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La mayor preocupación que tenía Fernanda en sus años de abandono, era que Meme fuera a pasar las primeras vacaciones y no encontrar a Aureliano Segundo en la casa. La congestión puso término a aquel temor. Cuando Memo volvió, sus padres se habían puesto de acuerdo no sólo para que la niña creyera que Aureliano Segundo seguía siendo un esposo domesticado, sino también para que no notara la tristeza de la casa. Todos los años, durante dos meses, Aureliano Segundo representaba su papel de marido ejemplar, y promovía fiestas con helados y galletitas, que la alegre y vivaz estudiante amenizaba con el clavicordio. Era evidente desde entonces que había heredado muy poco del carácter de la madre. Parecía más bien una segunda versión de Amaranta, cuando ésta no conocía a la amargura y andaba alborotando la casa con sus pasos de baile, a los doce, a los catorce años, antes de que la pasión secreta por Pietro Crespi torciera definitivamente el rumbo de su corazón. Pero al contrario de Amaranta, al contrario de todos, Memo no revelaba todavía el sino solitario de la familia, y parecía enteramente conforme con el mundo, aun cuando se encerraba en la sala a las dos de la tarde a practicar el clavicordio con una disciplina inflexible. Era evidente que le gustaba la casa, que pasaba todo el año soñando con el alboroto de adolescentes que provocaba su llegada, y que no andaba muy lejos de la vocación festiva y los desafueros hospitalarios de su padre. El primer signo de esa herencia calamitosa se reveló en las terceras vacaciones, cuando Memo apareció en la casa con cuatro monjas y sesenta y ocho compañeras de clase, a quienes invitó a pasar una semana en familia, por propia iniciativa y sin ningún anuncio.

-¡Qué desgracia! -se lamentó Fernanda-. ¡Esta criatura es tan bárbara como su padre!

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Fue preciso pedir camas y hamacas a los vecinos, establecer nueve turnos en la mesa, fijar horarios para el baño y conseguir cuarenta taburetes prestados para que las niñas de uniformes azules y botines de hombre no anduvieran todo el día revoloteando de un lado a otro. La invitación fue un fracaso, porque las ruidosas colegialas apenas acababan de desayunar cuando ya tenían que empezar los turnos para el almuerzo, y luego para la cena, y en toda la semana sólo pudieron hacer un paseo a las plantaciones. Al anochecer, las monjas estaban agotadas, incapacitadas para moverse, para impartir una orden más, y todavía el tropel de adolescentes incansables estaba en el patio cantando desabridos himnos escolares. Un día estuvieron a punto de atropellar a Úrsula, que se empeñaba en ser útil precisamente donde más estorbaba. Otro día, las monjas armaron un alboroto porque el coronel Aureliano Buendía orinó bajo el castaño sin preocuparse de que las colegialas estuvieran en el patio. Amaranta estuvo a punto de sembrar el pánico, porque una de las monjas entró a la cocina cuando ella estaba salando la sopa, y lo único que se le ocurrió fue preguntar qué eran aquellos puñados de polvo blanco.

-Arsénico -dijo Amaranta.

La noche de su llegada, las estudiantes se embrollaron de tal modo tratando de ir al excusado antes de acostarse, que a la una de la madrugada todavía estaban entrando las últimas.

Fernanda compró entonces setenta y dos bacinillas, pero sólo consiguió convertir en un problema matinal el problema nocturno, porque desde el amanecer había frente al excusado una larga fila de muchachas, cada una con su bacinilla en la mano, esperando turno para lavarla. Aunque algunas sufrieron calenturas y a varias se les infectaron las picaduras de los mosquitos, la mayoría demostró una resistencia inquebrantable frente a las dificultades más penosas, y aun a la hora de más calor correteaban en el jardín. Cuando por fin se fueron, las flores estaban destrozadas, los muebles partidos y las paredes cubiertas de dibujos y letreros, pero Fernanda les perdonó los estragos en el alivio de la partida. Devolvió las camas y taburetes prestados y guardó las setenta y dos bacinillas en el cuarto de Melquíades. La clausurada habitación, en torno a la cual giró en otro tiempo la vida espiritual de la casa, fue conocida desde entonces como el cuarto de las bacinillas. Para el coronel Aureliano Buendía, ese era el nombre más apropiado, porque mientras el resto de la familia seguía asombrándose de que la pieza de Melquíades fuera inmune al polvo y la destrucción, él la veía convertida en un muladar. De todos modos, no parecía importarle quién tenía la razón, y si se enteró del destino del cuarto fue porque Fernanda estuvo pasando y perturbando su trabajo una tarde entera para guardar las bacinillas.

Por esos días reapareció José Arcadio Segundo en la casa. Pasaba de largo por el corredor, sin saludar a nadie, y se encerraba en el taller a conversar con el coronel. A pesar de que no podía verlo, Úrsula analizaba el taconeo de sus botas de capataz, y se sorprendía de la distancia insalvable que lo separaba de la familia, inclusive del hermano gemelo con quien jugaba en la infancia ingeniosos juegos de confusión, y con el cual no tenía ya ningún rasgo común. Era lineal, solemne, y tenía un estar pensativo, y una tristeza de sarraceno, y un resplandor lúgubre en el rostro color de otoño. Era el que más se parecía a su madre, Santa Sofía de la Piedad. Úrsula se reprochaba la tendencia a olvidarse de él al hablar de la familia, pero cuando lo sintió de nuevo en la casa, y advirtió que el coronel lo admitía en el taller durante las horas de trabajo, volvió a examinar sus viejos recuerdos, y confirmó la creencia de que en algún momento de la infancia se había cambiado con su hermano gemelo, porque era él y no el otro quien debía llamarse Aureliano. Nadie conocía los pormenores de su vida. En un tiempo se supo que no tenía una residencia fija, que criaba gallos en casa de Pilar Ternera, y que a veces se quedaba a dormir allí, pero que casi siempre pasaba la noche en los cuartos de las matronas francesas. Andaba al garete, sin afectos, sin ambiciones, como una estrella errante en el sistema planetario de Úrsula.

En realidad, José Arcadio Segundo no era miembro de la familia, ni lo sería jamás de otra, desde la madrugada distante en que el coronel Gerineldo Márquez lo llevó al cuartel, no para que viera un fusilamiento, sino para que no olvidara en el resto de su vida la sonrisa triste y un poco burlona del fusilado. Aquél no era sólo su recuerdo más antiguo, sino el único de su niñez. El otro, el de un anciano con un chaleco anacrónico y un sombrero de alas de cuervo que contaba maravillas frente a una ventana deslumbrante, no lograba situarlo en ninguna época. Era un recuerdo incierto, enteramente desprovisto de enseñanzas o nostalgia, al contrario del recuerdo del fusilado, que en realidad había definido el rumbo de su vida, y regresaba a su memoria cada vez más nítido a medida que envejecía, como si el transcurso del tiempo lo hubiera ido aproximando. Úrsula trató de aprovechar a José Arcadio Segundo para que el coronel Aureliano Buendía abandonara su encierro. «Convéncelo de que vaya al cine -le decía-. Aunque no le 108

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gusten las películas tendrá por lo menos una ocasión de respirar aire puro.» Pero no tardó en darse cuenta de que él era tan insensible a sus súplicas como hubiera podido serlo el coronel, y que estaban acorazados por la misma impermeabilidad a los afectos. Aunque nunca supo, ni lo supo nadie, de qué hablaban en los prolongados encierros del taller, entendió que fueran ellos los únicos miembros de la familia que parecían vinculados por las afinidades.

La verdad es que ni José Arcadio Segundo hubiera podido sacar al coronel de su encierro. La invasión escolar había rebasado los límites de su paciencia. Con el pretexto de que el dormitorio nupcial estaba a merced de las polillas a pesar de la destrucción de las apetitosas muñecas de Remedios, colgó una hamaca en el taller, y entonces lo abandonó solamente para ir al patio a hacer sus necesidades. Úrsula no conseguía hilvanar con él una conversación trivial. Sabía que no miraba los platos de comida, sino que los ponía en un extremo del mesón mientras terminaba el pescadito, y no le importaba si la sopa se llenaba de nata y se enfriaba la carne. Se endureció cada vez más desde que el coronel Gerineldo Márquez se negó a secundario en una guerra senil.

Se encerró con tranca dentro de sí mismo, y la familia terminó por pensar en él como si hubiera muerto. No se le volvió a ver una reacción humana, hasta un once de octubre en que salió a la puerta de la calle para ver el desfile de un circo. Aquella había sido para el coronel Aureliano Buendía una jornada igual a todas las de sus últimos años. A las cinco de la madrugada lo despertó el alboroto de los sapos y los grillos en el exterior del muro. La llovizna persistía desde el sábado, y él no hubiera tenido necesidad de oír su minucioso cuchicheo en las hojas del jardín, porque de todos modos lo hubiera sentido en el frío de los huesos. Estaba, como siempre, arropado con la manta de lana, y con los largos calzoncillos de algodón crudo que seguía usando por comodidad, aunque a causa de su polvoriento anacronismo él mismo los llamaba «calzoncillos de godo». Se puso los pantalones estrechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el cuello de la camisa el botón de oro que usaba siempre, porque tenía el propósito de darse un baño.

Luego se puso la manta en la cabeza, como un capirote, se peinó con los dedos el bigote chorreado, y fue a orinar en el patio. Faltaba tanto para que saliera el sol que José Arcadio Buendía dormitaba todavía bajo el cobertizo de palmas podridas por la llovizna. Él no lo vio, como no lo había visto nunca, ni oyó la frase incomprensible que le dirigió el espectro de su padre cuando despertó sobresaltado por el chorro de orín caliente que le salpicaba los zapatos. Dejó el baño para más tarde, no por el frío y la humedad, sino por la niebla opresiva de octubre. De regreso al taller percibió el olor de pabilo de los fogones que estaba encendiendo Santa Sofía de la Piedad, y esperó en la cocina a que hirviera el café para llevarse su tazón sin azúcar. Santa Sofía de la Piedad le preguntó, como todas las mañanas, en qué día de la semana estaban, y él contestó que era martes, once de octubre. Viendo a la impávida mujer dorada por el resplandor del fuego, que ni en ese ni en ningún otro instante de su vida parecía existir por completo, recordó de pronto que un once de octubre, en plena guerra, lo despertó la certidumbre brutal de que la mujer con quien había dormido estaba muerta. Lo estaba, en realidad, y no olvidaba la fecha porque también ella le había preguntado una hora antes en qué día estaban. A pesar de la evocación, tampoco esta vez tuvo conciencia de hasta qué punto lo habían abandonado los presagios, y mientras hervía el café siguió pensando por pura curiosidad, pero sin el más insignificante riesgo de nostalgia, en la mujer cuyo nombre no conoció nunca, y cuyo rostro no vio con vida porque había llegado hasta su hamaca tropezando en la oscuridad. Sin embargo, en el vacío de tantas mujeres como llegaron a su vida en igual forma, no recordó que fue ella la que en el delirio del primer encuentro estaba a punto de naufragar en sus propias lágrimas, y apenas una hora antes de morir había jurado amarlo hasta la muerte. No volvió a pensar en ella, ni en ninguna otra, después de que entró al taller con la taza humeante, y encendió la luz para contar los pescaditos de oro que guardaba en un tarro de lata. Había diecisiete. Desde que decidió no venderlos, seguía fabricando dos pescaditos al día, y cuando completaba veinticinco volvía a fundirlos en el crisol para empezar a hacerlos de nuevo. Trabajó toda la mañana absorto, sin pensar en nada, sin darse cuenta de que a las diez arreció la lluvia y alguien pasó frente al taller gritando que cerraran las puertas para que no se inundara la casa. y sin darse cuenta ni siquiera de sí mismo hasta que Úrsula entró con el almuerzo y apagó la luz.

-¡Qué lluvia! -dijo Úrsula.

-Octubre -dijo él.

Al decirlo, no levantó la vista del primer pescadito del día, porque estaba engastando los rubíes de los ojos. Sólo cuando lo terminó y lo puso con los otros en el tarro, empezó a tomar la sopa.

Luego se comió, muy despacio, el pedazo de carne guisada con cebolla, el arroz blanco y las 109

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tajadas de plátano fritas, todo junto en el mismo plato. Su apetito no se alteraba ni en las mejores ni en las más duras circunstancias. Al término del almuerzo experimentó la zozobra de la ociosidad. Por una especie de superstición científica, nunca trabajaba, ni leía, ni se bañaba, ni hacía el amor antes de que transcurrieran dos horas de digestión, y era una creencia tan arraigada que varias veces retrasó operaciones de guerra para no someter la tropa a los riesgos de una congestión. De modo que se acostó en la hamaca, sacándose la cera de los oídos con un cortaplumas, y a los pocos minutos se quedó dormido. Soñó que entraba en una casa vacía, de paredes blancas, y que lo inquietaba la pesadumbre de ser el primer ser humano que entraba en ella. En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía despertó con la impresión de que involuntariamente se había quedado dormido por breves segundos, y que no había tenido tiempo de soñar nada.

-Hoy no -le dijo al peluquero-. Nos vemos el viernes.

Tenía una barba de tres días, moteada de pelusas blancas, pero no creía necesario afeitarse si el viernes se iba a cortar el pelo y podía hacerlo todo al mismo tiempo. El sudor pegajoso de la siesta indeseable revivió en sus axilas las cicatrices de los golondrinos. Había escampado, pero aún no salía el sol. El coronel Aureliano Buendía emitió un eructo sonoro que le devolvió al paladar la acidez de la sopa, y que fue como una orden del organismo para que se echara la manta en los hombros y fuera al excusado. Allí permaneció más del tiempo necesario, acuclillado sobre la densa fermentación que subía del cajón de madera, hasta que la costumbre le indicó que era hora de reanudar el trabajo. Durante el tiempo que duró la espera volvió a recordar que era martes, y que José Arcadio Segundo no había estado en el taller porque era día de pago en las fincas de la compañía bananera. Ese recuerdo, como todos los de los últimos años, lo llevó sin que viniera a cuento a pensar en la guerra. Recordó que el coronel Gerineldo Márquez le había prometido alguna vez conseguirle un cabal lo con una estrella blanca en la frente, y que nunca se había vuelto a hablar de eso. Luego derivó hacia episodios dispersos, pero los evocó sin calificarlos, porque a fuerza de no poder pensar en otra cosa había aprendido a pensar en frío, para que los recuerdos ineludibles no le lastimaran ningún sentimiento. De regreso al taller, viendo que el aire empezaba a secar, decidió que era un buen momento para bañarse, pero Amaranta se le había anticipado. Así que empezó el segundo pescadito del día. Estaba engarzando la cola cuando el sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro. El aire lavado por la llovizna de tres días se llenó de hormigas voladoras. Entonces cayó en la cuenta de que tenía deseos de orinar, y los estaba aplazando hasta que acabara de armar el pescadito.

Iba para el patio, a las cuatro y diez, cuando oyó los cobres lejanos, los retumbos del bombo y el júbilo de los niños, y por primera vez desde su juventud pisó conscientemente una trampa de la nostalgia, y revivió la prodigiosa tarde de gitanos en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Santa Sofía de la Piedad abandonó lo que estaba haciendo en la cocina y corrió hacia la puerta.

-Es el circo -gritó.

En vez de ir al castaño, el coronel Aureliano Buendía fue también a la puerta de la calle y se mezcló con los curiosos que contemplaban el desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo.

Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran bajando los gallinazos.

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XIV

Las últimas vacaciones de Meme coincidieron con el luto por la muerte del coronel Aureliano Buendía. En la casa cerrada no había lugar para fiestas. Se hablaba en susurros, se comía en silencio, se rezaba el rosario tres veces al día, y hasta los ejercicios de clavicordio en el calor de la siesta tenían una resonancia fúnebre. A pesar de su secreta hostilidad contra el coronel, fue Fernanda quien impuso el rigor de aquel duelo, impresionada por la solemnidad con que el gobierno exaltó la memoria del enemigo muerto. Aureliano Segundo volvió como de costumbre a dormir en la casa mientras pasaban las vacaciones de su hija, y algo debió hacer Fernanda para recuperar sus privilegios de esposa legítima, porque el año siguiente encontró Meme una hermanita recién nacida, a quien bautizaron contra la voluntad de la madre con el nombre de Amaranta Úrsula.

Meme había terminado sus estudios. El diploma que la acreditaba como concertista de clavicordio fue ratificado por el virtuosismo con que ejecutó temas populares del siglo XVII en la fiesta organizada para celebrar la culminación de sus estudios, y con la cual se puso término al duelo. Los invitados admiraron, más que su arte, su rara dualidad. Su carácter frívolo y hasta un poco infantil no parecía adecuado para ninguna actividad seria, pero cuando se sentaba al clavicordio se transformaba en una muchacha diferente, cuya madurez imprevista le daba un aire de adulto. Así fue siempre. En verdad no tenía una vocación definida, pero había logrado las más altas calificaciones mediante una disciplina inflexible, para no contrariar a su madre. Habrían podido imponerle el aprendizaje de cualquier otro oficio y los resultados hubieran sido los mismos. Desde muy niña le molestaba el rigor de Fernanda, su costumbre de decidir por los demás, y habría sido capaz de un sacrificio mucho más duro que las lecciones de clavicordio, sólo por no tropezar con su intransigencia. En el acto de clausura la impresión de que el pergamino con letras góticas y mayúsculas historiadas la liberaba de un compromiso que había aceptado no tanto por obediencia como por comodidad, y creyó que a partir de entonces ni la porfiada Fernanda volvería a preocuparse por un instrumento que hasta las monjas consideraban como un fósil de museo. En los primeros años creyó que sus cálculos eran errados, porque después de haber dormido a media ciudad no sólo en la sala de visitas, sino en cuantas veladas benéficas, sesiones escolares y conmemoraciones patrióticas se celebraban en Macondo, su madre siguió in-vitando a todo recién llegado que suponía capaz de apreciar las virtudes de la hija. Sólo después de la muerte de Amaranta, cuando la familia volvió a encerrarse por un tiempo en el luto, pudo Meme clausurar el clavicordio y olvidar la llave en cualquier ropero, sin que Fernanda se molestara en averiguar en qué momento ni por culpa de quién se había extraviado. Meme resistió las exhibiciones con el mismo estoicismo con que se consagró al aprendizaje. Era el precio de su libertad. Fernanda estaba tan complacida con su docilidad y tan orgullosa de la admiración que despertaba su arte, que nunca se opuso a que tuviera la casa llena de amigas, y pasara la tarde en las plantaciones y fuera al cine con Aureliano Segundo o con señoras de confianza, siempre que la película hubiera sido autorizada en el púlpito por el padre Antonio Isabel. En aquellos ratos de esparcimiento se revelaban los verdaderos gustos de Meme. Su felicidad estaba en el otro extremo de la disciplina, en las fiestas ruidosas, en los comadreos de enamorados, en los prolongados encierros con sus amigas, donde aprendían a fumar y conversaban de asuntos de hombres, y donde una vez se les pasó la mano con tres botellas de ron de caña y terminaron desnudas midiéndose y comparando las partes de sus cuerpos. Meme no olvidaría jamás la noche en que entró en la casa masticando rizomas de regaliz, y sin que advirtieran su trastorno se sentó a la mesa en que Fernanda y Amaranta cenaban sin dirigirse la palabra. Había pasado dos horas tremendas en el dormitorio de una amiga, llorando de risa y de miedo, y en el otro lado de la crisis había encontrado el raro sentimiento de valentía que le hizo falta para fugarse del colegio y decirle a su madre con esas o con otras palabras que bien podía ponerse una lavativa de clavicordio. Sentada en la cabecera de la mesa, tomando un caldo de pollo que le caía en el estómago como un elixir de resurrección, Meme vio entonces a Fernanda y Amaranta envueltas en el halo acusador de la realidad. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no echarles en cara 111

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sus remilgos, su pobreza de espíritu, sus delirios de grandeza. Desde las segundas vacaciones se había enterado de que su padre sólo vivía en la casa por guardar las apariencias, y conociendo a Fernanda como la conocía y habiéndoselas arreglado más tarde para conocer a Petra Cotes, le concedió la razón a su padre. También ella hubiera preferido ser la hija de la concubina. En el embotamiento del alcohol, Meme pensaba con deleite en el escándalo que se habría suscitado si en aquel momento hubiera expresado sus pensamientos, y fue tan intensa la íntima satisfacción de la picardía, que Fernanda la advirtió.

-¿Qué te pasa? -preguntó.

-Nada -contestó Meme-. Que apenas ahora descubro cuánto las quiero.

Amaranta se asustó con la evidente carga de odio que llevaba la declaración. Pero Fernanda se sintió tan conmovida que creyó volverse loca cuando Meme despertó a medianoche con la cabeza cuarteada por el dolor, y ahogándose en vómitos de hiel. Le dio un frasco de aceite de castor, le puso cataplasmas en el vientre y bolsas de hielo en la cabeza, y la obligó a cumplir la dieta y el encierro de cinco días ordenados por el nuevo extravagante médico francés que, después de examinarla más de dos horas, llegó a la conclusión nebulosa de que tenía un trastorno propio de mujer. Abandonada por la valentía, en un miserable estado de desmoralización, a Meme no le quedó otro recurso que aguantar. Úrsula, ya completamente ciega, pero todavía activa y lúcida, fue la única que intuyó el diagnóstico exacto. «Para mí -pensó-, estas son las mismas cosas que les dan a los borrachos.» Pero no sólo rechazó la idea, sino que se reprochó la ligereza de pensamiento. Aureliano Segundo sintió un retortijón de conciencia cuando vio el estado de postración de Meme, y se prometió ocuparse más de ella en el futuro. Fue así como nació la relación de alegre camaradería entre el padre y la hija, que lo liberó a él por un tiempo de la amarga soledad de las parrandas, y la liberó a ella de la tutela de Fernanda sin tener que provocar la crisis doméstica que ya parecía inevitable. Aureliano Segundo aplazaba entonces cualquier compromiso para estar con Meme, por llevarla al cine o al circo, y le dedicaba la mayor parte de su ocio. En los últimos tiempos, el estorbo de la obesidad absurda que ya no le permitía amarrarse los cordones de los zapatos, y la satisfacción abusiva de toda clase de apetitos, habían empezado a agriarle el carácter. El descubrimiento de la hija le restituyó la antigua jovialidad, y el gusto de estar con ella lo iba apartando poco a poco de la disipación. Meme despuntaba en una edad frutal. No era bella, como nunca lo fue Amaranta, pero en cambio era simpática, descomplicada, y tenía la virtud de caer bien desde el primer momento. Tenía un espíritu moderno que lastimaba la anticuada sobriedad y el mal disimulado corazón cicatero de Fernanda, y que en cambio Aureliano Segundo se complacía en patrocinar. Fue él quien resolvió sacarla del dormitorio que ocupaba desde niña, y donde los pávidos ojos de los santos seguían alimentando sus terrores de adolescente, y le amuebló un cuarto con una cama tronal, un tocador amplio y cortinas de terciopelo, sin caer en la cuenta de que estaba haciendo una segunda versión del aposento de Petra Gotes. Era tan pródigo con Meme que ni siquiera sabía cuánto dinero le proporcionaba, porque ella misma se lo sacaba de los bolsillos, y la mantenía al tanto de cuanta novedad embellecedora llegaba a los comisariatos de la compañía bananera. El cuarto de Meme se llenó de almohadillas de piedra pómez para pulirse las uñas, rizadores de cabellos, brilladores de dientes, colirios para languidecer la mirada, y tantos y tan novedosos cosméticos y artefactos de belleza que cada vez que Fernanda entraba en el dormitorio se escandalizaba con la idea de que el tocador de la hija debía ser igual al de las matronas francesas. Sin embargo, Fernanda andaba en esa época con el tiempo dividido entre la pequeña Amaranta Úrsula, que era caprichosa y enfermiza, y una emocionante correspondencia con los médicos invisibles. De modo que cuando advirtió la complicidad del padre con la hija, la única promesa que le arrancó a Aureliano Segundo fue que nunca llevaría a Meme a casa de Petra Cotes. Era una advertencia sin sentido, porque la concubina estaba tan molesta con la camaradería de su amante con la hija que no quería saber nada de ella. La atormentaba un temor desconocido, como si el instinto le indicara que Meme, con sólo desearlo, podría conseguir lo que no pudo conseguir Fernanda: privarla de un amor que ya consideraba asegurado hasta la muerte. Por primera vez tuvo que soportar Aureliano Segundo las caras duras y las virulentas cantaletas de la concubina, y hasta temió que sus traídos y llevados baúles hicieran el camino de regreso a casa de la esposa. Esto no ocurrió. Nadie conocía mejor a un hombre que Petra Cotes a su amante, y sabía que los baúles se quedarían donde los mandaran, porque si algo detestaba Aureliano Segundo era com-plicarse la vida con rectificaciones y mudanzas. De modo que los baúles se quedaron donde estaban, y Petra Cotes se empeñó en reconquistar al marido afilando las únicas armas con que no 112

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podía disputárselo la hija. Fue también un esfuerzo innecesario, porque Meme no tuvo nunca el propósito de intervenir en los asuntos de su padre, y seguramente si lo hubiera hecho habría sido en favor de la concubina. No le sobraba tiempo para molestar a nadie. Ella misma barría el dormitorio y arreglaba la cama, como le enseñaron las monjas. En la mañana se ocupaba de su ropa, bordando en el corredor o cosiendo en la vieja máquina de manivela de Amaranta. Mientras los otros hacían la siesta, practicaba dos horas el clavicordio, sabiendo que el sacrificio diario mantendría calmada a Fernanda. Por el mismo motivo seguía ofreciendo conciertos en bazares eclesiásticos y veladas escolares, aunque las solicitudes eran cada vez menos frecuentes. Al atardecer se arreglaba, se ponía sus trajes sencillos y sus duros borceguíes, y si no tenía algo que hacer con su padre iba a casas de amigas, donde permanecía hasta la hora de la cena. Era excepcional que Aureliano Segundo no fuera a buscarla entonces para llevarla al cine.

Entre las amigas de Meme había tres jóvenes norteamericanas que rompieron el cerco del gallinero electrificado y establecieron amistad con muchachas de Macondo. Una de ellas era Patricia Brown. Agradecido con la hospitalidad de Aureliano Segundo, el señor Brown le abrió a Meme las puertas de su casa y la invitó a los bailes de los sábados, que eran los únicos en que los gringos alternaban con los nativos. Cuando Fernanda lo supo, se olvidó por un momento de Amaranta Úrsula y los médicos invisibles, y armó todo un melodrama. «Imagínate -le dijo a Meme- lo que va a pensar el coronel en su tumba.» Estaba buscando, por supuesto, el apoyo de Úrsula. Pero la anciana ciega, al contrario de lo que todos esperaban, consideró que no había nada reprochable en que Meme asistiera a los bailes y cultivara amistad con las norteamericanas de su edad, siempre que conservara su firmeza de criterio y no se dejara convertir a la religión protestante. Meme captó muy bien el pensamiento de la tatarabuela, y al día siguiente de los bailes se levantaba más temprano que de costumbre para ir a misa. La oposición de Fernanda resistió hasta el día en que Meme la desarmó con la noticia de que los norteamericanos querían oírla tocar el clavicordio. El instrumento fue sacado una vez más de la casa y llevado a la del señor Brown, donde, en efecto, la joven concertista recibió los aplausos más sinceros y las fe-licitaciones más entusiastas. Desde entonces no sólo la invitaron a los bailes, sino también a los baños dominicales en la piscina, y a almorzar una vez por semana. Meme aprendió a nadar como una profesional, a jugar al tenis y a comer jamón de Virginia con rebanadas de piña. Entre bailes, piscina y tenis, se encontró de pronto desenredándose en inglés. Aureliano Segundo se entusiasmó tanto con los progresos de la hija que le compró a un vendedor viajero una enciclopedia inglesa en seis volúmenes y con numerosas láminas de colores, que Meme leía en sus horas libres. La lectura ocupó la atención que antes destinaba a los comadreos de enamorados o a los encierros experimentales con sus amigas, no porque se lo hubiera impuesto como disciplina, sino porque ya había perdido todo interés en comentar misterios que eran del dominio público. Recordaba la borrachera como una aventura infantil, y le parecía tan divertida que se la contó a Aureliano Segundo, y a éste le pareció más divertida que a ella. «Si tu madre lo supiera», le dijo, ahogándose de risa, como le decía siempre que ella le hacía una confidencia. Él le había hecho prometer que con la misma confianza lo pondría al corriente de su primer noviazgo, y Meme le había contado que simpatizaba con un pelirrojo norteamericano que fue a pasar vacaciones con sus padres. «Qué barbaridad -rió Aureliano Segundo-. Si tu madre lo supiera.» Pero Meme le contó también que el muchacho había regresado a su país y no había vuelto a dar señales de vida. Su madurez de criterio afianzó la paz doméstica. Aureliano Segundo dedicaba entonces más horas a Petra Cotes, y aunque ya el cuerpo y el alma no le daban para parrandas como las de antes, no perdía ocasión de promoverías y de desenfundar el acordeón, que ya tenía algunas teclas amarradas con cordones de zapatos. En la casa, Amaranta bordaba su interminable mortaja, y Úrsula se dejaba arrastrar por la decrepitud hacia el fondo de las tinieblas, donde lo único que seguía siendo visible era el espectro de José Arcadio Buendía bajo el castaño. Fernanda consolidó su autoridad. Las cartas mensuales a su hijo José Arcadio no llevaban entonces una línea de mentira, y solamente le ocultaba su correspondencia con los médicos invisibles, que le habían diagnosticado un tumor benigno en el intestino grueso y estaban preparándola para practicarle una intervención telepática.

Se hubiera dicho que en la cansada mansión de los Buendía había paz y felicidad rutinaria para mucho tiempo si la intempestiva muerte de Amaranta no hubiera promovido un nuevo escándalo.

Fue un acontecimiento inesperado. Aunque estaba vieja y apartada de todos, todavía se notaba firme y recta, v con la salud de piedra que tuvo siempre. Nadie conoció su pensamiento desde la tarde en que rechazó definitivamente al coronel Gerineldo Márquez y se encerró a llorar. Cuando 113

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