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El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.

-Déjeme jabonarla -murmuró.

-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.

-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.

-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.

Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del baño.

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-Está muy alto -lo previno ella, asustada-. ¡Se va a matar! Las tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con El cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos. Sin embargo, no relacionaron aquel accidente de horror con los otros dos hombres que habían muerto por Remedios, la bella. Faltaba todavía una víctima para que los forasteros, y muchos de los antiguos habitantes de Macondo, dieran crédito a la leyenda de que Remedios Buendía no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal La ocasión de comprobarlo se presentó meses después una tarde en que Remedios, la bella, fue con un grupo de amigas a conocer las nuevas plantaciones. Para la gente de Macondo era una distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir la voz. A veces no se entendía muy bien lo dicho a medio metro de distancia, y, sin embargo, resultaba perfectamente comprensible al otro extremo de la plantación. Para las muchachas de Macondo aquel juego novedoso era motivo de risas y sobresaltos, de sustos y burlas, y por las noches se hablaba del paseo como de una experiencia de sueño. Era tal el prestigio de aquel silencio, que Úrsula no tuvo corazón para privar de la diversión a Remedios, la bella, y le permitió ir una tarde, siempre que se pusiera un sombrero y un traje adecuado. Desde que el grupo de amigas entró a la plantación, el aire se impregnó de una fragancia mortal. Los hombres que trabajaban en las zanjas se sintieron poseídos por una rara fascinación, amenazados por un peligro invisible, y muchos sucumbieron a los terribles deseos de llorar. Remedios, la bella, y, sus espantadas amigas, lograron refugiarse en una casa próxima cuando estaban a punto de ser asaltadas por un tropel de machos feroces. Poco después fueron rescatadas por los cuatro Aurelianos, cuyas cruces de ceniza infundían un respeto sagrado, como si fueran una marca de casta, un sello de invulnerabilidad. Remedios, la bella, no le contó a nadie que uno de los hombres, aprovechando el tumulto, le alcanzó a agredir El vientre con una mano que más bien parecía una garra de águila aferrándose al borde de un precipicio. Ella se enfrentó al agresor en una especie de deslumbramiento instantáneo, y vio los ojos desconsolados que quedaron impresos en su corazón como una brasa de lástima. Esa noche, el hombre se jactó de su audacia y presumió de su suerte en la Calle de los Turcos, minutos antes de que la patada de un caballo le destrozara el pecho, y una muchedumbre de forasteros lo viera agonizar en mitad de la calle, ahogándose en vómitos de sangre.

La suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se compla-cían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo y simple como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió o ocuparse de ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró que se interesara por los asuntos elementales de la casa. «Los hombres piden más de lo que tú crees -le decía enigmáticamente. Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además de lo que crees.» En el fondo se engañaba a si misma tratando de adiestraría para la felicidad doméstica, porque estaba convencida de que una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple de que era boba. «Vamos a tener que rifarte», le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera a misa con la cara cubierta con una mantilla, Amaranta pensó que aquel recurso misterioso re-97

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sultaría tan provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado como para buscar con paciencia el punto débil de su corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una vida tan larga. A pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.

-¿Te sientes mal? -le preguntó.

Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.

-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.

Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.

Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por fin a su irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y hasta se encendieron velas y se rezaron novenarios. Tal vez no se hubiera vuelto a hablar de otra cosa en mucho tiempo, si el bárbaro exterminio de los Aurelianos no hubiera sustituido el asombro por el espanto. Aunque nunca lo identificó como un presagio, el coronel Aureliano Buendía había previsto en cierto modo el trágico final de sus hijos. Cuando Aureliano Serrador y Aureliano Arcaya, los dos que llegaron en el tumulto, manifestaron la voluntad de quedarse en Macondo, su padre trató de disuadirlos. No entendía qué iban a hacer en un pueblo que de la noche a la mañana se había convertido en un lugar de peligro. Pero Aureliano Centeno y Aureliano Triste, apoyados por Aureliano Segundo, les dieron trabajo en sus empresas. El coronel Aureliano Buendía tenía motivos todavía muy confusos para no patrocinar aquella determinación.

Desde que vio al señor Brown en el primer automóvil que llegó a Macondo -un convertible anaranjado con una corneta que espantaba a los perros con sus ladridos-, el viejo guerrero se indignó con los serviles aspavientos de la gente, y se dio cuenta de que algo había cambiado en la índole de los hombres desde los tiempos en que abandonaban mujeres e hijos y se echaban una escopeta al hombro para irse a la guerra. Las autoridades locales, después del armisticio de Neerlandia, eran alcaldes sin iniciativa, jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y cansados conservadores de Macondo. «Este es un régimen de pobres diablos comentaba el coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos armados de bolillos de palo-.

Hicimos tantas guerras, y todo para que no nos pintaran la casa de azul.» Cuando llegó la compañía bananera, sin embargo, los funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir en el gallinero electrificado, para que gozaran, según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo. Los antiguos policías fueron reemplazados por sicarios de machetes. Encerrado en el taller, el coronel Aureliano Buendía 98

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pensaba en estos cambios, y por primera vez en sus callados años de soledad lo atormentó la definida certidumbre de que había sido un error no proseguir la guerra hasta sus últimas consecuencias. Por esos días, un hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal llevó su nieto de siete años a tomar un refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño tropezó por accidente con un cabo de la policía y le derramó el refresco en el uniforme, el bárbaro lo hizo picadillo a machetazos y decapitó de un tajo al abuelo que trató de impedirlo. Todo el pueblo vio pasar al decapitado cuando un grupo de hombres lo llevaban a su casa, y la cabeza arrastrada que una mujer llevaba cogida por el pelo, y el talego ensangrentado donde habían metido los pedazos de niño.

Para el coronel Aureliano Buendía fue el límite de la expiación. Se encontró de pronto padeciendo la misma indignación que sintió en la juventud, frente al cadáver de la mujer que fue muerta a palos porque la mordió un perro con mal de rabia. Miró a los grupos de curiosos que estaban frente a la casa y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo desprecio contra sí mismo, les echó encima la carga de odio que ya no podía soportar en el corazón.

-¡Un día de estos -gritó- voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de mierda!

En el curso de esa semana, por distintos lugares del litoral, sus diecisiete hijos fueron cazados como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza. Aureliano Triste salía de la casa de su madre a las siete de la noche, cuando un disparo de fusil surgido de la oscuridad le perforó la frente. Aureliano Centeno fue encontrado en la hamaca que solía colgar en la fábrica, con un punzón de picar hielo clavado hasta la empuñadura entre las cejas.

Aureliano Serrador había dejado a su novia en casa de sus padres después de llevarla al cine, y regresaba por la iluminada calle de los Turcos cuando alguien que nunca fue identificado entre la muchedumbre disparó un tiro de revólver que lo derribó dentro de un caldero de manteca hirviendo. Pocos minutos después, alguien llamó a la puerta del cuarto donde Aureliano Arcaya estaba encerrado con una mujer, y le gritó: «Apúrate, que están matando a tus hermanos.» La mujer que estaba con él contó después que Aureliano Arcaya saltó de la cama y abrió la puerta, y fue esperado con una descarga de máuser que le desbarató el cráneo. Aquella noche de muerte, mientras la casa se preparaba para velar los cuatro cadáveres, Fernanda recorrió el pueblo como una loca buscando a Aureliano Segundo, a quien Petra Cotes encerró en un ropero creyendo que la consigna de exterminio incluía a todo el que llevara el nombre del coronel. No le dejó salir hasta el cuarto día, cuando los telegramas recibidos de distintos lugares del litoral permitieron comprender que la saña del enemigo invisible estaba dirigida solamente contra los hermanos marcados con cruces de ceniza. Amaranta buscó la libreta de cuentas donde había anotado los datos de los sobrinos, y a medida que llegaban los telegramas iba tachando nombres, hasta que sólo quedó el del mayor. Lo recordaban muy bien por el contraste de su piel oscura con los grandes ojos verdes. Se llamaba Aureliano Amador, era carpintero, y vivía en un pueblo perdido en las estribaciones de la sierra. Después de esperar dos semanas el telegrama de su muerte, Aureliano Segundo le mandó un emisario para prevenirlo, pensando que ignoraba la amenaza que pesaba sobre él. El emisario regresó con la noticia de que Aureliano Amador estaba a salvo. La noche del exterminio habían ido a buscarlo dos hombres a su casa, y habían descargado sus revólveres contra él, pero no le habían acertado a la cruz de ceniza. Aureliano Amador logró saltar la cerca del patio, y se perdió en los laberintos de la sierra que conocía palmo a palmo gracias a la amistad de los indios con quienes comerciaba en maderas. No había vuelto a saberse de él.

Fueron días negros para el coronel Aureliano Buendía. El presidente de la república le dirigió un telegrama de pésame, en el que prometía una investigación exhaustiva, y rendía homenaje a los muertos. Por orden suya, el alcalde se presentó al entierro con cuatro coronas fúnebres que pretendió colocar sobre los ataúdes, pero el coronel lo puso en la calle. Después del entierro, redactó y llevó personalmente un telegrama violento para el presidente de la república, que el telegrafista se negó a tramitar. Entonces lo enriqueció con términos de singular agresividad, lo metió en un sobre y lo puso al correo. Como le había ocurrido con la muerte de su esposa, como tantas veces le ocurrió durante la guerra con la muerte de sus mejores amigos, no experimentaba un sentimiento de pesar, sino una rabia ciega y sin dirección, una extenuante impotencia. Llegó hasta denunciar la complicidad del padre Antonio Isabel, por haber marcado a sus hijos con ceniza indeleble para que fueran identificados por sus enemigos. El decrépito sacerdote que ya no hilvanaba muy bien las ideas y empezaba a espantar a los feligreses con las 99

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disparatadas interpretaciones que intentaba en el púlpito, apareció una tarde en la casa con el tazón donde preparaba las cenizas del miércoles, y trató de ungir con ellas a toda la familia para demostrar que se quitaban con agua. Pero el espanto de la desgracia había calado tan hondo, que ni la misma Fernanda se prestó al experimento, y nunca más se vio un Buendía arrodillado en el comulgatorio el miércoles de ceniza.

El coronel Aureliano Buendía no logró recobrar la serenidad en mucho tiempo. Abandonó la fabricación de pescaditos, comía a duras penas, y andaba como un sonámbulo por toda la casa, arrastrando la manta y masticando una cólera sorda. Al cabo de tres meses tenía el pelo ceniciento, el antiguo bigote de puntas engomadas chorreando sobre los labios sin color, pero en cambio sus ojos eran otra vez las dos brasas que asustaron a quienes lo vieron nacer y que en otro tiempo hacían rodar las sillas con sólo mirarlas. En la furia de su tormento trataba inútilmente de provocar los presagios que guiaron su juventud por senderos de peligro hasta el desolado yermo de la gloria. Estaba perdido, extraviado en una casa ajena donde ya nada ni nadie le suscitaba el menor vestigio de afecto. Una vez abrió el cuarto de Melquíades, buscando los rastros de un pasado anterior a la guerra, y sólo encontró los escombros, la basura, los montones de porquería acumulados por tantos años de abandono. En las pastas de los libros que nadie había vuelto a leer, en los viejos pergaminos macerados por la humedad había prosperado una flora lívida, y en el aire que había sido el más puro y luminoso de la casa flotaba un insoportable olor de recuerdos podridos. Una mañana encontró a Úrsula llorando bajo el castaño, en las rodillas de su esposo muerto. El coronel Aureliano Buendía era el único habitante de la casa que no seguía viendo al potente anciano agobiado por medio siglo de intemperie. «Saluda a tu padre», le dijo Úrsula. Él se detuvo un instante frente al castaño, y una vez más comprobó que tampoco aquel espacio vacío le suscitaba ningún afecto.

-¿Qué dice? -preguntó.

-Está muy triste -contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir.

-Dígale -sonrió el coronel- que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.

El presagio del padre muerto removió el último rescoldo de soberbia que le quedaba en el corazón, pero él lo confundió con un repentino soplo de fuerza. Fue por eso que asedió a Úrsula para que le revelara en qué lugar del patio estaban enterradas las monedas de oro que encontraron dentro del San José de yeso. «Nunca lo sabrás -le dijo ella, con una firmeza inspirada en un viejo escarmiento-. Un día -agregó- ha de aparecer el dueño de esa fortuna, y sólo él podrá desenterraría.» Nadie sabía por qué un hombre que siempre fue tan desprendido había empezado a codiciar el dinero con semejante ansiedad, y no las modestas cantidades que le habrían bastado para resolver una emergencia, sino una fortuna de magnitudes desatinadas cuya sola mención dejó sumido en un mar de asombro a Aureliano Segundo. Los viejos copartidarios a quienes acudió en demanda de ayuda, se escondieron para no recibirlo. Fue por esa época que se le oyó decir: «La única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho.» Sin embargo, insistió con tanto ahínco, suplicó de tal modo, quebrantó a tal punto sus principios de dignidad, que con un poco de aquí y otro poco de allá, deslizándose por todas partes con una diligencia sigilosa y una perseverancia despiadada, consiguió reunir en ocho meses más dinero del que Úrsula tenía enterrado. Entonces visitó al enfermo coronel Gerineldo Márquez para que lo ayudara a promover la guerra total.

En un cierto momento, el coronel Gerineldo Márquez era en verdad el único que habría podido mover, aun desde su mecedor de paralítico, los enmohecidos hilos de la rebelión. Después del armisticio de Neerlandia, mientras el coronel Aureliano Buendía se refugiaba en el exilio de sus pescaditos de oro, él se mantuvo en contacto con los oficiales rebeldes que le fueron fieles hasta la derrota. Hizo con ellos la guerra triste de la humillación cotidiana, de las súplicas y los memoriales, del vuelva mañana, del ya casi, del estamos estudiando su caso con la debida atención; la guerra perdida sin remedio contra los muy atentos y seguros servidores que debían asignar y no asignaron nunca las pensiones vitalicias. La otra guerra, la sangrienta de veinte años, no les causó tantos estragos como la guerra corrosiva del eterno aplazamiento. El propio coronel Gerineldo Márquez, que escapó a tres atentados, sobrevivió a cinco heridas y salió ileso de incontables batallas, sucumbió al asedio atroz de la espera y se hundió en la derrota miserable de la vejez, pensando en Amaranta entre los rombos de luz de una casa prestada. Los últimos veteranos de quienes se tuvo noticia aparecieron retratados en un periódico, con la cara 100

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levantada de indignidad, junto a un anónimo presidente de la república que les regaló unos botones con su efigie para que los usaran en la solapa, y les restituyó una bandera sucia de sangre y de pólvora para que la pusieran sobre sus ataúdes. Los otros, los más dignos, todavía esperaban una carta en la penumbra de la caridad pública, muriéndose de hambre, sobreviviendo de rabia, pudriéndose de viejos en la exquisita mierda de la gloria. De modo que cuando el coronel Aureliano Buendía lo invitó a promover una conflagración mortal que arrasara con todo vestigio de un régimen de corrupción y de escándalo sostenido por el invasor extranjero, el coronel Gerineldo Márquez no pudo reprimir un estremecimiento de compasión.

-Ay, Aureliano -suspiró-, ya sabía que estabas viejo, pero ahora me doy cuenta que estás mucho más viejo de lo que pareces.

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XIII

En el aturdimiento de los últimos años, Úrsula había dispuesto de muy escasas treguas para atender a la formación papal de José Arcadio, cuando éste tuvo que ser preparado a las volandas para irse al seminario. Meme, su hermana, repartida entre la rigidez de Fernanda y las amarguras de Amaranta, llegó casi al mismo tiempo a la edad prevista para mandarla al colegio de las monjas donde harían de ella una virtuosa del clavicordio. Úrsula se sentía atormentada por graves dudas acerca de la eficacia de los métodos con que había templado el espíritu del lánguido aprendiz de Sumo Pontífice, pero no le echaba la culpa a su trastabillante vejez ni a los nubarrones que apenas le permitían vislumbrar el contorno de las cosas, sino a algo que ella misma no lograba definir pero que concebía confusamente como un progresivo desgaste del tiempo. «Los años de ahora ya no vienen como los de antes», solía decir, sintiendo que la realidad cotidiana se le escapaba de las manos. Antes, pensaba, los niños tardaban mucho para crecer. No había sino que recordar todo el tiempo que se necesitó para que José Arcadio, el mayor, se fuera con los gitanos, y todo lo que ocurrió antes de que volviera pintado como una culebra y hablando como un astrónomo, y las cosas que ocurrieron en la casa antes de que Amaranta y Arcadio olvidaran la lengua de los indios y aprendieran el castellano. Había que ver las de sol y sereno que soportó el pobre José Arcadio Buendía bajo el castaño, y todo lo que hubo que llorar su muerte antes de que llevaran moribundo a un coronel Aureliano Buendía que después de tanta guerra y después de tanto sufrir por él, aún no cumplía cincuenta años. En otra época, después de pasar todo el día haciendo animalitos de caramelo, todavía le sobraba tiempo para ocuparse de los niños, para verles en el blanco del ojo que estaban necesitando una pócima de aceite de ricino. En cambio, ahora, cuando no tenía nada que hacer y andaba con José Arcadio acaballado en la cadera desde el amanecer hasta la noche, la mala clase del tiempo le había obligado a dejar cosas a medias. La verdad era que Úrsula se resistía a envejecer aun cuando ya había perdido la cuenta de su edad, y estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y fastidiaba a los forasteros con la preguntadora de si no habían dejado en la casa, por los tiempos de la guerra, un San José de yeso para que lo guardara mientras pasaba la lluvia. Nadie supo a ciencia cierta cuándo empezó a perder la vista. Todavía en sus últimos años, cuando ya no podía levantarse de la cama, parecía simplemente que estaba vencida por la decrepitud, pero nadie descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al principio creyó que se trataba de una debilidad transitoria, y tomaba a escondidas jarabe de tuétano y se echaba miel de abeja en los ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el punto de que nunca tuvo una noción muy clara del invento de la luz eléctrica, porque cuando instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el resplandor. No se lo dijo a nadie, pues habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir, Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora. Sólo cuando se salían de esa meticulosa rutina corrían el riesgo de perder algo. De modo que cuando oyó a Fernanda consternada porque había perdido el anillo, Úrsula recordó que lo único distinto que había hecho aquel día era asolear las esteras de los niños porque Meme había descubierto una chinche la noche anterior. Como los 102

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niños asistieron a la limpieza, Úrsula pensó que Fernanda había puesto el anillo en el único lugar en que ellos no podían alcanzarlo: la repisa. Fernanda, en cambio, lo buscó únicamente en los trayectos de su itinerario cotidiano, sin saber que la búsqueda de las cosas perdidas está entorpecida por los hábitos rutinarios, y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas.

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