Le hizo falta un poco de tiempo para convencerla de tan peregrino expediente, pero cuando por fin lo consiguió, mediante pruebas que parecieron irrefutables, la única promesa que le impuso Fernanda fue que no se dejara sorprender por la muerte en la cama de su concubina. Así continuaron viviendo los tres, sin estorbarse, Aureliano Segundo puntual y cariñoso con ambas, Petra Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la verdad.
El pacto no logró, sin embargo, que Fernanda se incorporara a la familia. En vano insistió Úrsula para que tirara la golilla de lana con que se levantaba cuando había hecho el amor, y que provocaba los cuchicheos de los vecinos. No logró convencerla de que utilizara el baño, o el beque nocturno, y de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la convirtiera en pescaditos. Amaranta se sintió tan incómoda con su dicción viciosa, y con su hábito 87
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de usar un eufemismo para designar cada cosa, que siempre hablaba delante de ella en jerigonza.
-Esfetafa -decía- esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa mifierfedafa.
Un día, irritada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía Amaranta, y ella no usó eufemismos para contestarle.
-Digo -dijo- que tú eres de las que confunden el culo con las témporas.
Desde aquel día no volvieron a dirigirse la palabra. Cuando las obligaban las circunstancias, se mandaban recados, o se decían las cosas indirectamente. A pesar de la visible hostilidad la familia, Fernanda no renunció a la voluntad de imponer los hábitos de sus mayores. Terminó con la costumbre de comer en la cocina, y cuando cada quien tenía hambre, e impuso la obligación de hacerlo a horas exactas en la mesa grande del comedor arreglada con manteles de lino, y con los candelabros y el servicio de plata. La solemnidad de un acto que Úrsula había considerado siempre como el más sencillo de la vida cotidiana creó un ambiente de estiramiento contra el cual se reveló primero que nadie el callado José Arcadio Segundo. Pero la costumbre se impuso, así como la de rezar el rosario antes de la cena, y llamó tanto la atención de los vecinos, que muy pronto circuló el rumor de que los Buendía no se sentaban a la mesa como los otros mortales, sino que habían convertido el acto de comer en una misa mayor. Hasta las supersticiones de Úrsula, surgidas más bien de la inspiración momentánea que de la tradición, entraron en conflicto con las que Fernanda heredó de sus padres, y que estaban perfectamente definidas y catalogadas para cada ocasión. Mientras Úrsula disfrutó del dominio pleno de sus facultades, subsistieron algunos de los antiguos hábitos y la vida de la familia conservó una cierta influencia de sus corazonadas, pero cuando perdió la vista y el peso de los años la relegó a un rincón, el círculo de rigidez iniciado por Fernanda desde el momento en que llegó terminó por cerrarse completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia. El negocio de repostería y animalitos de caramelo, que Santa Sofía de la Piedad mantenía por voluntad de Úrsula, era considerado por Fernanda como una actividad indigna, y no tardó en liquidarlo. Las puertas de la casa, abiertas de par en par desde el amanecer hasta la hora de acostarse, fueron cerradas durante la siesta, con el pretexto de que el sol recalentaba los dormitorios, y finalmente se cerraron para siempre. El ramo de sábila y el pan que estaban colgados en el dintel desde los tiempos de la fundación fueron reemplazados por un nicho del Corazón de Jesús. El coronel Aureliano Buendía alcanzó a darse cuenta de aquellos cambios y previó sus consecuencias. «Nos estamos volviendo gente fina -protestaba-. A este paso, terminaremos peleando otra vez contra el régimen conservador, pero ahora para poner un rey en su lugar.» Fernanda, con muy buen tacto, se cuidó de no tropezar con él. Le molestaba íntimamente su espíritu independiente, su resistencia a toda forma de rigidez social. La exasperaban sus tazones de café a las cinco, el desorden de su taller, su manta deshilachada y su costumbre de sentarse en la puerta de la calle al atardecer. Pero tuvo que permitir esa pieza suelta del mecanismo familiar, porque tenía la certidumbre de que el viejo coronel era un animal apaciguado por los años y la desilusión, que en un arranque de rebeldía senil podría desarraigar los cimientos de la casa. Cuando su esposo decidió ponerle al primer hijo el nombre del bisabuelo, ella no se atrevió a oponerse, porque sólo tenía un año de haber llegado. Pero cuando nació la primera hija expresó sin reservas su determinación de que se llamara Renata, como su madre. Úrsula había resuelto que se llamara Remedios. Al cabo de una tensa controversia, en la que Aureliano Segundo actuó como mediador divertido, la bautizaron con el nombre de Renata Remedios, pero Fernanda la siguió llamando Renata a secas, mientras la familia de su marido y todo el pueblo siguieron llamándola Meme, diminutivo de Remedios.
Al principio, Fernanda no hablaba de su familia, pero con el tiempo empezó a idealizar a su padre. Hablaba de él en la mesa como un ser excepcional que había renunciado a toda forma de vanidad, y se estaba convirtiendo en santo. Aureliano Segundo, asombrado de la intempestiva magnificación del suegro, no resistía a la tentación de hacer pequeñas burlas a espaldas de su esposa. El resto de la familia siguió el ejemplo. La propia Úrsula, que era en extremo celosa de la armonía familiar y que sufría en secreto con las fricciones domésticas, se permitió decir alguna vez que el pequeño tataranieto tenía asegurado su porvenir pontifical, porque era «nieto de santo e hijo de reina y de cuatrero». A pesar de aquella sonriente conspiración, los niños se acostumbraron a pensar en el abuelo como en un ser legendario, que les transcribía versos piadosos en las cartas y les mandaba en cada Navidad un cajón de regalos que apenas si cabía 88
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por la puerta de la calle. Eran, en realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial. Con ellos se construyó en el dormitorio de los niños un altar con santos de tamaño natural, cuyos ojos de vidrio les imprimían una inquietante apariencia de vida y cuyas ropas de paño artísticamente bordadas eran mejores que las usadas jamás por ningún habitante de Macondo. Poco a poco, el esplendor funerario de la antigua y helada mansión se fue trasladando a la luminosa casa de los Buendía. «Ya nos han mandado todo el cementerio familiar -comentó Aureliano Segundo en cierta ocasión-. Sólo faltan los sauces y las losas sepulcrales.» Aunque en los cajones no llegó nunca nada que sirviera a los niños para jugar, éstos pasaban el año esperando a diciembre, porque al fin y al cabo los anticuados y siempre imprevisibles regalos constituían una novedad en la casa.
En la décima Navidad, cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viajar al seminario, llegó con más anticipación que en los años anteriores el enorme cajón del abuelo, muy bien clavado e impermeabilizado con brea, y dirigido con el habitual letrero de caracteres góticos a la muy distinguida señora doña Fernanda del Carpio de Buendía. Mientras ella leía la carta en el dormitorio, los niños se apresuraron a abrir la caja. Ayudados como de costumbre por Aureliano Segundo, rasparon los sellos de brea, desclavaron la tapa, sacaron el aserrín protector, y encontraron dentro un largo cofre de plomo cerrado con pernos de cobre. Aureliano Segundo quitó los ocho pernos, ante la impaciencia de los niños, y apenas tuvo tiempo de lanzar un grito y hacerlos a un lado, cuando levantó la plataforma de plomo y vio a don Fernando vestido de negro y con un crucifijo en el pecho, con la piel reventada en eructos pestilentes y cocinándose a fuego lento en un espumoso y borboritante caldo de perlas vivas.
Poco después del nacimiento de la niña, se anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia.
Fue una determinación tan inconsecuente con la política oficial, que el coronel se pronunció violentamente contra ella y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que oigo la palabra jubileo -
decía-. Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla.» El estrecho taller de orfebrería se llenó de emisarios. Volvieron, mucho más viejos y mucho más solemnes, los abogados de trajes oscuros que en otro tiempo revolotearon como cuervos en torno al coronel.
Cuando éste los vio aparecer, como en otro tiempo llegaban a empantanar la guerra, no pudo soportar el cinismo de sus panegíricos. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue la noticia de que el propio presidente de la república pensaba asistir a los actos de Macondo para imponerle la Orden del Mérito. El coronel Aureliano Buendía le mandó a decir, palabra por palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella tardía pero merecida ocasión de darle un tiro no para cobrarle las arbitrariedades y anacronismos de su régimen, sino por faltarle el respeto a un viejo que no le hacía mal a nadie. Fue tal la vehemencia con que pronunció la amenaza, que el presidente de la república canceló el viaje a última hora y le mandó la condecoración con un representante personal. El coronel Gerineldo Márquez, asediado por presiones de toda índole, abandonó su lecho de paralítico para persuadir a su antiguo compañero de armas. Cuando éste vio aparecer el mecedor cargado por cuatro hombres y vio sentado en él, entre grandes almohadas, al amigo que compartió sus Victorias e infortunios desde la juventud, no dudó un solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero cuando conoció el verdadero propósito de su visita, lo hizo sacar del taller.
-Demasiado tarde me convenzo -le dijo- que te habría hecho un gran favor si te hubiera dejado fusilar.
De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los miembros de la familia.
Fue una casualidad que coincidiera con la semana de carnaval, pero nadie logró quitarle al coronel Aureliano Buendía la empecinada idea de que también aquella coincidencia había sido prevista por el gobierno para recalcar la crueldad de la burla. Desde el taller solitario oyó las músicas marciales, la artillería de aparato, las campanas del Te Deum, y algunas frases de los discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron la calle con su nombre. Los ojos se le humedecieron de indignación, de rabiosa impotencia, y por primera vez desde la derrota se dolió de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el último vestigio del régimen conservador. No se habían extinguido los ecos del homenaje, cuando Úrsula llamó a la puerta del taller.
-No me molesten -dijo él-. Estoy ocupado.
-Abre -insistió Úrsula con voz cotidiana-. Esto no tiene nada que ver con la fiesta.
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Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de los más variados aspectos, de todos los tipos y colores, pero todos con un aire solitario que habría bastado para identificarlos en cualquier lugar de la tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse de acuerdo, sin conocerse entre sí, habían llegado desde los más apartados rincones del litoral cautivados por el ruido del jubileo. Todos llevaban con orgullo el nombre de Aureliano, y el apellido de su madre. Durante los tres días que permanecieron en la casa, para satisfacción de Úrsula y escándalo de Fernanda, ocasionaron trastornos de guerra. Amaranta buscó entre antiguos papeles la libreta de cuentas donde Úrsula había apuntado los nombres y las fechas de nacimiento y bautismo de todos, y agregó frente al espacio correspondiente a cada uno el domicilio actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años de guerra.
Habrían podido reconstruirse con ella los itinerarios nocturnos del coronel, desde la madrugada en que salió de Macondo al frente de veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que regresó por última vez envuelto en la manta acartonada de sangre. Aureliano Segundo no des-perdició la ocasión de festejar a los primos con una estruendosa parranda de champaña y acordeón, que se interpretó como un atrasado ajuste de cuentas con el carnaval malogrado por el jubileo. Hicieron añicos media vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para subirse a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda, pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto de buena salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con desconfianza y hasta puso en duda la filiación de algunos, se divirtió con sus locuras, y antes de que se fueran le regaló a cada uno un pescadito de oro. Hasta el esquivo José Arcadio Segundo les ofreció una tarde de gallos, que estuvo a punto de terminar en tragedia, porque varios de los Aurelianos eran tan duchos en componendas de galleras que descubrieron al primer golpe de vista las triquiñuelas del padre Antonio Isabel Aureliano Segundo, que vio las ilimitadas perspectivas de parranda que ofrecía aquella desaforada parentela, decidió que todos se quedaran a trabajar con él. El único que acepto fue Aureliano Triste, un mulato grande con los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo, que ya había probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte Los otros, aunque todavía estaban solteros, consideraban resuelto su destino. Todos eran artesanos hábiles, hombres de su casa gente de paz. El miércoles de ceniza, antes de que volvieran a dispersarse en el litoral, Amaranta consiguió que se pusieran ropas dominicales y la acompañaran a la iglesia Mas divertidos que piadosos, se dejaron conducir hasta el comulgatorio donde el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza De regreso a casa, cuando el menor quiso limpiarse la frente descubrió que la mancha era indeleble, y que lo eran también las de sus hermanos. Probaron con agua y jabón con tierra y estropajo, y por último con piedra pómez y lejía y no con siguieron borrarse la cruz. En cambio, Amaranta y los demás que fueron a misa se la quitaron sin dificultad. «Así van mejor -los despidió Úrsula-. De ahora en adelante nadie podrá confundirlos.» Se fueron en tropel, precedidos por la banda de músicos y reventando cohetes, y dejaron en el pueblo la impresión de que la estirpe de los Buendía tenía semillas para muchos siglos. Aureliano Triste, con su cruz de ceniza en la frente, instaló en las afueras del pueblo la fábrica de hielo con que soñó José Arcadio Buendía en sus delirios de inventor.
Meses después de su llegada, cuando ya era conocido y apreciado, Aureliano Triste andaba buscando una casa para llevar a su madre y a una hermana soltera (que no era hija del coronel) y se interesó por el caserón decrépito que parecía abandonado en una esquina de la plaza.
Preguntó quién era el dueño. Alguien le dijo que era una casa de nadie, donde en otro tiempo vivió una viuda solitaria que se alimentaba de tierra y cal de las paredes, y que en sus últimos años sólo se le vio dos veces en la calle con un sombrero de minúsculas flores artificiales y unos zapatos color de plata antigua, cuando atravesó la plaza hasta la oficina de correos para mandarle cartas al obispo. Le dijeron que su única compañera fue una sirvienta desalmada que mataba perros y gatos y cuanto animal penetraba a la casa, y echaba los cadáveres en mitad de la calle para fregar al pueblo con la hedentina de la putrefacción. Había pasado tanto tiempo desde que el sol momificó el pellejo vacío del último animal, que todo el mundo daba por sentado que la dueña de casa y la sirvienta habían muerto mucho antes de que terminaran las guerras, y que si todavía la casa estaba en pie era porque no habían tenido en años recientes un invierno riguroso o un viento demoledor. Los goznes desmigajados por el óxido, las puertas apenas sostenidas por cúmulos de telaraña, las ventanas soldadas por la humedad y el piso roto por la 90
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hierba y las flores silvestres, en cuyas grietas anidaban los lagartos y toda clase de sabandijas, parecían confirmar la versión de que allí no había estado un ser humano por lo menos en medio siglo. Al impulsivo Aureliano Triste no le hacían falta tantas pruebas para proceder. Empujó con el hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el umbral, esperando que se desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad.
Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.
-Perdone -murmuro.
Ella permaneció inmóvil en el centro de la sala atiborrada de cachivaches, examinando palmo a palmo al gigante de espaldas cuadradas con un tatuaje de ceniza en la frente, y a través de la neblina del polvo lo vio en la neblina de otro tiempo, con una escopeta de dos cañones terciada a la espalda y no sartal de conejos en la mano.
-¡Por el amor de Dios -exclamó en voz baja-, no es justo que ahora me vengan con este recuerdo!
-Quiero alquilar la casa -dijo Aureliano Triste.
La mujer levantó entonces la pistola, apuntando con pulso firme la cruz de ceniza, y montó el gatillo con una determinación inapelable.
-Váyase -ordenó.