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Zafón

La

sombra

del

viento

tuvo en pie. Una vez las palabras de la criada empezaron a ser ininteligibles, el librero se sirvió una copa para él y la apuró de un trago.

—Lo siento. No sabía adónde ir... —empecé.

—Tranquilo. Has hecho bien. Soldevila es el mejor traumatólogo de Barcelona —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

—Gracias —murmuré.

Barceló suspiró y me sirvió un buen trago de brandy en un vaso. Decliné su ofrecimiento, que pasó a las manos de la Bernarda en cuyos labios desapareció por ensalmo.

—Haz el favor de darte una ducha y ponerte algo de ropa limpia —indicó Barceló—. Si vuelves a tu casa con esas pintas, matarás a tu padre del susto.

—No hace falta... estoy bien —dije.

—Pues entonces deja de temblar. Anda, ve, puedes usar mi baño, que tiene termo. Ya sabes el camino. Yo entretanto voy a llamar a tu padre y le diré que, bueno, no sé qué le diré. Algo se me ocurrirá.

Asentí.

—Ésta sigue siendo tu casa, Daniel —dijo Barceló mientras me alejaba por el pasillo—. Se te ha echado de menos.

Fui capaz de encontrar el baño de Gustavo Barceló, pero no el interruptor de la luz. Pensándolo bien, me dije, prefiero ducharme en la penumbra. Me despojé de mi ropa manchada de sangre y mugre y me aupé a la bañera imperial de Gustavo Barceló. Una tiniebla perlada se filtraba por el ventanal que daba al patio interno de la finca, sugiriendo los perfiles de la estancia y el juego de baldosas esmaltadas del suelo y las paredes. El agua salía ardiendo y con una presión que, comparada con la modestia de nuestro baño en la calle Santa Ana, me pareció digna de hoteles de lujo en los que nunca había puesto los pies.

Permanecí varios minutos bajo los haces de vapor de la ducha, inmóvil.

El eco de los golpes cayendo sobre Fermín seguía martilleándome en los oídos. No podía quitarme de la cabeza las palabras de Fumero, ni el rostro de aquel policía que me había sujetado, probablemente para protegerme. Al rato advertí que el agua empezaba a enfriarse y supuse que estaba agotando la reserva del termo de mi anfitrión. Apuré hasta la última gota de agua tibia y cerré el paso. El vapor ascendía de mi piel como hilos de seda. A través de la cortina de la ducha adiviné una silueta inmóvil frente a la puerta. Su mirada vacía brillaba como la de un gato.

—Puedes salir sin miedo, Daniel. Pese a todas mis maldades, sigo sin poder verte.

—Hola, Clara.

Tendió una toalla limpia hacia mí. Alargué el brazo y la cogí. Me envolví en ella con pudor de colegiala e incluso en la penumbra vaporosa pude ver que Clara sonreía, adivinando mis movimientos.

—No te he oído entrar.

—No he llamado. ¿Por qué te duchas a oscuras?

—¿Cómo sabes que la luz no está encendida?

—El zumbido de la bombilla —dijo—. Nunca volviste a despedirte.

Sí que volví, pensé, pero estabas muy ocupada. Las palabras se me murieron en los labios, su rencor y amargura lejanos, ridículos de repente.

—Lo sé. Perdona.

Salí de la ducha y me planté sobre la alfombrilla de felpa. El halo de vapor ardía en motas de plata, la claridad del tragaluz un velo blanco sobre el rostro de Página 173 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Clara. No había cambiado un ápice de como yo la recordaba. Cuatro años de ausencia no me habían servido de casi nada.

—Te ha cambiado la voz —dijo—. ¿Has cambiado tú también, Daniel?

—Sigo siendo tan bobo como antes, si es lo que te intriga.

Y más cobarde, añadí para mis adentros. Ella conservaba aquella misma sonrisa rota que dolía incluso en la penumbra. Extendió la mano y, como aquella tarde ocho años atrás en la biblioteca del Ateneo, entendí al instante. Guié su mano hasta mi rostro húmedo y sentí sus dedos descubrirme de nuevo, sus labios dibujando palabras en silencio.

—Nunca quise hacerte daño, Daniel. Perdóname.

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