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ayuda de un diccionario de pecados. Fue una lista tan larga, que el anciano párroco, acostumbrado a acostarse a las seis, se quedó dormido en el sillón antes de terminar. El interrogatorio fue para José Arcadio Segundo una revelación. No le sorprendió que el padre le preguntara si había hecho cosas malas con mujer, y contestó honradamente que no, pero se desconcertó con la pregunta de si las había hecho con animales. El primer viernes de mayo co-mulgó torturado por la curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el enfermo sacristán que vivía en la torre y que según decían se alimentaba de murciélagos, y Petronio le constó: «Es que hay cristianos corrompidos que hacen sus cosas con las burras.» José Arcadio Segundo siguió demostrando tanta curiosidad, pidió tantas explicaciones, que Petronio perdió la paciencia.

-Yo voy los martes en la noche -confesó-. Si prometes no decírselo a nadie, el otro martes te llevo.

El martes siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un banquito de madera que nadie supo hasta entonces para qué servía, y llevó a José Arcadio Segundo a una huerta cercana. El muchacho se aficionó tanto a aquellas incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo antes de que se le viera en la tienda de Catarino. Se hizo hombre de gallos. «Te llevas esos animales a otra parte -le ordenó Úrsula la primera vez que lo vio entrar con sus finos animales de pelea-. Ya los gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa para que ahora vengas tú a traernos otras.» José Arcadio Segundo se los llevó sin discusión, pero siguió criándolos donde Pilar Ternera, su abuela, que puso a su disposición cuanto le hacía falta, a cambio de tenerlo en la casa. Pronto demostró en la gallera la sabiduría que le infundió el padre Antonio Isabel, y dispuso de suficiente dinero no sólo para enriquecer sus crías, sino para procurarse satisfacciones de hombre. Úrsula lo comparaba en aquel tiempo con su hermano y no podía entender cómo los dos gemelos que parecieron una sola persona en la infancia habían terminado por ser tan distintos. La perplejidad no le duró mucho tiempo, porque muy pronto empezó Aureliano Segundo a dar muestras de holgazanería y disipación. Mientras estuvo encerrado en el cuarto de Melquíades fue un hombre ensimismado, como lo fue el coronel Aureliano Buendía en su juventud. Pero poco antes del tratado de Neerlandia una casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo enfrentó a la realidad del mundo. Una mujer joven, que andaba vendiendo números para la rifa de un acordeón, lo saludó con mucha familiaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría con frecuencia que lo confundieran con su hermano. Pero no aclaró el equívoco, ni siquiera cuando la muchacha trató de ablandarle el corazón con lloriqueos, y terminó por llevarlo a su cuarto. Le tomó tanto cariño desde aquel primer encuentro, que hizo trampas en la rifa para que él se ganara el acordeón. Al cabo de dos semanas, Aureliano Segundo se dio cuenta de que la mujer se había estado acostando alternativamente con él y con su hermano, creyendo que eran el mismo hombre, y en vez de aclarar la situación se las arregló para prolongarla. No volvió al cuarto de Melquiades. Pasaba las tardes en el patio, aprendiendo a tocar de oídas el acordeón, contra las protestas de Úrsula que en aquel tiempo había prohibido la música en la casa a causa de los lutos, y que además menospreciaba el acordeón como un instrumento propio de los vagabundos herederos de Francisco el Hombre. Sin embargo, Aureliano Segundo llegó a ser un virtuoso del acordeón y siguió siéndolo después de que se casó y tuvo hijos y fue uno de los hombres más respetados de Macondo.

Durante casi dos meses compartió la mujer con su hermano. Lo vigilaba, le descomponía los planes, y cuando estaba seguro de que José Arcadio Segundo no visitaría esa noche la amante común, se iba a dormir con ella. Una mañana descubrió que estaba enfermo. Dos días después encontró a su hermano aferrado a una viga del baño empapado en sudor y llorando a lágrima viva, y entonces comprendió. Su hermano le confesó que la mujer lo había repudiado por llevarle lo que ella llamaba una enfermedad de la mala vida. Le contó también cómo trataba de curarlo Pilar Ternera. Aureliano Segundo se sometió a escondidas a los ardientes lavados de permanganato y las aguas diuréticas, y ambos se curaron por separado después de tres meses de sufrimientos secretos. José Arcadio Segundo no volvió a ver a la mujer. Aureliano Segundo obtuvo su perdón y se quedó con ella hasta la muerte.

Se llamaba Petra Cotes. Había llegado a Macondo en plena guerra, con un marido ocasional que vivía de las rifas, y cuando el hombre murió, ella siguió con el negocio. Era una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor. Cuando Úrsula se dio cuenta de que José Arcadio Segundo era gallero y Aureliano Segundo tocaba el acordeón en las fiestas ruidosas de su concubina, creyó enloquecer de confusión. Era como si en ambos se 78

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hubieran concentrado los defectos de la familia y ninguna de sus virtudes. Entonces decidió que nadie volviera a llamarse Aureliano y José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo su primer hijo, no se atrevió a contrariarlo.

-De acuerdo -dijo Úrsula-, pero con una condición: yo me encargo de criarlo.

Aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad del carácter y el equilibrio mental. Nadie mejor que ella para formar al hombre virtuoso que había de restaurar el prestigio de la familia, un hombre que nunca hubiera oído hablar de la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes, cuatro calamidades que, según pensaba Úrsula, habían determinado la decadencia de su estirpe.

«Éste será cura -prometió solemnemente-. Y si Dios me da vida, ha de llegar a ser Papa.»

Todos rieron al oírla, no sólo en el dormitorio, sino en toda la casa, donde estaban reunidos los bulliciosos amigotes de Aureliano Segundo. La guerra, relegada al desván de los malos recuerdos, fue momentáneamente evocada con los taponazos del champaña.

-A la salud del Papa -brindó Aureliano Segundo.

Los invitados brindaron a coro. Luego el dueño de casa tocó el acordeón, se reventaron cohetes y se ordenaron tambores de júbilo para el pueblo. En la madrugada, los invitados ensopados en champaña sacrificaron seis vacas y las pusieron en la calle a disposición de la muchedumbre. Nadie se escandalizó. Desde que Aureliano Segundo se hizo cargo de la casa, aquellas festividades eran cosa corriente, aunque no existiera un motivo tan justo como el nacimiento de un Papa. En pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes de suerte, había acumulado una de las más grandes fortunas de la ciénaga, gracias a la proliferación sobrenatural de sus animales. Sus yeguas parían trillizos, las gallinas ponían dos veces al día, y los cerdos engordaban con tal desenfreno, que nadie podía explicarse tan desordenada fecundidad, como no fuera por artes de magia. «Economiza ahora -le decía Úrsula a su atolondrado bisnieto-. Esta suerte no te va a durar toda la vida. » Pero Aureliano Segundo no le ponía atención. Mientras más destapaba champaña para ensopar a sus amigos, más alocadamente parían sus animales, y más se convencía él de que su buena estrella no era cosa de su conducta sino influencia de Petra Cotes, su concubina, cuyo amor tenía la virtud de exasperar a la naturaleza. Tan persuadido estaba de que era ese el origen de su fortuna, que nunca tuvo a Petra Cotes lejos de sus crías, y aun cuando se casó y tuvo hijos, siguió viviendo con ella con el consentimiento de Fernanda.

Sólido, monumental como sus abuelos, pero con un gozo vital y una simpatía irresistible que ellos no tuvieron, Aureliano Segundo apenas si tenía tiempo de vigilar sus ganados. Le bastaba con llevar a Petra Cotes a sus criaderos, y pasearla a caballo por sus tierras, para que todo animal marcado con su hierro sucumbiera a la peste irremediable de la proliferación.

Como todas las cosas buenas que les ocurrieron en su larga vida, aquella fortuna desmandada tuvo origen en la casualidad. Hasta el final de las guerras, Petra Cotes seguía sosteniéndose con el producto de sus rifas, y Aureliano Segundo se las arreglaba para saquear de vez en cuando las alcancías de Úrsula. Formaban una pareja frívola, sin más preocupaciones que la de acostarse todas las noches, aun en las fechas prohibidas, y retozar en la cama hasta el amanecer. «Esa mujer ha sido tu perdición -le gritaba Úrsula al bisnieto cuando lo veía entrar a la casa como un sonámbulo-. Te tiene tan embobado, que un día de estos te veré retorciéndote de cólicos, con un sapo metido en la barriga.» José Arcadio Segundo, que demoró mucho tiempo para descubrir la suplantación, no lograba entender la pasión de su hermano. Recordaba a Petra Cotes como una mujer convencional, más bien perezosa en la cama, y completamente desprovista de recursos para el amor. Sordo al clamor de Úrsula y a las burlas de su hermano, Aureliano Segundo sólo pensaba entonces en encontrar un oficio que le permitiera sostener una casa para Petra Cotes, y morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero febril. Cuando el coronel Aureliano Buendía volvió a abrir el taller, seducido al fin por los encantos pacíficos de la vejez, Aureliano Segundo pensó que sería un buen negocio dedicarse a la fabricación de pescaditos de oro. Pasó muchas horas en el cuartito caluroso viendo cómo las duras láminas de metal, trabajadas por el coronel con la paciencia inconcebible del desengaño, se iban convirtiendo poco a poco en escamas doradas. El oficio le pareció tan laborioso, y era tan persistente y apremiante el recuerdo de Petra Cotes, que al cabo de tres semanas desapareció del taller. Fue en esa época que le dio a Petra Cotes por rifar conejos. Se reproducían y se volvían adultos con tanta rapidez, que apenas daban tiempo para vender los números de la rifa. Al principio, Aureliano Segundo no advirtió las alarmantes proporciones de la proliferación. Pero una noche, cuando ya nadie en el 79

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pueblo quería oír hablar de las rifas de conejos, sintió un estruendo en la pared del patio. «No te asustes -dijo Petra Cotes-. Son los conejos.» No pudieron dormir más, atormentados por el tráfago de los animales. Al amanecer, Aureliano Segundo abrió la puerta y vio el patio empedrado de conejos, azules en el resplandor del alba. Petra Cotes, muerta de risa, no resistió la tentación de hacerle una broma.

-Estos son los que nacieron anoche -dijo.

-¡Qué horror! -dijo él-. ¿Por qué no pruebas con vacas? Pocos días después, tratando de desahogar su patio, Petra Cotes cambió los conejos por una vaca, que dos meses más tarde parió trillizos. Así empezaron las cosas. De la noche a la mañana, Aureliano Segundo se hizo dueño de tierras y ganados, y apenas si tenía tiempo de ensanchar las caballerizas y pocilgas desbordadas.

Era una prosperidad de delirio que a él mismo le causaba risa, y no podía menos que asumir actitudes extravagantes para descargar su buen humor. «Apártense, vacas, que la vida es corta», gritaba. Úrsula se preguntaba en qué enredos se había metido, si no estaría robando, si no había terminado por volverse cuatrero, y cada vez que lo veía destapando champaña por el puro placer de echarse la espuma en la cabeza, le reprochaba a gritos el desperdicio. Lo molestó tanto, que un día en que Aureliano Segundo amaneció con el humor rebosado, apareció con un cajón de dinero, una lata de engrudo y una brocha, y cantando a voz en cuello las viejas canciones de Francisco el Hombre, empapeló la casa por dentro y por fuera, y de arriba abajo, con billetes de a peso. La antigua mansión, pintada de blanco desde los tiempos en que llevaron la pianola, adquirió el aspecto equivoco de una mezquita. En medio del alboroto de la familia, del escándalo de Úrsula, del júbilo del pueblo que abarrotó la calle para presenciar la glorificación del despilfarro, Aureliano Segundo terminó por empapelar desde la fachada hasta la cocina, inclusive los baños y dormitorios y arrojó los billetes sobrantes en el patio.

-Ahora -dijo finalmente- espero que nadie en esta casa me vuelva a hablar de plata.

Así fue. Úrsula hizo quitar los billetes adheridos a las grandes tortas de cal, y volvió a pintar la casa de blanco. «Dios mío -suplicaba-. Haznos tan pobres como éramos cuando fundamos este pueblo, no sea que en la otra vida nos vayas a cobrar esta dilapidación.» Sus súplicas fueron escuchadas en sentido contrario. En efecto, uno de los trabajadores que desprendía los billetes tropezó por descuido con un enorme San José de yeso que alguien había dejado en la casa en los últimos años de la guerra, y la imagen hueca se despedazó contra el suelo. Estaba atiborrada de monedas de oro. Nadie recordaba quién había llevado aquel santo de tamaño natural. «Lo trajeron tres hombres -explicó Amaranta-. Me pidieron que lo guardáramos mientras pasaba la lluvia, y yo les dije que lo pusieran ahí, en el rincón, donde nadie fuera a tropezar con él, y ahí lo pusieron con mucho cuidado, y ahí ha estado desde entonces, porque nunca volvieron a buscarlo.» En los últimos tiempos, Ursula le había puesto velas y se había postrado ante él, sin sospechar que en lugar de un santo estaba adorando casi doscientos kilogramos de oro. La tardía comprobación de su involuntario paganismo agravó su desconsuelo. Escupió el espectacular montón de monedas, lo metió en tres sacos de lona, y lo enterró en un lugar secreto, en espera de que tarde o temprano los tres desconocidos fueran a reclamaría. Mucho después, en los años difíciles de su decrepitud, Úrsula solía intervenir en las conversaciones de los numerosos viajeros que entonces pasaban por la casa, y les preguntaba si durante la guerra no habían dejado allí un San José de yeso para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia.

Estas cosas, que tanto consternaban a Úrsula, eran corrientes en aquel tiempo. Macondo naufragaba en una prosperidad de milagro. Las casas de barro y cañabrava de los fundadores habían sido reemplazadas por construcciones de ladrillo, con persianas de madera y pisos de cemento, que hacían más llevadero el calor sofocante de las dos de la tarde. De la antigua aldea de José Arcadio Buendía sólo quedaban entonces los almendros polvorientos destinados a resistir a las circunstancias más arduas y el río de aguas diáfanas cuyas piedras prehistóricas fueron pulverizadas por las enloquecidas almádenas de José Arcadio Segundo, cuando se empeñó en despejar el cauce para establecer un servicio de navegación. Fue un sueño delirante, comparable apenas a los de su bisabuelo, porque el lecho pedregoso y los numerosos tropiezos de la corriente impedían el tránsito desde Macondo hasta el mar. Pero José Arcadio Segundo, en un imprevisto arranque de temeridad, se empecinó en el proyecto. Hasta entonces no había dado ninguna muestra de imaginación. Salvo su precaria aventura con Petra Cotes, nunca se le había conocido mujer. Úrsula lo tenía como el ejemplar más apagado que había dado la familia en toda su historia, incapaz de destacarse ni siquiera como alborotador de galleras, cuando el coronel Aureliano Buendía le contó la historia del galeón español encallado a doce kilómetros del mar, 80

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cuyo costillar carbonizado vio él mismo durante la guerra. El relato, que a tanta gente durante tanto tiempo le pareció fantástico, fue una revelación para José Arcadio Segundo. Remató sus gallos al mejor postor, reclutó hombres y compró herramientas, y se empeñó en la descomunal empresa de romper piedras, excavar canales, despejar escollos y hasta emparejar cataratas. «Ya esto me lo sé de memoria -gritaba Úrsula-. Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio.» Cuando estimó que el río era navegable, José Arcadio Segundo hizo a su hermano una exposición pormenorizada de sus planes, y éste le dio el dinero que le hacía falta para su empresa. Desapareció por mucho tiempo. Se había dicho que su proyecto de comprar un barco no era más que una triquiñuela para alzarse con el dinero del hermano, cuando se divulgó la noticia de que una extraña nave se aproximaba al pueblo. Los habitantes de Macondo, que ya no recordaban las empresas colosales de José Arcadio Buendía, se precipitaron a la ribera y vieron con ojos pasmados de incredulidad la llegada del primer y último barco que atracó jamás en el pueblo. No era más que una balsa de troncos, arrastrada mediante gruesos cables por veinte hombres que caminaban por la ribera. En la proa, con un brillo de satisfacción en la mirada, José Arcadio Segundo dirigía la dispendiosa maniobra. Junto con él llegaba un grupo de matronas espléndidas que se protegían del sol abrasante con vistosas sombrillas y tenían en los hombros preciosos pañolones de seda, y ungüentos de colores en el rostro, flores naturales en el cabello, y serpientes de oro en los brazos y diamantes en los dientes. La balsa de troncos fue el único vehículo que José Arcadio Segundo pudo remontar hasta Macondo, y sólo por una vez, pero nunca reconoció el fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una victoria de la voluntad. Rindió cuentas escrupulosas a su hermano, y muy pronto volvió a hundirse en la rutina de los gallos. Lo único que quedó de aquella desventurada iniciativa fue el soplo de renovación que llevaron las matronas de Francia, cuyas artes magníficas cambiaron los métodos tradicionales del amor, y cuyo sentido del bienestar social arrasó con la anticuada tienda de Catarino y transformó la calle en un bazar de farolitos japoneses y organillos nostálgicos.

Fueron ellas las promotoras del carnaval sangriento que durante tres días hundió a Macondo en el delirio, y cuya única consecuencia perdurable fue haberle dado a Aureliano Segundo la oportunidad de conocer a Fernanda del Carpio.

Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante la belleza inquietante de la bisnieta, no pudo impedir la elección. Hasta entonces había conseguido que no saliera a la calle, como no fuera para ir a misa con Amaranta, pero la obligaba a cubrirse la cara con una mantilla negra. Los hombres menos piadosos, los que se disfrazaban de curas para decir misas sacrílegas en la tienda de Catarino, asistían a la iglesia con el único propósito de ver aunque fuera un instante el rostro de Remedios, la bella, de cuya hermosura legendaria se hablaba con un fervor sobrecogido en todo el ámbito de la ciénaga. Pasó mucho tiempo antes de que lo consiguieran, y más les hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la mayoría de ellos no pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un forastero, perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremedales de la abyección y la miseria, y años después fue despedazado por un tren nocturno cuando se quedó dormido sobre los rieles.

Desde el momento en que se le vio en la iglesia, con un vestido de pana verde y un chaleco bordado, nadie puso en duda que iba desde muy lejos, tal vez de una remota ciudad del exterior, atraído por la fascinación mágica de Remedios, la bella. Era tan hermoso, tan gallardo y reposado, de una prestancia tan bien llevada, que Pietro Crespi junto a él habría parecido un sietemesino, y muchas mujeres murmuraron entre sonrisas de despecho que era él quien verdaderamente merecía la mantilla. No alternó con nadie en Macondo. Aparecía al amanecer del domingo, como un príncipe de cuento, en un caballo con estribos de plata y gualdrapas de terciopelo, y abandonaba el pueblo después de la misa.

Era tal el poder de su presencia, que desde la primera vez que se le vio en la iglesia todo el mundo dio por sentado que entre él y Remedios, la bella, se había establecido un duelo callado y tenso, un pacto secreto, un desafío irrevocable cuya culminación no podía ser solamente el amor sino también la muerte. El sexto domingo, el caballero apareció con una rosa amarilla en la mano. Oyó la misa de pie, como lo hacía siempre, y al final se interpuso al paso de Remedios, la bella, y le ofreció la rosa solitaria. Ella la recibió con un gesto natural, como si hubiera estado preparada para aquel homenaje, y entonces se descubrió el rostro por un instante y dio las gracias con una sonrisa. Fue todo cuanto hizo. Pero no sólo para el caballero, sino para todos los hombres que tuvieron el desdichado privilegio de vivirlo, aquel fue un instante eterno.

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El caballero instalaba desde entonces la banda de música junto a la ventana de Remedios, la bella, y a veces hasta el amanecer. Aureliano Segundo fue el único que sintió por él una compasión cordial, y trató de quebrantar su perseverancia. «No pierda más el tiempo -le dijo una noche-. Las mujeres de esta casa son peores que las mulas.» Le ofreció su amistad, lo invitó a bañarse en champaña, trató de hacerle entender que las hembras de su familia tenían entrañas de pedernal, pero no consiguió vulnerar su obstinación. Exasperado por las interminables noches de música, el coronel Aureliano Buendía lo amenazó con curarle la aflicción a pistoletazos. Nada lo hizo desistir, salvo su propio y lamentable estado de desmoralización. De apuesto e impecable se hizo vil y harapiento. Se rumoraba que había abandonado poder y fortuna en su lejana nación, aunque en verdad no se conoció nunca su origen. Se volvió hombre de pleitos, pendenciero de cantina, y amaneció revolcado en sus propias excrecencias en la tienda de Catarino. Lo más triste de su drama era que Remedios, la bella, no se fijó en él ni siquiera cuando se presentaba a la iglesia vestido de príncipe. Recibió la rosa amarilla sin la menor malicia, más bien divertida por la extravagancia del gesto, y se levantó la mantilla para verle mejor la cara y no para mostrarle la suya.

En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de este mundo. Hasta muy avanzada la pubertad, Santa Sofía de la Piedad tuvo que bañarla y ponerle la ropa, y aun cuando pudo valerse por sí misma había que vigilarla para que no pintara animalitos en las paredes con una varita embadurnada de su propia caca. Llegó a los veinte años sin aprender a leer y escribir, sin servirse de los cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa, porque su naturaleza se resistía a cualquier clase de convencionalismos. Cuando el joven comandante de la guardia le declaró su amor, lo rechazó sencillamente porque la asombró frivolidad. «Fíjate qué simple es -le dijo a Amaranta-. Dice que se está muriendo por mi, como si yo fuera un cólico miserere.» Cuando en efecto lo encontraron muerto junto a su ventana, Remedios, la bella, confirmó su impresión inicial.

-Ya ven -comentó-. Era completamente simple. Parecía como si una lucidez penetrante le permitiera ver la realidad de las cosas más allá de cualquier formalismo. Ese era al menos el punto de vista del coronel Aureliano Buendía, para quien Remedios, la bella, no era en modo alguno retrasada mental, como se creía, sino todo lo contrario. «Es como si viniera de regreso de veinte años de guerra», solía decir. Úrsula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a salvo de cualquier contagio. Nunca le pasó por la cabeza la idea de que la eligieran reina de la belleza en el pandemónium de un carnaval. Pero Aureliano Segundo, embullado con la ventolera de disfrazarse de tigre, llevó al padre Antonio Isabel a la casa para que convenciera a Úrsula de que el carnaval no era una fiesta pagana, como ella decía, sino una tradición católica. Finalmente convencida, aunque a regañadientes, dio el consentimiento para la coronación.

La noticia de que Remedios Buendía iba a ser la soberana del festival, rebasó en pocas horas los límites de la ciénaga, llegó hasta lejanos territorios donde se ignoraba el inmenso prestigio de su belleza, y suscitó la inquietud de quienes todavía consideraban su apellido como un símbolo de la subversión. Era una inquietud infundada. Si alguien resultaba inofensivo en aquel tiempo, era el envejecido y desencantado coronel Aureliano Buendía, que poco a poco había ido perdiendo todo contacto con la realidad de la nación. Encerrado en su taller, su única relación con el resto del mundo era el comercio de pescaditos de oro. Uno de los antiguos soldados que vigilaron su casa en los primeros días de la paz, iba a venderlos a las poblaciones de la ciénaga, y regresaba cargado de monedas y de noticias. Que el gobierno conservador, decía, con el apoyo de los liberales, estaba reformando el calendario para que cada presidente estuviera cien años en el poder. Que por fin se había firmado el concordato con la Santa Sede, y que había venido desde Roma un cardenal con una corona de diamantes y en un trono de oro macizo, y que los ministros liberales se habían hecho retratar de rodillas en el acto de besarle el anillo. Que la corista principal de una compañía española, de paso por la capital, había sido secuestrada en su camerino por un grupo de enmascarados, y el domingo siguiente había bailado desnuda en la casa de verano del presidente de la república. «No me hables de política -le decía el coronel-.

Nuestro asunto es vender pescaditos.» El rumor público de que no quería saber nada de la situación del país porque se estaba enriqueciendo con su taller, provocó las risas de Úrsula 82

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