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—Tú tienes la vida por delante, pero yo sólo tengo este marido miserable y lúbrico.

Una escuela de música de la calle Diputación se avino a darle empleo como maestra particular de piano y solfeo. Era por entonces de buen tono que las hijas de familias asentadas fueran instruidas en las artes sociales y salpicadas con el don de la música de salón, donde la polonesa era menos peligrosa que la conversación o las lecturas cuestionables. Así pues, Sophie Carax empezó su rutina de visitar caserones palaciegos donde criadas almidonadas y mudas la conducían a salones de música donde la infancia hostil de la aristocracia industrial la esperaba para burlarse de su acento, su timidez o su condición de sirvienta, pentagrama más o menos. Con el tiempo aprendió a concentrarse en aquella exigua décima parte de sus alumnos que se elevaban por encima de la condición de alimañas perfumadas, y a olvidar al resto.

Por aquel entonces, Sophie conoció a un joven sombrerero (pues así se hacía llamar él con orgullo gremial) llamado Antoni Fortuny que parecía decidido a hacerle la corte a cualquier precio. Antoni Fortuny, por quien Sophie sentía una cordial amistad y nada más, no tardó en proponerle matrimonio, oferta que Sophie rechazaba una docena de veces al mes. Cada vez que se despedían; Sophie confiaba en no volver a verle más, porque no deseaba herirle. El sombrerero, impermeable a toda negativa, volvía al ataque, invitándola a un baile, a dar un paseo o a una merienda de bizcochos y chocolate en la calle Canuda. Sola en Barcelona, Sophie encontraba difícil resistirse a su entusiasmo, a su compañía y a su devoción. Le bastaba mirar a Antoni Fortuny para saber que nunca podría amarle. No como ella soñaba llegar a amar a alguien algún día. Pero le costaba rechazar la imagen de sí misma que veía en los ojos embrujados del sombrerero. Sólo en ellos veía a la Sophie que hubiera deseado ser.

Así pues, por anhelo o debilidad, Sophie seguía jugueteando con el cortejo del sombrerero, creyendo que algún día él conocería a otra muchacha más dispuesta y partiría en rumbos más provechosos. Entretanto, sentirse deseada y apreciada bastaba para quemar la soledad y la nostalgia de cuanto había dejado atrás. Veía a Antoni los domingos, después de misa. El resto de la semana lo dedicaba a sus clases de música. Su alumna predilecta era una muchacha de notable talento llamada Ana Valls, hija de un próspero fabricante de maquinaria textil que había hecho su fortuna desde la nada, a fuerza de enormes esfuerzos y sacrificios, mayormente ajenos. Ana declaraba su deseo de llegar a ser una gran compositora e interpretaba para Sophie pequeñas piezas que componía imitando motivos de Grieg y Schumann, no sin cierto ingenio. El señor Valls, convencido de que las mujeres eran incapaces de componer otra cosa que calceta y colchas de punto, veía sin embargo con buen ojo que su hija se convirtiese en una competente intérprete al teclado, pues tenía planes de casarla con algún heredero de buen apellido, y sabía que la gente refinada gustaba de cualidades extravagantes en las muchachas Página 228 de 288

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casaderas, amén de la docilidad y la exuberante fertilidad de una juventud en flor.

Fue en la casa de los Valls donde Sophie conoció a uno de los máximos benefactores y padrinos financieros del señor Valls: don Ricardo Aldaya, heredero del imperio Aldaya, ya por entonces la gran esperanza blanca de la plutocracia catalana de finales de siglo. Ricardo Aldaya se había casado meses atrás con una rica heredera de belleza cegadora y nombre impronunciable, atributos que las malas lenguas daban por verídicos, pues se decía que ni su reciente marido veía belleza alguna en ella ni se molestaba en mentar su nombre. Había sido un matrimonio entre familias y bancos, no una niñería romántica, decía el señor Valls, que tenía muy claro que una cosa era el lecho y otra el hecho.

A Sophie le bastó cruzar una mirada con don Ricardo para saber que estaba perdida para siempre. Aldaya tenía ojos de lobo, hambrientos y afilados, que se abrían camino y sabían dónde asestar la dentellada mortal de necesidad. Aldaya le besó la mano lentamente, acariciándole los nudillos con los labios. Todo cuanto el sombrerero destilaba de afabilidad y entusiasmo, don Ricardo exhalaba en crueldad y fortaleza. Su sonrisa canina dejaba claro que era capaz de leer sus pensamientos y sus deseos y que se reía de ellos.

Sophie sintió por él ese anémico desprecio que despiertan las cosas que más deseamos sin saberlo. Se dijo que no le volvería a ver, que si era necesario dejaría de dar clases a su alumna preferida si con ello evitaba volver a tropezarse con Ricardo Aldaya. Nada la había aterrado tanto en su vida como el presentir a aquel animal bajo la piel, y el reconocer a su depredador, vestido en galas de lino. Todos estos pensamientos cruzaron por su mente en apenas segundos, mientras urdía una burda excusa para ausentarse ante la perplejidad del señor Valls, la carcajada de Aldaya y la mirada derrotada de la pequeña Ana, que entendía a las personas mejor que a la música y sabía que había perdido a su maestra sin remedio.

Una semana más tarde, a las puertas de la escuela de música de la calle Diputación, Sophie se encontró con don Ricardo Aldaya, que la esperaba fumando y ojeando un periódico. Cruzaron una mirada y sin mediar palabra él la condujo a un edificio a dos manzanas de allí. Era un inmueble nuevo, todavía sin inquilinos.

Ascendieron hasta el piso principal. Don Ricardo abrió la puerta y le cedió el paso.

Sophie se adentró en el piso, un laberinto de corredores y galerías, de paredes desnudas y techos invisibles. No había muebles ni cuadros ni lámparas ni objeto alguno que identificase aquel espacio como una vivienda. Don Ricardo Aldaya cerró la puerta y ambos se miraron.

—No he dejado de pensar en ti durante toda esta semana. Dime que tú no has hecho lo mismo y te dejaré marchar y no volverás a verme —dijo Ricardo.

Sophie negó.

La historia de sus encuentros furtivos duró noventa y seis días. Se veían al atardecer, siempre en aquel piso vacío en la esquina de Diputación y Rambla de Cataluña. Martes y jueves, a las tres de la tarde. Sus citas nunca duraban más de una hora. A veces Sophie se quedaba a solas, una vez Aldaya había partido, llorando o temblando en un rincón de aquella alcoba. Luego, al llegar el domingo, Sophie buscaba desesperadamente en los ojos del sombrerero vestigios de la mujer que estaba desapareciendo, ansiando la devoción y el engaño. El sombrerero no veía las marcas sobre la piel, los cortes ni las quemaduras que salpicaban su cuerpo. El sombrerero no veía la desesperación en su sonrisa, en su Página 229 de 288

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docilidad. El sombrerero no veía nada. Quizá por eso aceptó su promesa de matrimonio. Ya presentía por entonces que llevaba eh hijo de Aldaya en las entrañas, pero temía decírselo, casi tanto como temía perderle. Una vez mas, fue Aldaya quien vio en ella lo que Sophie era incapaz de confesar. Le dio quinientas pesetas, una dirección en la calle Platería y la orden de que se deshiciese de la criatura. Cuando Sophie se negó, don Ricardo Aldaya la abofeteó hasta que le sangraron los oídos y la amenazó con hacerla matar si se atrevía a mencionar sus encuentros o a afirmar que el hijo era suyo. Cuando le dijo al sombrerero que unos truhanes la habían asaltado en la plaza del Pino, él la creyó. Cuando le dijo que quería ser su esposa, él la creyó. El día de su boda, alguien envió por error una gran corona funeraria a la iglesia. Todos rieron nerviosamente ante la confusión del florista. Todos menos Sophie, que sabía perfectamente que don Ricardo Aldaya seguía acordándose de ella en el día de su matrimonio.

4

Sophie Carax nunca pensó que años más tarde volvería a ver a Ricardo (ya un hombre maduro al frente del imperio familiar, padre de dos hijos), ni que Aldaya regresaría para conocer al hijo que había querido borrar por quinientas pesetas.

—Quizá es que me estoy haciendo viejo —dio por toda explicación—, pero quiero conocer a ese muchacho y darle las oportunidades en la vida que merece un hijo de mi sangre. No se me había ocurrido pensar en él durante todos estos años y ahora, extrañamente, no consigo pensar en otra cosa.

Ricardo Aldaya había decidido que no se veía a sí mismo en su primogénito Jorge. El muchacho era débil, reservado y carecía de la presencia de espíritu de su padre. Le faltaba todo, menos el apellido. Un día don Ricardo había despertado en el lecho de una criada sintiendo que su cuerpo envejecía, que Dios le había retirado la gracia. Presa del pánico, corrió a mirarse en el espejo, desnudo, y sintió que le mentía. Aquél no era él.

Quiso entonces encontrar de nuevo al hombre que le habían robado.

Hacía años que sabía del hijo del sombrerero. Tampoco había olvidado a Sophie, a su manera. Don Ricardo Aldaya nunca olvidaba nada. Llegado el momento, decidió conocer al muchacho. Era la primera vez en quince años que se tropezaba con alguien que no le tenía miedo, que osaba desafiarle e incluso burlarse de él. Reconoció en él la gallardía, la ambición silenciosa que los necios no ven pero que consume por dentro. Dios le había devuelto su juventud de nuevo. Sophie, apenas un eco de la mujer que recordaba, no tenía fuerzas ni para interponerse entre ellos. El sombrerero no era más que un bufón, un patán malicioso y rencoroso cuya complicidad daba por comprada. Decidió arrancar a Julián de aquel mundo irrespirable de mediocridad y pobreza para abrirle las puertas de su paraíso financiero. Se educaría en el colegio de San Gabriel, gozaría de todos los privilegios de su clase y se iniciaría en los caminos que su padre había escogido para él. Don Ricardo quería un sucesor digno de sí mismo. Jorge siempre viviría a la sombra de su privilegio, entre algodones y fracasos. Penélope, la preciosa Penélope, era mujer y por tanto tesoro, no tesorero. Julián, que tenía alma de poeta, y por tanto de asesino, reunía las cualidades. Sólo era una cuestión de tiempo. Don Ricardo calculaba que en diez años se habría esculpido a sí mismo en aquel muchacho. Nunca, durante todo el Página 230 de 288

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