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Me subí al coche y el policía puso en marcha el motor.

—Enrique Palacios —dijo, ofreciéndome la mano.

No se la estreché.

—Si me deja en Colón, ya me sirve.

El coche arrancó de un tirón. Nos perdimos en la carretera y recorrimos un buen tramo sin despegar los labios.

—Quiero que sepas que siento mucho lo de la señora Monfort.

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En sus labios, aquellas palabras me parecieron una obscenidad, un insulto.

—Le agradezco que me salvase usted la vida el otro día, pero tengo que decirle que me importa una mierda lo que usted sienta, señor Enrique Palacios.

—Yo no soy, lo que tú piensas, Daniel. Me gustaría ayudarte.

—Si espera que le diga dónde está Fermín, ya me puede dejar aquí mismo...

—Me importa un comino dónde esté tu amigo. Ahora no estoy de servicio.

No dije nada.

—No confías en mí, y no te culpo. Pero al menos escúchame. Esto ya ha ido demasiado lejos. Esa mujer no tenía por qué morir. Te pido que dejes correr este asunto y que te olvides para siempre de ese hombre, de Carax.

—Habla usted como si lo que está pasando fuese voluntad mía. Yo sólo soy un espectador. La función se la montan entre su jefe y ustedes.

—Estoy harto de entierros, Daniel. No quiero tener que asistir al tuyo.

—Mejor, porque no está usted invitado.

—Hablo en serio.

—Y yo también. Hágame el favor de parar y dejarme aquí.

—En dos minutos estamos en Colón.

—Me da lo mismo. Este coche huele a muerto, como usted. Déjeme bajar.

Palacios aminoró la marcha y se detuvo en el arcén. Me bajé del coche y cerré con un portazo, evitando la mirada de Palacios. Esperé a que se alejase, pero el policía no se decidía a arrancar de nuevo. Me volví y vi que bajaba la ventanilla. Me pareció leer sinceridad, incluso dolor, en su rostro, pero me negué a darles crédito.

—Nuria Monfort murió en mis brazos, Daniel —dijo—. Creo que sus últimas palabras fueron un mensaje para ti.

—¿Qué dijo? —pregunté, la voz atenazada de frío—. ¿Menciono mi nombre?

—Deliraba, pero creo que se refería a ti. En algún momento dijo que hay peores cárceles que las palabras. Luego, antes de morir, me pidió que te dijese que la dejases marchar.

Le miré sin comprender.

—¿Que dejase marchar a quién?

—A una tal Penélope. Me imaginé que debía de ser tu novia.

Palacios bajó la mirada y partió con el crepúsculo. Me quedé mirando las luces del coche perderse en la tenebrosidad azul y escarlata, desconcertado. Al poco me en caminé de regreso al paseo de Colón, repitiéndome aquellas últimas palabras de Nuria Monfort sin encontrarles significado. Al llegar a la plaza del Portal de la Paz me detuve a contemplar los muelles junto al embarcadero de las golondrinas. Me senté en los peldaños que se perdían en las aguas turbias, en el mismo lugar donde, una noche ya perdida muchos años atrás, había visto por primera vez a Laín Coubert, el hombre sin rostro.

—Hay peores cárceles que las palabras —murmuré.

Sólo entonces comprendí que el mensaje de Nuria Monfort no iba destinado a mí. No era yo quien debía dejar escapar a Penélope. Sus últimas palabras no habían sido para un extraño, sino para el hombre que había amado en silencio durante quince años: Julián Carax.

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Llegué a la plaza de San Felipe Neri al caer la noche. El banco en el que había avistado a Nuria Monfort por primera vez yacía a los pies de una farola, vacío y tatuado a cortaplumas con nombres de enamorados, insultos y promesas.

Alcé la vista hasta las ventanas del hogar de Nuria Monfort en el tercer piso y advertí un reluz cobrizo, oscilante. Una vela.

Me adentré en la gruta de la portería oscura y ascendí la escalera a tientas.

Are sens