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la circulación y el mal de gota), era hombre de gustos refinados. Desde joven viajaba a París una vez al mes para enriquecer su acervo cultural con las últimas novedades literarias, visitar museos y, se rumoreaba, pasar una noche de asueto en brazos de una nínfula a la que había bautizado como madame Bovary pese a que se llamaba Hortense y tenía cierta propensión al vello facial. En sus excursiones culturales, Monsieur Roquefort solía frecuentar un puesto de libros usados apostado frente a Notre-Dame y fue allí donde, por casualidad, se tropezó una tarde de 1929 con una novela de un autor desconocido, un tal Julián Carax. Siempre abierto a las novedades, Monsieur Roquefort adquirió el libro más que nada porque el título le resultaba sugerente y él siempre acostumbraba a leer algo ligero en el tren de vuelta. La novela llevaba por título La casa roja, y en la contraportada aparecía una imagen borrosa del autor, quizá una fotografía o un apunte al carbón. Según el texto biográfico, Julián Carax era un joven de veintisiete años que había nacido con el siglo en la ciudad de Barcelona y ahora vivía en París, escribía en francés y ejercía profesionalmente como pianista nocturno en un local de alterne. El texto de la sobrecubierta, pomposo y apolillado al gusto de la época, proclamaba en prosa prusiana que aquélla era la primera obra de un valor deslumbrante, un talento proteico e insigne, promesa de futuro para las letras europeas sin parangón en el mundo de los vivos. Con todo, la sinopsis referida a continuación daba a entender que la historia contenía elementos vagamente siniestros y de tono folletinesco, lo cual a ojos de Monsieur Roquefort siempre era un punto a favor, porque a él, después de los clásicos, lo que más le gustaba eran las intrigas de crimen y alcoba.

La casa roja relataba la atormentada vida de un misterioso individuo que asaltaba jugueterías y museos para robar muñecos y títeres, a los que posteriormente arrancaba los ojos y llevaba a su vivienda, un fantasmal invernadero abandonado a orillas del Sena. Al irrumpir una noche en una mansión suntuosa de la avenue Foix para diezmar la colección privada de muñecos de un magnate enriquecido a través de turbias artimañas durante la revolución industrial, su hija, una señorita de la buena sociedad parisina, muy leída y fina ella, se enamoraba del ladrón. A medida que avanzaba el tortuoso romance, plagado de incidencias escabrosas y episodios a media luz, la heroína desentrañaba el misterio que llevaba al enigmático protagonista, que nunca revelaba su nombre, a cegar a los muñecos, descubría un horrible secreto sobre su propio padre y su colección de figuras de porcelana y se hundía inevitablemente en un final de tragedia gótica sin cuento.

Monsieur Roquefort, que era un corredor de fondo en las lides literarias y que se enorgullecía de poseer una amplia colección de cartas firmadas por todos los editores de París rechazando los tomos de verso y prosa que él les enviaba sin tregua, identificó la editorial que había publicado la novela como una casa del tres al cuarto, conocida, si acaso, por sus tomos de cocina, costura y otras artes del hogar. El dueño del puesto de libros usados le contó que la novela había salido apenas y que había conseguido arrancar un par de reseñas en dos diarios de provincias, junto a las notas necrológicas. En pocas líneas, los críticos se habían despachado a gusto y habían recomendado al novel Carax que no dejase su empleo de pianista, porque en la literatura estaba claro que no iba a dar la nota. Monsieur Roquefort, a quien se le ablandaba el corazón y el bolsillo ante las causas perdidas, decidió invertir medio franco y se llevó la Página 12 de 288

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novela del tal Carax junto con una edición exquisita del gran maestro, de quien se sentía heredero por reconocer, Gustave Flaubert.

El tren a Lyon iba repleto hasta los topes y Monsieur Roquefort no tuvo más remedio que compartir su cabina de segunda clase con un par de religiosas que, tan pronto dejaron atrás la estación de Austerlitz, no cesaron de lanzarle miradas de reprobación, murmurando por lo bajo. Ante semejante escrutinio, el maestro optó por rescatar aquella novela de su cartera y parapetarse tras sus páginas. Cuál fue su sorpresa cuando, cientos de kilómetros más tarde, descubrió que había olvidado a las hermanas, el vaivén del tren y el paisaje que se deslizaba como un mal sueño de los hermanos Lumiére tras las ventanas del tren. Leyó toda la noche, ajeno a los ronquidos de las religiosas y a las estaciones fugaces en la niebla. Girando la última página al despuntar el alba, Monsieur Roquefort descubrió que tenía lágrimas en los ojos y el corazón envenenado de envidia y asombro.

Aquel mismo lunes, Monsieur Roquefort llamó a la editorial de París para solicitar información sobre el tal Julián Carax. Tras mucha insistencia, una telefonista de tono asmático y disposición virulenta le respondió que el señor Carax no tenía dirección conocida, que de todos modos ya no estaba en tratos con la editorial en cuestión y que la novela La casa roja había vendido exactamente setenta y siete ejemplares desde el día de su publicación, presumiblemente adquiridos en su mayoría por las señoritas de virtud fácil y otros habituales del local donde el autor desgranaba nocturnos y polonesas por unas monedas. El resto de ejemplares habían sido devueltos y transformados en pasta de papel para imprimir misales, multas y billetes de lotería. La mísera fortuna del misterioso autor acabó por conquistar las simpatías de Monsieur Roquefort. Durante los siguientes diez años, en cada una de sus visitas a París, recorrería librerías de viejo en busca de más obras de Julián Carax. Nunca encontró ninguna. Casi nadie había oído hablar del autor, y a los que les sonaba, poco sabían. Había quien afirmaba que había publicado algunos libros más, siempre en editoriales de poca monta y con tirajes irrisorios. Esos libros, si realmente existían, eran imposibles de encontrar. Un librero afirmó una vez haber tenido en sus manos un ejemplar de una novela de Julián Carax llamada El ladrón de catedrales pero de eso hacía ya tiempo y no estaba del todo seguro. A finales (le 1935 le llegaron noticias de que una nueva novela de Julián Carax, La Sombra del Viento, había sido publicada por una pequeña editorial de París. Escribió a la editorial para adquirir varios ejemplares. Nunca recibió contestación. Al año siguiente, en la primavera del 36, su antiguo amigo en el puesto de libros en la orilla sur del Sena le preguntó si seguía interesado en Carax. Monsieur Roquefort afirmó que él nunca se rendía. Era ya cuestión de tozudez: si el mundo se empeñaba en enterrar a Carax en el olvido, a él no le daba la gana de pasar por el aro. Su amigo le explicó que semanas atrás había circulado un rumor acerca de Carax. Parecía que por fin su suerte había cambiado. Iba a contraer matrimonio con una dama de buena posición y había publicado una nueva novela después de varios años de silencio que, por primera vez, había recibido una reseña favorable en Le Monde. Pero justo cuando parecía que los vientos iban a cambiar de rumbo, explicó el librero, Carax se había visto complicado en un duelo en el cementerio de Pére Lachaise. Las circunstancias que rodearon este suceso no estaban claras. Cuanto se sabía era Página 13 de 288

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que el duelo había tenido lugar al alba del día en que Carax tenía que contraer matrimonio, y que el novio nunca se presentó en la iglesia.

Había opiniones para todos los gustos: unos le hacían muerto en aquel duelo y su cadáver abandonado en una tumba anónima; otros, más optimistas, preferían creer que Carax, complicado en algún asunto turbio, había tenido que abandonar a su prometida en el altar y huir de París para regresar a Barcelona.

La tumba sin nombre nunca fue encontrada y poco después había circulado otra versión: Julián Carax, perseguido por la desgracia, había muerto en su ciudad natal en la más absoluta de las miserias. Las chicas del burdel donde tocaba el piano habían hecho una colecta para pagarle un entierro decente. Cuando llegó el giro, el cadáver ya había sido enterrado en una fosa común, junto con los cuerpos de mendigos y gente sin nombre que aparecían flotando en el puerto o que morían de frío en la escalera del metro.

Aunque sólo fuese por llevar la contraria, Monsieur Roquefort no olvidó a Carax. Once años después de haber descubierto La casa roja, decidió prestar la novela a sus dos alumnas con la esperanza de que tal vez aquel extraño libro las animase a adquirir el hábito de la lectura. Clara y Claudette eran por entonces dos quinceañeras con las venas ardiendo de hormonas y con el mundo guiñándoles el ojo desde las ventanas de la sala de estudio. Pese a los esfuerzos de su tutor, hasta el momento habían demostrado ser inmunes al encanto de los clásicos, las fábulas de Esopo o el verso inmortal de Dante Alighieri. Monsieur Roquefort, temiendo que su contrato fuese rescindido al descubrir la madre de Clara que sus labores docentes estaban formando dos analfabetas con la cabeza llena de pájaros, optó por pasarles la novela de Carax con el pretexto de que era una historia de amor de las que hacían llorar a moco tendido, lo cual era una verdad a medias.

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—Jamás me había sentido atrapada, seducida y envuelta por una historia como la que narraba aquel libro —explicó Clara—. Hasta entonces para mí las lecturas eran una obligación, una especie de multa a pagar a maestros y tutores sin saber muy bien para qué. No conocía el placer de leer, de explorar puertas que se te abren en el alma, de abandonarse a la imaginación, a la belleza y al misterio de la ficción y del lenguaje. Todo eso para mí nació con aquella novela.

¿Has besado alguna vez a una chica, Daniel?

Se me atragantó el cerebelo y la saliva se me transformó en serrín.

—Bueno, eres muy joven todavía. Pero es esa misma sensación, esa chispa de la primera vez que no se olvida. Éste es un mundo de sombras, Daniel, y la magia es un bien escaso. Aquel libro me enseñó que leer podía hacerme vivir más y más intensamente, que podía devolverme la vista que había perdido. Sólo por eso, aquel libro que a nadie importaba cambió mi vida.

Llegado a este punto, yo había quedado reducido a pasmarote, a merced de aquella criatura cuyas palabras y cuyos encantos no tenía yo modo, ni ganas, de resistir. Deseé que nunca dejase de hablar, que su voz me envolviese para siempre y que su tío no regresara jamás a quebrar aquel instante que me pertenecía sólo a mí.

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—Durante años busqué otros libros de Julián Carax —continuó Clara—.

Preguntaba en bibliotecas, en librerías, en escuelas... siempre en vano. Nadie había oído hablar de él o de sus libros. No podía entenderlo. Más adelante llegó a oídos de Monsieur Roquefort una extraña historia acerca de un individuo que se dedicaba a recorrer librerías y bibliotecas en busca de obras de Julián Carax y que, si las encontraba, las compraba, robaba o conseguía por cualquier medio; acto seguido les prendía fuego. Nadie sabía quién era, ni por qué lo hacía. Un misterio más que sumar al propio enigma de Carax. Con el tiempo, mi madre decidió que quería regresar a España. Estaba enferma y su hogar y su mundo siempre habían sido Barcelona. Secretamente, yo albergaba la esperanza de poder averiguar algo sobre Carax aquí, puesto que al fin y al cabo Barcelona había sido la ciudad donde había nacido y donde había desaparecido para siempre al principio de la guerra. Lo único que encontré fueron vías muertas, y eso contando con la ayuda de mi tío. A mi madre, en su propia búsqueda, le ocurrió otro tanto. La Barcelona que encontró a su regreso ya no era la que había dejado atrás. Se encontró con una ciudad de tinieblas, en la que mi padre ya no vivía, pero que seguía embrujada por su recuerdo y su memoria en cada rincón. Como si no le bastase con aquella desolación, se empeñó en contratar a un individuo para que averiguase qué había sido exactamente de mi padre. Tras meses de investigaciones, todo lo que el investigador consiguió recuperar fue un reloj de pulsera roto y el nombre del hombre que había matado a mi padre en los fosos del castillo de Montjuïc. Se llamaba Fumero, Javier Fumero. Nos dijeron que este individuo, y no era el único, había empezado como pistolero a sueldo de la FAI y había flirteado con anarquistas, comunistas y fascistas, engañándolos a todos, vendiendo sus servicios al mejor postor y que, tras la caída de Barcelona, se había pasado al bando vencedor e ingresado en el cuerpo de policía. Hoy es un inspector famoso y condecorado. A mi padre no le recuerda nadie. Como puedes imaginarte, mi madre se apagó en apenas unos meses. Los médicos dijeron que era el corazón, y yo creo que por una vez acertaron. A la muerte de mi madre me fui a vivir con mi tío Gustavo, que era el único pariente que le quedaba a mi madre en Barcelona. Yo le adoraba, porque siempre me traía libros de regalo cuando venía a visitarnos. Él ha sido mi única familia, y mi mejor amigo, todos estos años. Aunque le veas así, un poco arrogante, en realidad tiene el alma de pan bendito. Todas las noches sin falta, aunque se caiga de sueño, me lee un rato.

—Si quiere usted, yo podría leer para usted —apunté solícito, arrepintiéndome al instante de mi osadía, convencido de que para Clara mi compañía sólo podía suponer un engorro, cuando no un chiste.

—Gracias, Daniel —repuso ella—. Me encantaría.

—Cuando usted quiera.

Asintió lentamente, buscándome con su sonrisa.

—Lamentablemente, no conservo aquel ejemplar de La casa roja

dijo—. Monsieur Roquefort se negó a desprenderse de él. Podría intentar contarte el argumento, pero sería como describir una catedral diciendo que es un montón de piedras que acaban en punta.

—Estoy seguro de que usted lo contaría mucho mejor que eso —

murmuré.

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