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la clientela flojeaba, sobre todo a, fin de mes— para que cuidasen a Aldayamientras él iba a trabajar. No tenía interés alguno en verle morir. No todavía.
Francisco Javier Fumero había ingresado en la Brigada Criminal, dondesiempre había trabajo para personal cualificado y capaz de afrontar las papeletasmás ingratas que se precisaba solventar con discreción para que la genterespetable pudiera seguir viviendo de ilusiones. Algo así le había dicho el tenienteDurán, un hombre dado a la prosopopeya contemplativa bajo cuyo mando seinició en el cuerpo.
—Ser policía no es un trabajo, es una misión — proclamaba Durán—.
España necesita más cojones y menos tertulias.
Desafortunadamente, el teniente Durán no tardaría en perder la vida en unaparatoso accidente ocurrido durante una redada en la Barceloneta.
En la confusión de la refriega con unos anarquistas, Durán se habíaprecipitado cinco pisos por un tragaluz, estrellándose en un clavel de vísceras.
Todos coincidieron en que España había perdido a un gran hombre, un prócercon visión de futuro, un pensador que no temía la acción. Fumero asumió supuesto con orgullo, sabedor de que había hecho bien al empujarle, pues Durán yaestaba viejo para el trabajo. A Fumero, los viejos —al igual que los tullidos, losgitanos y los maricones— le daban asco, con tono muscular o no. Dios, a veces,se equivocaba. Era deber de todo hombre íntegro corregir esas pequeñas fallas ymantener el mundo presentable.
Unas semanas después de su encuentro en el café Novedades en marzode 1932, Jorge Aldaya empezó a sentirse mejor y se sinceró con Fumero. Le pidiódisculpas por lo mal que lo había tratado en sus días de adolescencia y, conlágrimas en los ojos, le contó su historia entera sin dejar nada. Fumero le escuchóen silencio, asintiendo, absorbiendo. Mientras lo hacía, se preguntó si debía matara Aldaya en aquel instante o esperar. Se preguntaba si estaría tan débil que lahoja del cuchillo apenas arrancaría una tibia agonía en su carne maloliente yreblandecida por la indolencia. Decidió aplazar la vivisección. Le intrigaba lahistoria, especialmente por lo que hacía a Julián Carax.
Sabía por la información que había podido obtener en la editorialCabestany que Carax vivía en París, pero París era una ciudad muy grande ynadie en la editorial parecía conocer la dirección exacta. Nadie excepto una mujerapellidada Monfort que se negaba a divulgarla. Fumero la había seguido dos otres veces al salir de la oficina de la editorial sin que ella lo advirtiese. Habíallegado a viajar en el tranvía a medio metro de ella. Las mujeres nunca reparabanen él, y si lo hacían, volvían la mirada hacia otro lado, fingiendo no haberle visto.
Una noche, después de haberla seguido hasta el portal de su casa en la plazadel Pino, Fumero volvió a su casa y se masturbó furiosamente mientras seimaginaba hundiendo la hoja de su cuchillo en el cuerpo de aquella mujer, dos otres centímetros por cuchillada, lenta y metódicamente, mirándole a los ojos.
Quizá entonces se dignase a darle la dirección de Carax y a tratarle con elrespeto debido a un oficial de policía.
Julián Carax era la única persona a la que Fumero se había propuestomatar y no lo había conseguido. Quizá porque había sido la primera, y con eltiempo todo se aprende. Al oír aquel nombre otra vez, sonrió del modo en quetanto espantaba a sus vecinas las fulanas, sin parpadear, relamiéndose el labiosuperior lentamente. Todavía recordaba a Carax besando a Penélope Aldaya enel caserón de la avenida del Tibidabo. Su Penélope. El suyo había sido un amorpuro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veían en el cine. Fumero era Página 234 de 288
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muy aficionado al cine y acudía al menos dos veces por semana. Había sido enuna sala de cine donde Fumero había comprendido que Penélope había sido elamor de su vida. El resto, especialmente su madre, habían sido sólo putas.
Escuchando los últimos retazos del relato de Aldaya, decidió que al fin y al cabono iba a matarle. De hecho, se alegró de que el destino les hubiese reunido.
Tuvo una visión, como en las películas que tanto disfrutaba: Aldaya le iba aservir a los demás en bandeja. Tarde o temprano, todos ellos acabaríanatrapados en su red.
6
En invierno de 1934, los hermanos Moliner consiguieron desahuciar finalmente a Miquel y expulsarle del palacete de Puertaferrisa, que aún hoy sigue vacío y en estado de ruina. Sólo deseaban verle en la calle, despojado de lo poco que le quedaba, de sus libros y de aquella libertad y aislamiento que les ofendía y les prendía las vísceras de odio. No quiso decirme nada ni recurrir a mí en busca de ayuda. Sólo supe que se había transformado casi en un mendigo cuando acudí a buscarle al que había sido su hogar y me encontré con los sicarios de sus hermanos, que estaban haciendo inventario de la propiedad y liquidando los pocos objetos que le habían pertenecido. Miquel llevaba ya varias noches durmiendo en una pensión de la calle Canuda, un tugurio lúgubre y húmedo que desprendía el color y el olor de un osario. Al ver la habitación en la que estaba confinado, una suerte de ataúd sin ventanas y con un catre carcelario, cogí a Miquel y me lo llevé a casa. No paraba de toser y se le veía consumido. Él dijo que era un catarro mal curado, un mal menor de solterona que ya se marcharía por aburrimiento. Dos semanas más tarde estaba peor.
Como vestía siempre de negro, tardé en comprender que aquellas manchas en las mangas eran de sangre. Llamé a un médico que tan pronto le reconoció me preguntó por qué había esperado hasta entonces para llamarle.
Miquel tenía tuberculosis. Arruinado y enfermo, vivía apenas de recuerdos y remordimientos. Era el hombre más bondadoso y frágil que había conocido, mi único amigo. Nos casamos una mañana de febrero en un juzgado municipal.
Nuestro viaje nupcial se limitó a tomar el funicular del Tibidabo y subir a contemplar Barcelona desde las terrazas del parque, una miniatura de nieblas.
No le dijimos a nadie que nos habíamos casado, ni a Cabestany, ni a mi padre, ni a su familia que le daba por muerto. Llegué a escribir una carta a Julián contándoselo, pero nunca se la envié. Eh nuestro fue un matrimonio secreto.
Varios meses después de la boda llamó a la puerta un individuo que dijo llamarse Jorge Aldaya. Era un hombre demolido, con el rostro velado de sudor pese al frío que mordía hasta las piedras. Al reencontrarse después de más de diez años, Aldaya sonrió amargamente y dijo: «Estamos todos malditos, Miquel. Tú, Julián, Fumero y yo.» Alegó que el motivo de su visita era un amago de reconciliación con su viejo amigo Miquel con la confianza de que éste le brindaría ahora el modo de contactar con Julián Carax, pues tenía un mensaje muy importante para él de parte de su difunto padre, don Ricardo Aldaya. Miquel dijo desconocer dónde se encontraba Carax.
—Hace ya años que perdimos el contacto —mintió—. Lo último que supe de él es que estaba viviendo en Italia.
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