo, lo que más lo impresionó fue que ella y su marido formaban una pareja admirable, y ambos manejaban el mundo con tanta fluidez que parecían flotar por encima de los escollos de la realidad. Florentino Ariza no sintió celos ni rabia, sino un gran desprecio de sí mismo. Se sintió pobre, feo, inferior, y no sólo indigno de ella sino de cualquier otra mujer sobre la tierra.
Así que había vuelto. Regresaba sin ningún motivo para arrepentirse del vuelco que le había dado ~a su vida. Al contrario: cada vez tuvo menos, sobre todo después de sobrevivir a la cuesta de los primeros años. Más meritorio aún en el caso de ella, que había llegado a la noche de bodas todavía con las brumas de la inocencia. Había empezado a perderla en el curso de su viaje por la provincia de la prima Hildebranda. En Valledupar entendió por fin por qué los gallos correteaban a las gallinas, presenció la ceremonia brutal de los burros, vio nacer los terneros, y oyó hablar a las primas con naturalidad de cuáles parejas de la familia seguían haciendo el amor y cuáles y cuándo y por qué habían dejado de hacerlo aunque siguieran viviendo juntas. Fue entonces cuando se inició en los amores solitarios, con la rara sensación de estar descubriendo algo que sus instintos sabían desde siempre, primero en la cama, con el aliento amordazado para no delatarse en el dormitorio compartido con media docena de primas, y después a dos manos tumbada a la bartola en el piso del baño, con el pelo suelto y fumando sus primeras califias de arriero. Siempre lo hizo con unas dudas de conciencia que sólo logró superar después de casada, y siempre en un secreto absoluto, mientras que las primas alardeaban entre ellas no sólo de la cantidad de veces en un día, sino incluso de la forma y el tamaño de sus orgasmos. Sin embargo, a pesar del embrujo de aquellos ritos iniciales, siguió arrastrando la creencia de que la pérdida de la virginidad era un sacrificio sangriento.
De modo que su fiesta de bodas, una de las más ruidosas de las postrimerías del siglo pasado, transcurrió para ella en las vísperas del horror. La angustia de la luna de miel la afectó mucho más que el escándalo social por el matrimonio con un galán como no había dos en esos años. Desde que empezaron a correr las amonestaciones en la misa mayor de la catedral, Fermina Daza volvió a recibir esquelas anónimas, algunas con amenazas de muerte, pero apenas si las veía pasar, pues todo el miedo de que era capaz lo tenía ocupado por la inminencia de la violación. Era el modo correcto de tratar los anónimos, aunque ella no lo hiciera a propósito, en una clase acostumbrada por las burlas históricas a bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que todo cuanto le era adverso se iba poniendo de parte suya a medida que la boda se sabía irrevocable. Ella lo notaba en los cambios graduales del cortejo de mujeres lívidas, degradadas por la artritis y los resentimientos, que un día se convencían de la vanidad de sus intrigas y aparecían sin anunciarse en el parquecito de Los Evangelios, como si fuera en la propia casa, cargadas de recetas de cocina y de regalos augurales. Tránsito Ariza conocía aquel mundo, aunque sólo esa vez lo sufrió en carne propia, y sabía que sus clientas reaparecían en vísperas de las fiestas grandes a pedirle el favor de que desenterrara sus múcuras y les prestara las joyas empeñadas, por sólo veinticuatro horas, mediante el pago de un interés adicional. Hacía mucho tiempo que no ocurría como esa vez, que las múcuras se quedaron vacías para que las señoras de apellidos largos abandonaran sus santuarios de sombras y aparecieran radiantes, con sus propias joyas prestadas, en una boda como no se vio otra de tanto esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria final fue el padrinazgo del doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la república, filósofo, poeta y autor de la letra del Himno Nacional, según podía aprenderse desde entonces en algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó al altar mayor de la catedral del brazo de su padre, a quien el traje de etiqueta le infundió por un día un aire equívoco de respetabilidad. Se casó para siempre frente al altar mayor de la catedral en una misa concelebrada por tres obispos, a las once de la mañana del viernes de gloria de la Santísima Trinidad, y sin un pensamiento de caridad para Florentino Ariza, que a esa hora deliraba de fiebre, muriéndose por ella, en la intemperie de un buque que no había de llevarlo al olvido. Durante la ceremonia, y después en la fiesta, mantuvo una sonrisa que parecía fijada con albayalde, un gesto sin alma que algunos interpretaron como la sonrisa de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para disimular su terror de virgen recién casada.
Por fortuna, las circunstancias imprevistas, junto con la comprensión del marido, resolvieron sus tres primeras noches sin dolor. Fue providencial. El barco de la Compagnie Générale Transatlantique, con el itinerario trastornado por el mal tiempo del Caribe, anunció con sólo tres días de anticipación que adelantaba la salida en veinticuatro horas, de modo que no zarparía para La Rochelle al día siguiente de la boda, como estaba previsto desde hacía seis meses, sino la misma noche. Nadie creyó que aquel cambio no fuera una más de las tantas sorpresas elegantes de la boda, pues la fiesta terminó después de la medianoche a bordo del transatlántico iluminado, con una orquesta de Viena que estrenaba en aquel viaje los valses más recientes de Johann Strauss. De modo que los varios padrinos ensopados en champaña fueron arrastrados a tierra por sus esposas atribuladas, cuando ya andaban preguntando a los camareros si no habría camarotes disponibles para seguir la parranda hasta París. Los últimos que desembarcaron vieron a Lorenzo Daza frente a las cantinas del puerto, sentado en el suelo en plena calle y con el traje de etiqueta en piltrafas. Lloraba a grito pelado, como lloran los árabes a sus muertos, sentado sobre un reguero de aguas podridas que bien pudo haber sido un charco de lágrimas.
Ni en la primera noche de mala mar, ni en las siguientes de navegación apacible, ni nunca en su muy larga vida matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que temía Fermina Daza. La primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del camarote, fue una repetición horrible de la goleta de Riohacha, y su marido fue un médico servicial que no durmió un instante para consolarla, que era lo único que un médico demasiado eminente sabía hacer contra el mareo. Pero la borrasca amainó al tercer día, después del puerto de la Guayra, y ya para entonces habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto que se sentían amigos antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos ordinarios, el doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara antes de dormir. Ella le fue sincera: la doblez de las monjas le había provocado una resistencia contra los ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a mantenerla en silencio. Dijo: “Prefiero entenderme directo con Dios”. Él comprendió sus razones, y desde entonces cada cual practicó la misma religión a su manera. Habían tenido un noviazgo breve, pero bastante informal para la época, pues el doctor Urbino la visitaba en su casa, sin vigilancia, todos los días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le tocara ni la yema de los dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado. Fue en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos, cuando él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño, pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió trapos en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo hacía, dijo de buen humor:
—Quéquieres, doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.
El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado, tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de que él se había desnudado por completo mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio, mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: “Yo lo sé hacer sola”. Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las tinieblas.
Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un nervio vivo.
Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la estremeció hasta las raíces del cráneo. “Calma —le dijo él, muy calmado—. No se te olvide que las conozco.” La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.
—Lo recuerdo muy bien —dijo—, y todavía no se me pasa la rabia.
Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger la mano grande y mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico de su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo: “Es un escapulario”. Ella le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo de raíz. “Más fuerte”, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las tinieblas. Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevando la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias. Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.
—Nunca he podido entender cómo es ese aparato —dijo.
Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con las manos”. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres”. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: “Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana”. Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de menosprecio.
—Además, creo que le sobran demasiadas cosas —dijo.
El se quedó perplejo. La propuesta original para su tesis de grado había sido esa: la conveniencia de simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas funciones inútiles o repetidas que fueron imprescindibles para otras edades del género humano, pero no para la nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos vulnerable. Concluyó: “Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos modos sería bueno dejarlo establecido en términos teóricos”. Ella se rió divertida, de un modo tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más.
—No vamos a seguir con la clase de medicina —dijo.
—No —dijo él—. Esta va a ser de amor.
Entonces le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor. Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía vestida, y con un olor propio de animal de monte que permitía distinguirla entre todas las mujeres del mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre hirviendo se le subió a la cara, y lo único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a fondo, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar.
Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se equivocó.
Al amanecer, cuando se durmieron, ella seguía siendo virgen, pero no habría de serlo por mucho tiempo. La noche siguiente, en efecto, después de que él le enseñó a bailar los valses de Viena bajo el cielo sideral del Caribe, él tuvo que ir al baño después que ella, y cuando regresó al camarote la encontró esperándolo desnuda en la cama. Entonces fue ella quien tomó la iniciativa, y se le entregó sin miedo, sin dolor, con la alegría de una aventura de alta mar, y sin más vestigios de ceremonia sangrienta que la rosa del honor en la sábana. Ambos lo hicieron bien, casi como un milagro, y siguieron haciéndolo bien de noche y de día y cada vez mejor en el resto del viaje, y cuando llegaron a La Rochelle se entendían como amantes antiguos.
Permanecieron dieciséis meses en Europa, con base en París, y haciendo viajes cortos por los países vecinos. Durante ese tiempo hicieron el amor todos los días, y más de una vez los domingos de invierno, cuando se quedaban hasta la hora del almuerzo retozando en la cama. Él era un hombre de buenos ímpetus, y además bien entrenado, y ella no estaba hecha para dejarse tomar ventaja de nadie, de modo que tuvieron que conformarse con el poder compartido en la cama. Después de tres meses de amores febriles él comprendió que uno de los dos era estéril, y ambos se sometieron a exámenes severos en el Hospital de la Salpétriére donde él había hecho su internado. Fue una diligencia ardua pero infructuosa. Sin embargo cuando menos lo esperaban, y sin ninguna media, acción científica, ocurrió el milagro. A fines del año siguiente, cuando regresaron a casa, Fermina estaba encinta de seis meses, y se creía la mujer más feliz de la tierra. El hijo tan deseado por ambos, que nació sin novedad bajo el signo de Acuario, fue bautizado en honor del abuelo muerto del cólera.
Era imposible saber si fue Europa o el amor lo que los hizo distintos, pues las dos cosas ocurrieron al mismo tiempo. Ambos lo eran, y a fondo, no sólo con ellos mismos sino con todo el mundo, como lo percibió Florentino Ariza cuando los vio a la salida de misa dos semanas después del regreso, aquel domingo de su desgracia. Volvieron con una concepción nueva de la vida, cargados de novedades del mundo, y listos para mandar. Él con las novedades de la literatura, de la música, y sobre todo las de su ciencia. Trajo una suscripción de Le Figaro, para no perder el hilo de la realidad, y otra de la Revue des Deux Mondes para no perder el hilo de la poesía. Había hecho además un acuerdo con su librero de París para recibir las novedades de los escritores más leídos, entre ellos Anatole France y Pierre Loti, y de los que más le gustaban, entre ellos Remy de Gourmont y Paul Bourget, pero en ningún caso Émile Zola, que le parecía insoportable, a pesar de su valiente irrupción en el juicio de Dreyfus. El mismo librero se comprometió a mandarle por correo las novedades más seductoras del catálogo de Ricordi, sobre todo de música de cámara, para mantener el título bien ganado por su padre de primer promotor de conciertos en la ciudad.
Fermina Daza, siempre contraria a los rigores de la moda, trajo seis baúles con ropas de tiempos diversos, pues no la convencieron las grandes marcas. Había estado en las Tullerías, en pleno invierno, para el lanzamiento de la colección de Worth, el ineludible tirano de la alta costura, y lo único que consiguió fue una bronquitis que la tumbó cinco días en la cama. Laferriére le pareció menos pretencioso y voraz, pero su decisión sabia fue arrasar con lo que más le gustaba en las tiendas de saldos, a pesar de que el esposo juraba aterrado que eran ropas de muertos. Así mismo, trajo cantidades de zapatos italianos sin marca, que prefirió a los renombrados y extravagantes de Ferry, y trajo una sombrilla de Dupuy, roja como los fuegos del infierno, que dio mucho de qué escribir a nuestros asustadizos cronistas sociales. Sólo compró un sombrero de Madame Reboux, pero en cambio llenó un baúl de racimos de cerezas artificiales, ramilletes de cuantas flores de fieltro le fue posible encontrar, ramazones de plumas de avestruz~ morriones de pavorreales, colas de gallos asiáticos, faisanes enteros, colibríes, y una variedad innumerable de pájaros exóticos disecados en pleno vuelo, en pleno grito, en plena agonía: todo cuanto había servido en los últimos veinte años para que los mismos sombreros parecieran otros. Trajo una colección de abanicos de diversos países del mundo, y uno distinto y apropiado para cada ocasión. Trajo una esencia perturbadora escogida entre muchas en la perfumería del Bazar de la Charité, antes de que los vientos de primavera arrasaran con sus cenizas, pero la usó una sola vez, porque se desconoció a sí misma con el perfume cambiado. Trajo también un estuche de cosméticos que era la última novedad en el mercado de la seducción, y fue la primera mujer que lo llevó a las fiestas, cuando el acto simple de retocarse en público se consideraba indecente.
Llevaban, además, tres recuerdos imborrables: el estreno sin precedentes de Los Cuentos de Hoffmann, en París, el incendio pavoroso de casi todas las góndolas de Venecia frente a la Plaza de San Marcos, que ellos habían presenciado con el corazón dolorido desde la ventana de su hotel, y la visión fugaz de Oscar Wilde en la primera nevada de enero. Pero en medio de esos y tantos otros recuerdos, el doctor Juvenal Urbino conservaba uno que siempre lamentó no compartir con su esposa, pues venía de sus tiempos de estudiante soltero en París. Era el recuerdo de Victor Hugo, quien disfrutaba aquí de una celebridad conmovedora al margen de sus libros, porque alguien dijo que había dicho, sin que nadie lo hubiera oído en realidad, que nuestra Constitución no era para un país de hombres sino de ángeles. Desde entonces se le rindió un culto especial, y la mayoría de los numerosos compatriotas que viajaban a Francia se desvivían por verlo. Una media docena de estudiantes, entre ellos Juvenal Urbino, montaron guardia por un tiempo frente a su residencia de la avenida Eyleau, y en los cafés donde se decía que iba a llegar sin falta y nunca llegó, y por último habían solicitado por escrito una audiencia privada, en nombre de los ángeles de la Constitución de Rionegro. Nunca recibieron respuesta. Un día cualquiera, Juvenal Urbino pasó por casualidad frente al Jardín del Luxemburgo y lo vio salir del Senado con una mujer joven que lo llevaba del brazo. Lo vio muy viejo, moviéndose a duras penas, con la barba y el cabello menos radiantes que en sus retratos, y dentro de un abrigo que parecía de alguien más corpulento. No quiso estropear el recuerdo con un saludo impertinente: le bastaba con esa visión casi irreal que había de alcanzarle para toda la vida. Cuando volvió casado a París, en condiciones de verlo de un modo más formal, ya Victor Hugo había muerto.
Como consuelo, Juvenal y Fermina llevaban el recuerdo compartido de una tarde de nieves en que los intrigó un grupo que desafiaba la tormenta frente a una pequeña librería del bulevar de los Capuchinos, y era que Oscar Wilde estaba dentro. Cuando por fin salió, elegante de veras, pero tal vez demasiado consciente de serlo, el grupo lo rodeó para pedirle firmas en sus libros. El doctor Urbino se había detenido sólo para verlo, pero su impulsiva esposa quiso atravesar el bulevar para que le firmara lo único que le pareció apropiado a falta de un libro: su hermoso guante de gacela, largo, liso, suave, y del mismo color de su piel de recién casada. Estaba segura de que un hombre tan refinado iba a apreciar aquel gesto. Pero el marido se opuso con firmeza, y cuando ella trató de hacerlo a pesar de sus razones, él no se sintió capaz de sobrevivir a la vergüenza.
—Si tú atraviesas esa calle —le dijo—, cuando regreses aquí me encontrarás muerto.
Era algo natural en ella. Antes de un año de casada se movía por el mundo con la misma soltura con que lo hacía desde niña en el moridero de San Juan de la Ciénaga, como si hubiera nacido sabiéndolo, y tenía una facilidad de trato con los desconocidos que dejaba perplejo al marido, y un talento misterioso para entenderse en castellano con quien fuera y en cualquier parte. “Los idiomas hay que saberlos cuando uno va a vender algo —decía con risas de burla—. Pero cuando uno va a comprar, todo el mundo le entiende como sea.” Era difícil imaginar a alguien que hubiera asimilado tan rápido y con tanto alborozo la vida cotidiana de París, que aprendió a querer en el recuerdo a pesar de sus lluvias eternas. Sin embargo, cuando regresó a casa abrumada por tantas experiencias juntas, cansada de viajar y medio adormecida por el embarazo, lo primero que le preguntaron en el puerto fue cómo le habían parecido las maravillas de Europa, y ella resolvió dieciséis meses de dicha con cuatro palabras de su jerga caribe:
—Más es la bulla.
El día que Florentino Ariza vio a Fermina Daza en el atrio de la catedral encinta de seis meses y con pleno dominio de su nueva condición de mujer de mundo, tomó la determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla. Ni siquiera se puso a pensar en el inconveniente de que fuera casada, porque al mismo tiempo decidió, como si dependiera de él, que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir. No sabía ni cuándo ni cómo, pero se lo planteó como un acontecimiento ineluctable, que estaba resuelto a esperar sin prisas ni arrebatos, así fuera hasta el fin de los siglos.
Empezó por el principio. Se presentó sin anuncio en la oficina del tío León XII, presidente de la junta Directiva y Director General de la Compañía Fluvial del Caribe, y le manifestó la disposición de someterse a sus designios. El tío estaba resentido con él por la manera como malbarató el buen empleo de telegrafista en la Villa de Leyva, pero se dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos. Además, la viuda del hermano había muerto el año anterior, con los rencores en carne viva pero sin dejar herederos. Así que le dio el empleo al sobrino errante.
Era una decisión típica de don León XII Loayza. Dentro del cascarón de traficante sin alma, llevaba escondido un lunático genial, que lo mismo hacía brotar un manantial de limonada en el desierto de la Guajira, que inundaba de llanto un funeral de cruz alta con su canto desgarrador de In questa tomba oscura. Con su cabeza rizada y sus belfos de fauno no le faltaban sino la lira y la corona de laureles para ser idéntico al Nerón incendiario de la mitología cristiana. Las horas que le quedaban libres entre la administración de sus buques decrépitos, todavía a flote por pura distracción de la fatalidad, y los problemas cada día más críticos de la navegación fluvial, las consagraba a enriquecer su repertorio lírico. Nada le gustaba más que cantar en los entierros. Tenía una voz de galeote, sin ningún orden académico, pero capaz de registros impresionantes. Alguien le había contado que Enrico Caruso podía romper un florero en pedazos con el solo poder de su voz, y durante años estuvo tratando de imitarlo hasta con los vidrios de las ventanas. Sus amigos traían los floreros más tenues que encontraban en sus viajes por el mundo, y organizaban fiestas especiales para que él lograra por fin la culminación de su sueño. Nunca lo consiguió. Sin embargo, en el fondo de su trueno había una lucecita de ternura que agrietaba el corazón de sus oyentes como a las ánforas de cristal del gran Caruso, y era esto lo que lo hacía tan venerable en los entierros. Salvo en uno, en el que tuvo la buena idea de cantar When wake up in Glory, un canto funerario de la Luisiana, hermoso y estremecedor, y fue hecho callar por el capellán que no pudo entender aquella intromisión luterana dentro de su iglesia.
Así, entre ancores de óperas y serenatas napolitanas, su talento creativo y su invencible espíritu de empresa lo convirtieron en el prócer de la navegación fluvial en su época de mayor esplendor. Había salido de la nada, como los dos hermanos muertos, y todos llegaron hasta donde quisieron a pesar del estigma de ser hijos naturales, y con el remate de que nunca fueron reconocidos. Eran la flor de lo que entonces se llamaba la aristocracia de mostrador, cuyo santuario era el Club del Comercio. Sin embargo, aun cuando dispuso de recursos para vivir como el emperador romano que parecía ser, el tío León XII vivía en la ciudad vieja por comodidad de trabajo, con su esposa y tres hijos, y de un modo tan austero y en una casa tan escueta, que nunca se quitó de encima una injusta reputación de avaro. Pero su único lujo era todavía más simple: una casa de mar, a dos leguas de las oficinas, sin más muebles que seis taburetes artesanales, un tinajero, y una hamaca en la terraza para acostarse a pensar los domingos. Nadie lo definió mejor que él cuando alguien lo acusó de ser rico.
—Rico no —dijo—: soy un pobre con plata, que no es lo mismo.
Ese raro modo de ser, que alguien elogió alguna vez en un discurso como una demencia lúcida, le permitió ver al instante lo que nadie veía ni antes ni después en Florentino Ariza. Desde el día en que éste se presentó a solicitar empleo en sus oficinas, con su aspecto lúgubre y sus veintisiete años inútiles, lo puso a prueba con la dureza de un régimen de cuartel capaz de doblegar al más bragado. Pero no logró amedrentarlo. Lo que nunca sospechó el tío León XII fue que ese temple del sobrino no le venía de la necesidad de subsistir, ni de una cachaza de bruto heredada del padre, sino de una ambición de amor que ninguna contrariedad de este mundo ni del otro lograría quebrantar.
Los peores años fueron los primeros, cuando lo nombraron escribiente de la Dirección General, que parecía un oficio inventado sobre medida para él. Lotario Thugut, antiguo maestro de música del tío León XII, fue el que le aconsejó a éste que nombrara al sobrino en un empleo de escribir, porque era un consumidor incansable de literatura al por mayor, aunque no tanto de la buena como de la peor. El tío León XII no le hizo caso a la precisión sobre la mala clase de las lecturas del sobrino, pues también de él decía Lotario Thugut que había sido su peor alumno de canto, y sin embargo hacía llorar hasta las lápidas de los cementerios. En todo caso, el alemán tuvo razón en lo que menos había pensado, y era que Florentino Ariza escribía cualquier cosa con tanta pasión, que hasta los documentos oficiales parecían de amor. Los manifiestos de embarque le salían rimados por mucho que se esforzara en evitarlo, y las cartas comerciales de rutina tenían un aliento lírico que les restaba autoridad. El tío en persona se le apareció un día en la oficina con un paquete de correspondencia que no había tenido el valor de firmar como suya, y le dio la última oportunidad de salvar el alma.
—Si no eres capaz de escribir una carta comercial te vas a recoger la basura del muelle —le dijo.
Florentino Ariza aceptó el desafío. Hizo un es~ fuerzo supremo por aprender la simpleza terrestre de la prosa mercantil, imitando modelos de archivos notariales con tanta aplicación como antes lo hacía con los poetas de moda. Era esa la época en que pasaba sus horas libres en el Portal de los Escribanos, ayudando a los enamorados implumes a escribir sus esquelas perfumadas, para descargar el corazón de tantas palabras de amor que se le quedaban sin usar en los informes de aduana. Pero al cabo de seis meses, por muchas vueltas que le daba, no había logrado torcerle el cuello a su cisne empedernido. Así que cuando el tío León XII lo reprendió por segunda vez, él se dio por vencido, pero con una cierta altanería.
—Lo único que me interesa es el amor —dijo.