sombra
del
viento
—Cualquiera lo diría —suspiré.
Observé que Clara ladeaba la cabeza al sonreír y que sus dedos jugueteaban con un anillo que parecía una guirnalda de zafiros.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Casi once años —respondí—. ¿Y usted?
Clara rió ante mi insolente inocencia.
—Casi el doble, pero tampoco es como para que me trates de usted.
—Parece usted más joven —apunté, intuyendo que aquello podía ser una buena salida a mi indiscreción.
—Me fiaré de ti entonces, porque yo no sé qué aspecto tengo —
repuso, sin abandonar su sonrisa a media vela—. Pero si te parezco más joven, razón de más para que me trates de tú.
—Lo que usted diga, señorita Clara.
Observé detenidamente sus manos abiertas como alas sobre su regazo, su talle frágil insinuándose bajo los pliegues de alpaca, el dibujo de sus hombros, la extrema palidez de si garganta y el cierre de sus labios, que hubiera querido acariciar con la yema de los dedos. Nunca antes había tenido la oportunidad de examinar a una mujer tan de cerca y con tanta precisión sin temor a encontrarme con su mirada.
—¿Qué miras? —preguntó Clara, no sin cierta malicia.
—Su tío dice que es usted una experta en Julián Carax —improvisé, con la boca seca.
—Mi tío sería capaz de decir cualquier cosa con tal de pasar un rato a solas con un libro que le fascine —adujo Clara—. Pero tú debes preguntarte cómo alguien que está ciego puede ser experto en libros si no los puede leer.
—No se me había ocurrido, la verdad.
—Para tener casi once años no mientes mal. Vigila, o acabarás como mi tío.
Temiendo meter la pata por enésima vez, me limité a permanecer sentado en silencio, contemplándola embobado.
—Anda, acércate —dijo ella.
—¿Perdón?
—Acércate sin miedo. No te voy a comer.
Me incorporé de la silla y me aproximé hasta donde Clara estaba sentada. La sobrina del librero alzó la mano derecha, buscándome a tientas.
Sin saber bien cómo debía proceder, hice otro tanto y le ofrecí mi mano. La tomó en su mano izquierda, y Clara me ofreció en silencio su derecha.
Comprendí instintivamente lo que me pedía, y la guié hasta mi rostro. Su tacto era firme y delicado a un tiempo. Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pómulos.
Permanecí inmóvil, casi sin atreverme a respirar, mientras Clara leía mis facciones con sus manos. Mientras lo hacía, sonreía para sí y pude advertir que sus labios se entrecerraban, como murmurando en silencio. Sentí el roce de sus manos en la frente, en el pelo y en los párpados. Se detuvo sobre mis labios, dibujándolos en silencio con el índice y el anular. Los dedos le olían a canela.
Tragué saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la brava y agradeciendo a la divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi sonrojo, que hubiera bastado para prender un habano a un palmo de distancia.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
3
Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me robó el corazón, la respiración y el sueño. Al amparo de la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi piel una maldición que habría de perseguirme durante años.
Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explicó su historia y cómo ella había tropezado, también por casualidad, con las páginas de Julián Carax. El accidente había tenido lugar en un pueblo de la Provenza. Su padre, abogado de prestigio vinculado al gabinete del presidente Companys, había tenido la clarividencia de enviar a su hija y a su esposa a vivir con su hermana al otro lado de la frontera al inicio de la guerra civil. No faltó quien opinase que aquello era una exageración, que en Barcelona no iba a pasar nada y que en España, cuna y pináculo de la civilización cristiana, la barbarie era cosa de los anarquistas, y éstos, en bicicleta y con parches en los calcetines, no podían llegar muy lejos. Los pueblos no se miran nunca en el espejo, decía siempre el padre de Clara, y menos con una guerra entre las cejas. El abogado era un buen lector de la historia y sabía que el futuro se leía en las calles, las factorías y los cuarteles con más claridad que en la prensa de la mañana. Durante meses les escribió todas las semanas. Al principio lo hacía desde el bufete de la calle Diputación, luego sin remite y, finalmente, a escondidas, desde una celda en el castillo de Montjuïc donde, como a tantos, nadie le vio entrar y de donde nunca volvió a salir.
La madre de Clara leía las cartas en voz alta, disimulando mal el llanto y saltándose los párrafos que su hija intuía sin necesidad de leerlos. Más tarde, a medianoche, Clara convencía a su prima Claudette para que le leyese de nuevo las cartas de su padre en su integridad. Así era cómo Clara leía, con ojos de prestado. Nadie la vio nunca derramar una lágrima, ni cuando dejaron de recibir correspondencia del abogado ni cuando las noticias de la guerra hicieron suponer lo peor.