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—Don Federico de todo lo que sea alemán entiende un rato y es capaz de hacer un Volkswagen, si hace falta. Además, habría que ver si ya existían las estilográficas en tiempos de Víctor Hugo. Hay mucho vivo suelto.

A mí, el escepticismo historicista de mi padre me resbalaba. Yo creía la leyenda a pies juntillas, aunque no veía con malos ojos que don Federico me fabricase un sucedáneo. Tiempo habría para ponerse a la altura de Víctor Hugo. Para mi consuelo, y tal como había predicho mi padre, la pluma Montblanc permaneció durante años en aquel escaparate, que visitábamos religiosamente cada sábado por la mañana.

—Aún esta ahí —decía yo, maravillado.

—Te espera —decía mi padre—. Sabe que algún día será tuya y que escribirás una obra maestra con ella.

—Yo quiero escribir una carta. A mamá. Para que no se sienta sola.

Mi padre me observó sin pestañear.

—Tu madre no está sola, Daniel. Está con Dios. Y con nosotros, aunque no podamos verla.

Esa misma teoría me había expuesto en el colegio el padre Vicente, un jesuita veterano que tenía la mano rota para explicar todos los misterios del universo —desde el gramófono hasta el dolor de muelas— citando el Evangelio según san Mateo, pero en boca de mi padre sonaba a que aquello no se lo creían ni las piedras.

—¿Y Dios para qué la quiere?

—No lo sé. Si algún día le vemos, se lo preguntaremos.

Con el tiempo deseché la idea de la carta y supuse que, ya puestos, sería más práctico empezar con la obra maestra. A falta de la pluma, mi padre me prestó un lápiz Staedtler del número dos con el que garabateaba en un cuaderno. Mi historia, casualmente, giraba en torno a una prodigiosa pluma estilográfica de pasmoso parecido con la de la tienda y que, además, estaba embrujada. Más concretamente, la pluma estaba poseída por el alma torturada de un novelista que había muerto de hambre y frío, y que había sido su dueño. Al caer en manos de un aprendiz, la pluma se empeñaba en plasmar en el papel la última obra que el autor no había podido terminar en vida. No recuerdo de dónde la copié o de dónde vino, pero lo cierto es que nunca volví a tener una idea semejante. Mis intentos de plasmarla en la página, sin embargo, resultaron desastrosos. Una anemia de invención pla-gaba mi sintaxis y mis vuelos metafóricos me recordaban a los de los anuncios de baños efervescentes para pies que acostumbraba a leer en las paradas de los tranvías. Yo culpaba al lápiz y ansiaba la pluma que habría de convertirme en un maestro. Mi padre seguía mis accidentados progresos con una mezcla de orgullo y preocupación.

—¿Qué tal tu historia, Daniel?

—No sé. Supongo que si tuviese la pluma todo sería distinto.

Según mi padre, aquél era un razonamiento que sólo se le podría haber ocurrido a un literato en ciernes.

—Tú sigue dándole, que antes de que termines tu opera prima, yo te la compro.

—¿Lo prometes?

Siempre respondía con una sonrisa. Para fortuna de mi padre, mis aspiraciones literarias pronto se desvanecieron y quedaron relegadas al terreno de la oratoria. A ello contribuyó el descubrimiento de los juguetes mecánicos y de Página 18 de 288

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todo tipo de artilugios de latón que se podían encontrar en el mercado de Los Encantes a precios más acordes con nuestra economía familiar. La devoción infantil es amante infiel y caprichosa, y pronto sólo tuve ojos para los mecanos y los barcos de cuerda. No volví a pedirle a mi padre que me llevase a visitar la pluma de Víctor Hugo, y él no volvió a mencionarla. Aquel mundo parecía haberse esfumado para mí, pero durante mucho tiempo la imagen que tuve de mi padre, y que aún hoy conservo, fue la de aquel hombre flaco enfundado en un traje viejo que le venía grande y con un sombrero de segunda mano que había comprado en la calle Condal por siete pesetas, un hombre que no podía permitirse regalarle a su hijo una dichosa pluma que no servía para nada pero que parecía significarlo todo. Aquella noche, a mi regreso del Ateneo, le encontré esperándome en el comedor, luciendo aquella misma cara de derrota y anhelo.

—Ya pensaba que te habías perdido por ahí —dijo—. Llamó Tomás Aguilar. Dice que habíais quedado. ¿Te olvidaste?

—Barceló, que se enrolla como una persiana —dije yo, asintiendo—. Ya no sabía cómo quitármelo de encima.

—Es buen hombre, pero un poco plomo. Tendrás hambre. La Merceditas nos ha bajado algo de sopa que había hecho para su madre. Esa muchacha vale un montón.

Nos sentamos a la mesa a degustar la limosna de la Merceditas, la hija de la vecina del tercero, que según todos iba para monja y santa, pero a la que yo había visto más de un par de veces asfixiando a besos a un marinero de manos hábiles que a veces la acompañaba hasta el portal.

—Esta noche tienes aire meditabundo —dijo mi padre, buscando la conversación.

—Será la humedad, que dilata el cerebro. Eso dice Barceló.

—Será algo más. ¿Te preocupa algo, Daniel?

—No. Sólo pensaba.

—¿En qué?

—En la guerra.

Mi padre asintió con gesto sombrío y sorbió su sopa en silencio. Era un hombre reservado y, aunque vivía en el pasado, casi nunca lo mencionaba. Yo había crecido en el convencimiento de que aquella lenta procesión de la posguerra, un mundo de quietud, miseria y rencores velados, era tan natural como el agua del grifo, y que aquella tristeza muda que sangraba por las paredes de la ciudad herida era el verdadero rostro de su alma. Una de las trampas de la infancia es que no hace falta comprender algo para sentirlo. Para cuando la razón es capaz de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado profundas. Aquella noche primeriza de verano, caminando por ese anochecer oscuro y traicionero de Barcelona, no conseguía borrar de mi pensamiento el relato de Clara en torno a la desaparición de su padre. En mi mundo, la muerte era una mano anónima e incomprensible, un vendedor a domicilio que se llevaba madres, mendigos o vecinos nonagenarios como si se tratase de una lotería del infierno. La idea de que la muerte pudiera caminar a mi lado, con rostro humano y corazón envenenado de odio, luciendo uniforme o gabardina, que hiciese cola en el cine, riese en los bares o llevase a los niños de paseo al parque de la Ciudadela por la mañana y por la tarde hiciese desaparecer a alguien en las mazmorras del castillo de Montjuïc, o en una fosa común sin nombre ni ceremonial, no me cabía en la cabeza. Dándole vueltas, se me ocurrió que tal vez aquel universo de cartón piedra que yo daba por bueno no fuese más que Página 19 de 288

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un decorado. En aquellos años robados, el fin de la infancia, como la Renfe, llegaba cuando llegaba.

Compartimos aquella sopa de caldo de sobras con pan, rodeados por el murmullo pegajoso de los seriales de radio que se colaban a través de las ventanas abiertas a la plaza de la iglesia.

—Entonces, ¿qué tal todo hoy con don Gustavo?

—Conocí a su sobrina, Clara.

—¿La ciega? Dicen que es una belleza.

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