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Gabriel García Márquez

por las mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado como ladrón de gallinas.

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Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

XV

Los acontecimientos que habían de darle el golpe mortal a Macondo empezaban a vislumbrarse cuando llevaron a la casa al hijo de Meme Buendía. La situación pública era entonces tan incierta, que nadie tenía el espíritu dispuesto para ocuparse de escándalos privados, de modo que Fernanda contó con un ambiente propicio para mantener al niño escondido como si no hubiera existido nunca. Tuvo que recibirlo, porque las circunstancias en que se lo llevaron no hacían posible el rechazo. Tuvo que soportarlo contra su voluntad por el resto de su vida, porque a la hora de la verdad le faltó valor para cumplir la íntima determinación de ahogarlo en la alberca del baño. Lo encerró en el antiguo taller del coronel Aureliano Buendía. A Santa Sofía de la Piedad logró convencerla de que lo había encontrado flotando en una canastilla. Úrsula había de morir sin conocer su origen. La pequeña Amaranta Úrsula, que entró una vez al taller cuando Fernanda estaba alimentando al niño, también creyó en la versión de la canastilla flotante. Aureliano Segundo, definitivamente distanciado de la esposa por la forma irracional en que ésta manejé la tragedia de Meme, no supo de la existencia del nieto sino tres años después de que lo llevaron a la casa, cuando el niño escapé al cautiverio por un descuido de Fernanda, y se asomé al corredor por una fracción de segundo, desnudo y con los pelos enmarañados y con un impresionante sexo de moco de pavo, como si no fuera una criatura humana sino la definición enciclopédica de un antropófago.

Fernanda no contaba con aquella trastada de su incorregible destino. El niño fue como el regreso de una vergüenza que ella creía haber desterrado para siempre de la casa. Apenas se habían llevado a Mauricio Babilonia con la espina dorsal fracturada, y ya había concebido Fernanda hasta el detalle más ínfimo de un plan destinado a eliminar todo vestigio del oprobio. Sin consultarlo con su marido, hizo al día siguiente su equipaje, metió en una maletita las tres mudas que su hija podía necesitar, y fue a buscarla al dormitorio media hora antes de la llegada del tren.

-Vamos, Renata -le dijo.

No le dio ninguna explicación. Meme, por su parte, no la esperaba ni la quería. No sólo ignoraba para dónde iban, sino que le habría dado igual si la hubieran llevado al matadero. No había vuelto a hablar, ni lo haría en el resto de su vida, desde que oyó el disparo en el traspatio y el simultáneo aullido de dolor de Mauricio Babilonia. Cuando su madre le ordenó salir del dormitorio, no se peiné ni se lavé la cara, y subió al tren como un sonámbulo sin advertir siquiera las mariposas amarillas que seguían acompañándola. Fernanda no supo nunca, ni se tomó el trabajo de averiguarlo, si su silencio pétreo era una determinación de su voluntad, o si se había quedado rauda por el impacto de la tragedia. Meme apenas se dio cuenta del viaje a través de la antigua región encantada. No vio las umbrosas e interminables plantaciones de banano a ambos lados de las líneas. No vio las casas blancas de los gringos, ni sus jardines aridecidos por el polvo y el calor, ni las mujeres con pantalones cortos y camisas de rayas azules que jugaban barajas en los pórticos. No vio las carretas de bueyes cargadas de racimos en los caminos polvorientos. No vio las doncellas que saltaban como sábalos en los ríos transparentes para dejarles a los pasajeros del tren la amargura de sus senos espléndidos, ni las barracas abigarradas y miserables de los trabajadores donde revoloteaban las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, y en cuyos portales había niños verdes y escuálidos sentados en sus bacinillas, y mujeres embarazadas que gritaban improperios al paso del tren. Aquella visión fugaz, que para ella era una fiesta cuando regresaba del colegio, pasó por el corazón de Meme sin despabilarlo. No miró a través de la ventanilla ni siquiera cuando se acabó la humedad ardiente de las plantaciones, y el tren pasó por la llanura de amapolas donde estaba todavía el costillar carbonizado del galeón español, y salió luego al mismo aire diáfano y al mismo roar espumoso y sucio donde casi un siglo antes fracasaron las ilusiones de José Arcadio Buendía.

A las cinco de la tarde, cuando llegaron a la estación final de la ciénaga, descendió del tren porque Fernanda lo hizo. Subieron a un cochecito que parecía un murciélago enorme, tirado por un caballo asmático, y atravesaron la ciudad desolada, en cuyas calles interminables y cuarteadas por el salitre, resonaba un ejercicio de piano igual al que escuchó Fernanda en las siestas de su 121

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adolescencia. Se embarcaron en un buque fluvial, cuya rueda de madera hacía un ruido de conflagración, y cuyas láminas de hierro carcomidas por el óxido reverberaban como la boca de un horno. Meme se encerró en el camarote. Dos veces al día dejaba Fernanda un plato de comida junto a la cama, y dos veces al día se lo llevaba intacto, no porque Meme hubiera resuelto morirse de hambre, sino porque le repugnaba el solo olor de los alimentos y su estómago expulsaba hasta el agua. Ni ella misma sabía entonces que su fertilidad había burlado a los vapores de mostaza, así como Fernanda no lo supo hasta casi un año después, cuando le llevaron al niño. En el camarote sofocante, trastornada por la vibración de las paredes de hierro y por el tufo insoportable del cieno removido por la rueda del buque, Meme perdió la cuenta de los días.

Había pasado mucho tiempo cuando vio la última mariposa amarilla destrozándose en las aspas del ventilador y admitió como una verdad irremediable que Mauricio Babilonia había muerto. Sin embargo, no se dejó vencer por la resignación. Seguía pensando en él durante la penosa travesía a lomo de mula por el páramo alucinante donde se perdió Aureliano Segundo cuando buscaba a la mujer más hermosa que se había dado sobre la tierra, y cuando remontaron la cordillera por caminos de indios, y entraron a la ciudad lúgubre en cuyos vericuetos de piedra resonaban los bronces funerarios de treinta y dos iglesias. Esa noche durmieron en la abandonada mansión colonial, sobre los tablones que Fernanda puso en el suelo de un aposento invadido por la maleza, y arropadas con piltrafas de cortinas que arrancaron de las ventanas y que se desmigaban a cada vuelta del cuerpo. Meme supo dónde estaban, porque en el espanto del insomnio vio pasar al caballero vestido de negro que en una distante víspera de Navidad llevaron a la casa dentro de un cofre de plomo. Al día siguiente, después de misa, Fernanda la condujo a un edificio sombrío que Meme reconoció de inmediato por las evocaciones que su madre solía hacer del convento donde la educaron para reina, y entonces comprendió que había llegado al término del viaje. Mientras Fernanda hablaba con alguien en el despacho contiguo, ella se quedó en un salón ajedrezado con grandes óleos de arzobispos coloniales, temblando de frío, porque llevaba todavía un traje de etamina con florecitas negras y los duros borceguíes hinchados por el hielo del páramo. Estaba de pie en el centro del salón, pensando en Mauricio Babilonia bajo el chorro amarillo de los vitrales, cuando salió del despacho una novicia muy bella que llevaba su maletita con las tres mudas de ropa. Al pasar junto a Meme le tendió la mano sin detenerse.

-Vamos, Renata -le dijo.

Meme le tomó la mano y se dejé llevar. La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar su paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas, y seguiría pensando en él todos los días de su vida, hasta la remota madrugada de otoño en que muriera de vejez, con sus nombres cambiados y sin haber dicho nunca una palabra, en un tenebroso hospital de Cracovia.

Fernanda regresé a Macondo en un tren protegido por policías armados. Durante el viaje advirtió la tensión de los pasajeros, los aprestos militares en los pueblos de la línea y el aire enrarecido por la certidumbre de que algo grave iba a suceder, pero careció de información mientras no llegó a Macondo y le contaron que José Arcadio Segundo estaba incitando a la huelga a los trabajadores de la compañía bananera. «Esto es lo último que nos faltaba -se dijo Fernanda-

. Un anarquista en la familia.» La huelga estalló dos semanas después y no tuvo las consecuencias dramáticas que se temían. Los obreros aspiraban a que no se les obligara a cortar y embarcar banano los domingos, y la petición pareció tan justa que hasta el padre Antonio Isabel intercedió en favor de ella porque la encontró de acuerdo con la ley de Dios. El triunfo de la acción, así como de otras que se promovieron en los meses siguientes, sacó del anonimato al descolorido José Arcadio Segundo, de quien solía decirse que sólo había servido para llenar el pueblo de putas francesas. Con la misma decisión impulsiva con que rematé sus gallos de pelea para establecer una empresa de navegación desatinada, había renunciado al cargo de capataz de cuadrilla de la compañía bananera y tomó el partido de los trabajadores. Muy pronto se le señaló como agente de una conspiración internacional contra el orden público. Una noche, en el curso de una semana oscurecida por rumores sombríos, escapé de milagro a cuatro tiros de revólver que le hizo un desconocido cuando salía de una reunión secreta. Fue tan tensa la atmósfera de los meses siguientes, que hasta Úrsula la percibió en su rincón de tinieblas, y tuvo la impresión de estar viviendo de nuevo los tiempos azarosos en que su hijo Aureliano cargaba en el bolsillo los glóbulos homeopáticos de la subversión. Trató de hablar con José Arcadio Segundo para enterarlo 122

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de ese precedente, pero Aureliano Segundo le informó que desde la noche del atentado se ignoraba su paradero.

-Lo mismo que Aureliano -exclamó Úrsula-. Es como si el mundo estuviera dando vueltas.

Fernanda permaneció inmune a la incertidumbre de esos días. Carecía de contactos con el mundo exterior, desde el violento altercado que tuvo con su marido por haber determinado la suerte de Meme sin su consentimiento. Aureliano Segundo estaba dispuesto a rescatar a su hija, con la policía si era necesario, pero Fernanda le hizo ver papeles en los que se demostraba que había ingresado a la clausura por propia voluntad.

En erecto, Meme los había firmado cuando ya estaba del otro lado del rastrillo de hierro, y lo hizo con el mismo desdén con que se dejé conducir. En el fondo, Aureliano Segundo no creyó en la legitimidad de las pruebas, como no creyó nunca que Mauricio Babilonia se hubiera metido al patio para robar gallinas, pero ambos expedientes le sirvieron para tranquilizar la conciencia, y pudo entonces volver sin remordimientos a la sombra de Petra Cotes, donde reanudé las parrandas ruidosas y las comilonas desaforadas. Ajena a la inquietud del pueblo, sorda a los tremendos pronósticos de Úrsula, Fernanda le dio la última vuelta a las tuercas de su plan consumado. Le escribió una extensa carta a su hijo José Arcadio, que ya iba a recibir las órdenes menores, y en ella le comunicó que su hermana Renata había expirado en la paz del Señor a consecuencia del vómito negro. Luego puso a Amaranta Úrsula al cuidado de Santa Sofía de la Piedad, y se dedicó a organizar su correspondencia con los médicos invisibles, trastornada por el percance de Meme. Lo primero que hizo fue fijar fecha definitiva para la aplazada intervención telepática. Pero los médicos invisibles le contestaron que no era prudente mientras persistiera el estado de agitación social en Macondo. Ella estaba tan urgida y tan mal informada, que les explicó en otra carta que no había tal estado de agitación, y que todo era fruto de las locuras de un cuñado suyo, que andaba por esos días con la ventolera sindical, como padeció en otro tiempo las de la gallera y la navegación. Aún no estaban de acuerdo el caluroso miércoles en que llamó a la puerta de la casa una monja anciana que llevaba una canastilla colgada del brazo. Al abrirle, Santa Sofía de la Piedad pensó que era un regalo y trató de quitarle la canastilla cubierta con un primoroso tapete de encaje. Pero la monja lo impidió, porque tenía instrucciones de entregársela personalmente, y bajo la reserva más estricta, a doña Fernanda del Carpio de Buendía. Era el hijo de Mame. El antiguo director espiritual de Fernanda le explicaba en una carta que había nacido dos meses antes, y que se habían permitido bautizarlo con el nombre de Aureliano, como su abuelo, porque la madre no despegó los labios para expresar su voluntad. Fernanda se sublevé íntimamente contra aquella burla del destino, pero tuvo fuerzas para disimularlo delante de la monja.

-Diremos que lo encontramos flotando en la canastilla -sonrió.

-No se lo creerá nadie -dijo la monja.

-Si se lo creyeron a las Sagradas Escrituras -replicó Fernanda-, no veo por qué no han de creérmelo a mí.

La monja almorzó en casa, mientras pasaba el tren de regreso, y de acuerdo con la discreción que le habían exigido no volvió a mencionar al niño, pero Fernanda la señaló como un testigo indeseable de su vergüenza, y lamentó que se hubiera desechado la costumbre medieval de ahorcar al mensajero de malas noticias. Fue entonces cuando decidió ahogar a la criatura en la alberca tan pronto como se fuera la monja, pero el corazón no le dio para tanto y prefirió esperar con paciencia a que la infinita bondad de Dios la liberara del estorbo.

El nuevo Aureliano había cumplido un año cuando la tensión pública estalló sin ningún anuncio.

José Arcadio Segundo y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la clandestinidad, aparecieron intempestivamente un fin de semana y promovieron manifestaciones en los pueblos de la zona bananera. La policía se conformó con vigilar el orden. Pero en la noche del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas y mandados, con grillos de cinco kilos en los pies, a la cárcel de la capital provincial. Entre ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban en libertad, porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién debía alimentarlos en la cárcel. La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta vez en la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo. Afirmaban, además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía. José Arcadio 123

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Segundo fue encarcelado porque reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía para financiar sus barcos fruteros, que de no haber sido por la mercancía de los comisariatos hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva Orleáns hasta los puertos de embarque del banano. Los otros cargos eran del dominio público. Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la lila varias veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas lo números cantados en el juego de lotería. Los obreros de la compañía estaban hacinados en tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas, llevaban a los campamentos, por Navidad, un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones públicas de cómo utilizarlos para que duraran más. Los decrépitos abogados vestidos de negro que en otro tiempo asediaron al coronel Aureliano Buendía, y que entonces eran apoderados de la compañía bananera, desvirtuaban estos cargos con arbitrios que parecían cosa de magia. Cuando los trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime, pasó mucho tiempo sin que pudieran notificar oficialmente a la compañía bananera. Tan pronto como conoció el acuerdo, el señor Brown enganchó en el tren su suntuoso vagón de vidrio, y desapareció de Macondo junto con los representantes más conocidos de su empresa. Sin embargo, varios obreros encontraron a uno de ellos el sábado siguiente en un burdel, y le hicieron firmar una copia del pliego de peticiones cuando estaba desnudo con la mujer que se prestó para llevarlo a la trampa. Los luctuosos abogados demostraron en el juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la compañía, y para que nadie pusiera en duda sus argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más tarde, el señor Brown fue sorprendido viajando de incógnito en un vagón de tercera clase, y le hicieron firmar otra copia del pliego de peticiones. Al día siguiente compareció ante los jueces con el pelo pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los abogados demostraron que no era el señor Jack Brown, superintendente de la compañía bananera y nacido en Prattville, Alabama, sino un inofensivo vendedor de plantas medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con el nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después, frente a una nueva tentativa de los trabajadores, los abogados exhibieron en lugares públicos el certificado de defunción del señor Brown, autenticado por cónsules y cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de junio había sido atropellado en Chicago por un carro de bomberos. Cansados de aquel delirio hermenéutico, los trabajadores repudiaron a las autoridades de Macondo y subieron con sus quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter temporal. De modo que se desbarató la patraña del jamón de Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por fallo de tribunal y se proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores.

La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio Segundo, el día en que se anuncié que el ejército había sido encargado de restablecer el orden público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le permitió ver un fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró su solemnidad. Hizo la jugada que tenía prevista y no erró la carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos del clarín, los gritos y el tropel de la gente, le indicaron que no sólo la partida de billar sino la callada y solitaria partida que jugaba consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían por fin terminado. Entonces se asomé a la calle, y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha pautada por tambor de galeotes hacia trepidar la tierra. Su resuello de dragón multicéfalo impregnó de un vapor pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos.

Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio 124

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de la obediencia ciega y el sentido del honor. Ursula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y levantó la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad existió por un instante, inclinada sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y pensó en su hijo, José Arcadio Segundo, que vio pasar sin inmutarse los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.

La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones de árbitro de la controversia, pero no se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan pronto como se exhibieron en Macondo, los soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron el banano y movilizaron los trenes.

Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las acequias se tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue sacado de Macondo con su familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.

José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentré en la estación desde la mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de la calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhalé un suspiro de desaliento. Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años.

Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.

Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.

-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse.

La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anuncié el principio del plazo. Nadie se movió.

-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.

José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empiné por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.

-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.

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