Aquella noche, durante la cena, Aureliano Triste le contó el episodio a la familia, y Úrsula lloró de consternación. «Dios santo -exclamó apretándose la cabeza con las manos-. ¡Todavía está viva!» El tiempo, las guerras, los incontables desastres cotidianos la habían hecho olvidarse de Rebeca. La única que no había perdido un solo instante la conciencia de que estaba viva, pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y envejecida Amaranta. Pensaba en ella al amanecer, cuando el hielo del corazón la despertaba en la cama solitaria, y pensaba en ella cuando se jabonaba los senos marchitos y el vientre macilento, y cuando se ponía los blancos pollerines y corpiños de olán de la vejez, y cuando se cambiaba en la mano la venda negra de la terrible expiación. Siempre, a toda hora dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en los mas abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca, porque la soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpece dores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos. Por ella sabia Remedios la bella, de la existencia de Rebeca. Cada vez que pasaban por la casa decrépita le contaba un incidente ingrato una fábula de oprobio, tratando en esa forma de que su extenuante rencor fuera compartido por la sobrina, y por consiguiente prolongado más allá de la muerte, pero no consiguió sus propósitos porque Remedios era inmune a toda clase de sentimientos apasionados, y mucho más a los ajenos. Úrsula, en cambio, que había sufrido un proceso contrario al de Amaranta, evocó a Rebeca con un recuerdo limpio de impurezas, pues la imagen de la criatura de lástima que llevaron a la casa con el talego de huesos de sus padres prevaleció sobre la ofensa que la hizo indigna de continuar vinculada al tronco familiar. Aureliano Segundo resolvió que había que llevarla a la casa y protegerla pero su buen propósito fue frustrado por la inquebrantable intransigencia de Rebeca, que había necesitado muchos anos de sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad y no estaba dispuesta a renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia.
En febrero, cuando volvieron los dieciséis hijos del coronel Aureliano Buendía, todavía marcados con la cruz de ceniza, Aureliano Triste les habló de Rebeca en el fragor de la parranda, y en medio día restauraron la apariencia de la casa, cambiaron puertas y ventanas, pintaron la fachada de colores alegres, apuntalaron las paredes y vaciaron cemento nuevo en el piso, pero no obtuvieron autorización para continuar las reformas en el interior. Rebeca ni siquiera se asomó a la puerta. Dejó que terminaran la atolondrada restauración, y luego hizo un cálculo de los costos y les mandó con Argénida, la vieja sirvienta que seguía acompañándola, un puñado de monedas retiradas de la circulación desde la última guerra, y que Rebeca seguía creyendo útiles. Fue entonces cuando se supo hasta qué punto inconcebible había llegado su desvinculación con el mundo, y se comprendió que sería imposible rescatarla de su empecinado encierro mientras le quedara un aliento de vida.
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En la segunda visita que hicieron a Macondo los hijos del coronel Aureliano Buendía, otro de ellos, Aureliano Centeno, se quedó trabajando con Aureliano Triste. Era uno de los primeros que habían llegado a la casa para el bautismo, y Úrsula y Amaranta lo recordaban muy bien porque había destrozado en pocas horas cuanto objeto quebradizo pasó por sus manos. El tiempo había moderado su primitivo impulso de crecimiento, y era un hombre de estatura mediana marcado con cicatrices de viruela, pero su asombroso poder de destrucción manual continuaba intacto.
Tantos platos rompió, inclusive sin tocarlos, que Fernanda optó por comprarle un servicio de peltre antes de que liquidara las últimas piezas de su costosa vajilla, y aun los resistentes platos metálicos estaban al poco tiempo desconchados y torcidos. Pero a cambio de aquel poder irremediable, exasperante inclusive para él mismo, tenía una cordialidad que suscitaba la confianza inmediata, y una estupenda capacidad de trabajo. En poco tiempo incrementó de tal modo la producción de hielo, que rebasó el mercado local, y Aureliano Triste tuvo que pensar en la posibilidad de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Fue entonces cuando concibió el paso decisivo no sólo para la modernización de su industria, sino para vincular la población con el resto del mundo.
-Hay que traer el ferrocarril -dijo.
Fue la primera vez que se oyó esa palabra en Macondo. Ante el dibujo que trazó Aureliano Triste en la mesa, y que era un descendiente directo de los esquemas con que José Arcadio Buendía ilustró el proyecto de la guerra solar, Úrsula confirmó su impresión de que el tiempo estaba dando vueltas en redondo. Pero al contrario de su abuelo, Aureliano Triste no perdía el sueño ni el apetito, ni atormentaba a nadie con crisis de mal humor, sino que concebía los proyectos más desatinados como posibilidades inmediatas, elaboraba cálculos racionales sobre costos y plazos y los llevaba a término sin intermedios de exasperación. Aureliano Segundo, que si algo tenía del bisabuelo y algo le faltaba del coronel Aureliano Buendía era una absoluta impermeabilidad para el escarmiento, soltó el dinero para llevar el ferrocarril con la misma frivolidad con que lo soltó para la absurda compañía de navegación del hermano. Aureliano Triste consultó el calendario y se fue el miércoles siguiente para estar de vuelta cuando pasaran las lluvias. No se tuvieron más noticias. Aureliano Centeno, desbordado por las abundancias de la fábrica, había empezado ya a experimentar la elaboración de hielo con base de jugos de frutas en lugar de agua, y sin saberlo ni proponérselo concibió los fundamentos esenciales de la invención de los helados, pensando en esa forma diversificar la producción de una empresa que suponía suya, porque el hermano no daba señales de regreso después de que pasaron las lluvias y transcurrió todo un verano sin noticias. A principios del otro invierno, sin embargo, una mujer que lavaba ropa en el río a la hora de más calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un alarmante estado de conmoción.
-Ahí viene -alcanzó a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una descomunal respiración acezante. Las semanas precedentes se había visto a las cuadrillas que tendieron durmientes y rieles, y nadie les prestó atención porque pensaron que era un nuevo artificio de los gitanos que volvían con su centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y sonajas pregonando las excelencias de quién iba a saber qué pendejo menjunje de jarapellinosos genios jerosolimitanos. Pero cuando se restablecieron del desconcierto de los silbatazos y resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la mano desde la locomotora, y vieron hechizados el tren adornado de flores que por primera vez llegaba con ocho meses de retraso. El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo.
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XII
Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse, Se trasnochaban contemplando las pálidas bombillas eléctricas alimentadas por la planta que llevó Aureliano Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo obsesionante tumtum costó tiempo y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente.
El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no piado soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi, explicó mediante un bando que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios. Algo semejante ocurrió con los gramófonos de cilindros que llevaron las alegres matronas de Francia en sustitución de los anticuados organillos, y que tan hondamente afectaron por un tiempo los intereses de la banda de músicos. Al principio, la curiosidad multiplicó la clientela de la calle prohibida, y hasta se supo de señoras respetables que se disfrazaron de villanos para observar de cerca la novedad del gramófono, pero tanto y de tan cerca lo observaron, que muy pronto llegaron a la conclusión de que no era un molino de sortilegio, como todos pensaban y como las matronas decían, sino un truco mecánico que no podía compararse con algo tan conmovedor tan humano y tan lleno de verdad cotidiana como una banda de músicos. Fue una desilusión tan grave, que cuando los gramófonos se popularizaron hasta el punto de que hubo uno en cada casa, todavía no se les tuvo como objetos para entretenimiento de adultos sino como una cosa buena para que la destriparan los niños En cambio cuando alguien del pueblo tuvo oportunidad de comprobar la cruda realidad del teléfono instalado en la estación del ferrocarril, que a causa de la manivela se consideraba como una versión rudimentaria del gramófono, hasta los mas incrédulos se desconcertaron. Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos, que convulsionó de impaciencia al espectro de José Arcadio Buendía bajo el castaño y lo obligó a caminar por toda la casa aun a pleno día. Desde que el ferrocarril fue inaugurado oficialmente y empezó a llegar con regularidad los miércoles a las once, y se construyó la primitiva estación de madera con un escritorio, el teléfono y una ventanilla para vender los pasajes, se vieron por las calles de Macondo hombres y mujeres que fingían actitudes comunes y corrientes, pero que en realidad parecían gente de circo. En un pueblo escaldado por el escarmiento de los gitanos no había un buen porvenir para aquellos equilibristas del comercio ambulante que con igual desparpajo ofrecían una olla pitadora que un régimen de vida para la salvación del alma al séptimo día; pero entre los que se dejaban convencer por cansancio y los incautos de siempre, obtenían estupendos beneficios. Entre esas criaturas de farándula, con pantalones de montar y polainas, sombrero de corcho, espejuelos con armaduras de acero, ojos de topacio y pellejo de gallo fino, uno de tantos miércoles llegó a Macondo y almorzó en la casa el rechoncho y sonriente míster Herbert.
Nadie lo distinguió en la mesa mientras no se comió el primer racimo de bananos. Aureliano Segundo lo había encontrado por casualidad, protestando en español trabajoso porque no había un cuarto libre en el Hotel de Jacob, y como lo hacía con frecuencia con muchos forasteros se lo llevó a la casa. Tenía un negocio de globos cautivos, que había llevado por medio mundo con excelentes ganancias, pero no había conseguido elevar a nadie en Macondo porque consideraban ese invento como un retroceso, después de haber visto y probado las esteras voladoras de los gitanos. Se iba, pues, en el próximo tren. Cuando llevaron a la mesa el atigrado racimo de 93
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banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la primera fruta sin mucho entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba, saboreando, masticando, más bien con distracción de sabio que con deleite de buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le llevaran otro. Entonces sacó de la caja de herramientas que siempre llevaba consigo un pequeño estuche de aparatos ópticos. Con la incrédula atención de un comprador de diamantes examinó meticulosamente un banano seccionando sus partes con un estilete especial, pesándolas en un granatorio de farmacéutico y calculando su envergadura con un calibrador de armero. Luego sacó de la caja una serie de instrumentos con los cuales midió la temperatura, el grado de humedad de la atmósfera y la intensidad de la luz. Fue una ceremonia tan intrigante, que nadie comió tranquilo esperando que míster Herbert emitiera por fin un juicio revelador, pero no dijo nada que permitiera vislumbrar sus intenciones.
En los días siguientes se le vio con una malta y una canastilla cazando mariposas en los alrededores del pueblo. El miércoles llegó un grupo de ingenieros, agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares donde míster Herbert cazaba mariposas. Más tarde llegó el señor Jack Brown en un vagón suplementario que engancharon en la cola del tren amarillo, y que era todo laminado de plata, con poltronas de terciopelo episcopal y techo de vidrios azules. En el vagón especial llegaron también, revoloteando en torno al señor Brown, los solemnes abogados vestidos de negro que en otra época siguieron por todas partes al coronel Aureliano Buendía, y esto hizo pensar a la gente que los agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores, así como míster Herbert con sus globos cautivos y sus mariposas de colores, y el señor Brown con su mausoleo rodante y sus feroces perros alemanes, tenían algo que ver con la guerra. No hubo, sin embargo, mucho tiempo para pensarlo, porque los suspicaces habitantes de Macondo apenas empezaban a preguntarse qué cuernos era lo que estaba pasando, cuando ya el pueblo se había transformado en un campamento de casas de madera con techos de cinc, poblado por forasteros que llegaban de medio mundo en el tren, no sólo en los asientos y plataformas, sino hasta en el techo de los vagones. Los gringos, que después llevaron mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y codornices. El sector estaba cercado por una malta metálica, como un gigantesco gallinero electrificado que en los frescos meses del verano amanecía negro de golondrinas achicharradas.
Nadie sabía aún qué era lo que buscaban, o si en verdad no eran más que filántropos, y ya habían ocasionado un trastorno colosal, mucho más perturbador que el de los antiguos gitanos, pero menos transitorio y comprensible. Dotados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes hela das en el otro extremo de la población, detrás del cementerio. Fue en esa ocasión cuando construyeron una fortaleza de hormigón sobre la descolorida tumba de José Arcadio, para que el olor a pólvora del cadáver no contaminara las aguas. Para los forasteros que llegaban sin amor, convirtieron la calle de las cariñosas matronas de Francia en un pueblo más extenso que el otro, y un miércoles de gloria llevaron un tren cargado de putas inverosímiles, hembras babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales, y provistas de toda clase de ungüentos y dispositivos para estimular a los inermes despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a los modestos escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios La Calle de los Turcos, enriquecida con luminosos almacenes de ultra marinos que desplazaron los viejos bazares de colorines bordoneaba la noche del sábado con las muchedumbres de aventureros que se atropellaban entre las mesas de suerte y azar los mostradores de tiro al blanco, el callejón donde se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas de fritangas y bebidas, que amanecían el domingo desparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran de borrachos felices y casi siempre de curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de la pelotera. Fue una invasión tan tumultuosa e intempestiva, que en los primeros tiempos fue imposible caminar por la calle con el estorbo de los muebles y los baúles, y el trajín de carpintería de quienes paraban sus casas en cualquier terreno pelado sin permiso de nadie, y el escándalo de las parejas que colgaban sus hamacas entre los almendros y hacían el amor bajo los toldos, a pleno día y a la vista de todo el mundo. El único rincón de serenidad fue establecido por los pacíficos negros antillanos que construyeron una calle marginal, con casas de madera sobre 94
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pilotes, en cuyos pórticos se sentaban al atardecer cantando himnos melancólicos en su farragoso papiamento. Tantos cambios ocurrieron en tan poco tiempo, que ocho meses después de la visita de míster Herbert los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo.
-Miren la vaina que nos hemos buscado solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-, no mas por invitar un gringo a comer guineo.
Aureliano Segundo, en cambio, no cabía de contento con la avalancha de forasteros. La casa se llenó de pronto de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos mundiales, y fue preciso agregar dormitorios en el patio, ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una de dieciséis puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun así hubo que establecer turnos para almorzar. Fernanda tuvo que atragantarse sus escrúpulos y atender como a reyes a invitados de la más perversa condición, que embarraban con sus botas el corredor, se orinaban en el jardín, extendían sus petates en cualquier parte para hacer la siesta, y hablaban sin fijarse en susceptibilidades de damas ni remilgos de caballeros. Amaranta se escandalizó de tal modo con la invasión de la plebe, que volvió a comer en la cocina como en los viejos tiempos. El coronel Aureliano Buendía, persuadido de que la mayoría de quienes entraban a saludarlo en el taller no lo hacían por simpatía o estimación, sino por la curiosidad de conocer una reliquia histórica, un fósil de museo, optó por encerrarse con tranca y no se le volvió a ver sino en muy escasas ocasiones sentado en la puerta de la calle. Úrsula, en cambio, aun en los tiempos en que ya arrastraba los pies y caminaba tanteando en las paredes, experimentaba un alborozo pueril cuando se aproximaba la llegada del tren. «Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a las cuatro cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la imperturbable dirección de Santa Sofía de la Piedad. «Hay que hacer de todo -insistía- porque nunca se sabe qué quieren comer los forasteros.» El tren llegaba a la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto de mercado, y los sudorosos comensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones, irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa, mientras las cocineras tropezaban entre sí con las enormes ollas de sopa, los calderos de carnes, las bangañas de legumbres, las bateas de arroz, y repartían con cucharones inagotables los toneles de limonada.
Era tal el desorden, que Fernanda se exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y en más de una ocasión quiso desahogarse en improperios de verdulera porque algún comensal confundido le pedía la cuenta. Había pasado más de un año desde la visita de míster Herbert, y lo único que se sabía era que Tos gringos pensaban sembrar banano en la región encantada que José Arcadio Buendía y sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos.
Otros dos hijos del coronel Aureliano Buendía, con su cruz de ceniza en la frente, llegaron arrastrados por aquel eructo volcánico, y justificaron su determinación con una frase que tal vez explicaba las razones de todos.
-Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene. Remedios, la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma decente de estar en casa. La molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza increíble y más provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos del coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un espanto olvidado. «Abre bien los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella hizo tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse en la cucaña, y estuvo a punto de ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro que se habían quedado vivían por disposición de Úrsula en cuartos de alquiler. Sin embargo, Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella 95
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precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino de hembra perturbadora era un desastre cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor, contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los forasteros.
Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y nadie podía entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que no era una criminal provocación el descaro con que se descubría 105 muslos para quitarse el calor, y el gusto con que se chupaba Tos dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro de la familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que Remedios, la bella, soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias horas después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor, probados en el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una ansiedad semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visitas, en cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el tiempo transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que los forasteros identificaban de inmediato. Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras se hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se movía, del insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias.
Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con Amaranta en la cocina para que no la vieran los forasteros, ella se sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el día, y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba hasta dos horas completamente desnuda en el baño, matando alacranes mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una merecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito solitario carecía de toda sensualidad, y era simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre.
Un día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin aliento ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.
-Cuidado -exclamó-. Se va a caer.
-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.