viento
Barcelona había pasado a estar en poder de los sindicatos anarquistas.
Tras días de disturbios y luchas callejeras, corrió finalmente el rumor de que los cuatro genera les rebeldes habían sido ajusticiados en el castillo de Montjuïc poco después de la rendición. Un amigo de Miquel, un periodista británico que estuvo presente, dijo que el pelotón de fusilamiento era de siete hombres, pero que en el último momento docenas de milicianos se unieron al festín. Cuando se abrió fuego, los cuerpos recibieron tantos balazos que se desplomaron en pedazos irreconocibles, y hubo que meterlos en los ataúdes en estado casi líquido. Algunos quisieron creer que aquél era el fin del conflicto, que las tropas fascistas nunca llegarían a Barcelona y que la rebelión se extinguiría por el camino. Era sólo el aperitivo.
Supimos que Julián estaba en Barcelona el día de la rendición de Goded, al recibir una carta de Irene Marceau, en la que nos contaba que Julián había matado a Jorge Aldaya en el curso de un duelo en el cementerio del Pére LaChaise. Incluso antes de que Aldaya expirase, una llamada anónima había alertado a la policía de lo sucedido. Julián tuvo que huir de París de inmediato, perseguido por la policía que le buscaba por asesinato. No tuvimos ninguna duda de quién había efectuado aquella llamada. Esperamos ansiosamente saber de Julián para advertirle del peligro que le acechaba y para protegerle de una trampa peor que la que le había tendido Fumero: descubrir la verdad. Tres días más tarde, Julián seguía sin dar señales de vida. Miquel no quería compartir conmigo su preocupación, pero yo sabía perfectamente lo que estaba pensando.
Julián había regresado por Penélope, no por nosotros.
—¿Qué sucederá cuando averigüe la verdad? —preguntaba yo.
—Nosotros nos encargaremos de que no sea así —respondía Miquel.
Por lo pronto, lo primero que iba a comprobar es que la familia Aldaya había desaparecido sin dejar rastro. No iba a encontrar muchos lugares donde empezar a buscar a Penélope. Hicimos una lista de esos lugares y empezamos nuestro periplo. El caserón de la avenida del Tibidabo no era más que una propiedad desierta, vedada tras cadenas y velos de yedra. Un florista ambulante que vendía manojos de rosas y claveles en la esquina opuesta nos dijo que sólo recordaba a una persona que se hubiese acercado a la casa recientemente, pero era un hombre mayor, casi anciano y algo cojo.
—Muy mala leche tenía, la verdad. Le quise vender un clavel para el ojal y me envió a la mierda, diciendo que había una guerra y que no estaba el horno para flores.
No había visto a nadie más. Miquel le compró unas rosas mustias y, por si acaso, le dejó el teléfono de la redacción del Diario de Barcelona para que le dejase recado allí si por ventura alguien que encajase con la figura de Carax se dejaba ver. De allí, nuestra siguiente parada fue el colegio de San Gabriel, donde Miquel se reencontró con Fernando Ramos, su antiguo compañero de estudios.
Fernando era ahora profesor de latín y griego y vestía el hábito. Al ver a Miquel en tan precario estado de salud se le cayó el alma a los pies. Nos dijo que no había recibido la visita de Julián, pero prometió ponerse en contacto con nosotros si lo hacía, e intentar retenerle. Fumero había estado allí antes que nosotros, nos confesó con temor. Ahora se hacía llamar inspector Fumero y le había dicho que, en tiempos de guerra, más le valía andarse con ojo.
—Mucha gente iba a morir muy pronto, y los uniformes, de cura o de soldado, no paraban las balas...
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
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Fernando Ramos nos confesó que no estaba claro a qué cuerpo o grupo pertenecía Fumero, y que no fue él quien se atrevió a preguntárselo. Me es imposible describirte aquellos primeros días de la guerra en Barcelona, Daniel.
El aire parecía envenenado de miedo y de odio. Las miradas eran de recelo y las calles olían a un silencio que se sentía en el estómago. Cada día, cada hora, corrían nuevos rumores y murmuraciones. Recuerdo una noche, volviendo a casa, en que Miquel y yo descendíamos por las Ramblas. Estaban desiertas, sin un alma a la vista. Miquel miraba las fachadas, los rostros ocultos entre los postigos escudriñando las sombras de la calle, y decía que podían sentirse los cuchillos afilándose tras los muros.
Al día siguiente acudimos a la sombrerería Fortuny, sin grandes esperanzas de encontrar a Julián allí. Un vecino de la escalera nos dijo que el sombrerero estaba aterrado con los altercados de los últimos días y que se habían encerrado dentro de la tienda. Por mucho que llamamos no quiso abrirnos. Aquella tarde había habido un tiroteo a apenas una manzana de allí y los charcos de sangre todavía estaban frescos en la ronda de San Antonio, donde el cadáver de un caballo seguía abatido en el empedrado a merced de los perros callejeros que empezaban a abrirle el buche acribillado a dentelladas mientras algunos niños miraban de cerca y les tiraban piedras. Todo cuanto conseguimos fue verle el rostro espantado a través de la rejilla de la puerta. Le dijimos que buscábamos a su hijo Julián. El sombrerero respondió que su hijo estaba muerto y que nos largásemos o llamaría a la policía. Nos fuimos de allí descorazonados.
Durante días recorrimos cafés y comercios, preguntando por Julián.
Indagamos en hoteles y pensiones, en estaciones de tren, en bancos en los que hubiera podido acudir a cambiar moneda... nadie recordaba a un hombre que encajase con la descripción de Julián. Temimos que quizá hubiese caído en manos de Fumero, y Miquel se las arregló para que uno de sus colegas del periódico, que tenía contactos en jefatura, indagase si Julián había ingresado en prisión. No había indicio alguno de que así fuese. Habían pasado dos semanas y parecía que a Julián se lo hubiese tragado la tierra.
Miquel apenas dormía, esperando tener noticias de su amigo. Un atardecer, Miquel regresó de su paseo de cada tarde con una botella de vino de Oporto, ni más ni menos. Se la habían regalado en el diario, dijo, porque el subdirector le había comunicado que ya no podrían publicar más su columna.
—No quieren líos, y les entiendo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Emborracharme, por de pronto.
Miquel apenas se bebió medio vaso, pero yo me ventilé casi la botella entera sin darme cuenta y con el estómago vacío. Era casi medianoche cuando me asaltó un sopor imposible y me desplomé sobre el sofá. Soñé que Miquel me besaba en la frente y me tapaba con una estola. Al despertar sentí terribles punzadas de dolor en la cabeza que reconocí como el preludio de una resaca feroz. Fui en busca de Miquel para maldecir la hora en la que se le había ocurrido emborracharme pero me di cuenta de que estaba sola en el piso. Me acerqué al escritorio y vi que había una nota sobre la máquina de escribir en la que me pedía que no me alarmase y que le esperase allí. Había ido en busca de Julián y pronto lo traería a casa. Acababa diciéndome que me quería. La nota se me cayó de las manos. Advertí entonces que, antes de salir, Miquel había Página 241 de 288
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retirado sus cosas del escritorio, como si no pensara volver a utilizarlo, y supe que no volvería a verle jamás.
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Aquella tarde, el vendedor ambulante de flores había llamado a la redacción del Diario de Barcelona y dejado un recado para Miquel informándole de que había visto al hombre que le habíamos descrito merodeando cerca del caserón como un espectro. Pasaba la medianoche cuando Miquel llegó al número 32 de la avenida del Tibidabo, un valle lúgubre y desierto azotado por dardos de luna que se filtraban entre la arboleda.