Le tomé la mano y la besé en la oscuridad.
—Perdóname tú a mí.
Todo asomo de melodrama se astilló en pedazos al asomarse la Bernarda a la puerta y, pese a estar prácticamente ebria, descubrirme desnudo, chorreando, sosteniendo la mano de Clara en los labios y con la luz apagada.
—Por el amor de Dios, señorito Daniel, qué poca vergüenza. Jesús, María y José. Es que hay quien no escarmienta...
La Bernarda se batió en retirada, azorada, y confié que cuando los efectos del brandy menguasen, el recuerdo de lo que había visto se desvaneciese de su mente como un retazo de sueño. Clara se retiró unos pasos y me tendió la ropa que sostenía bajo el brazo izquierdo.
—Mi tío me ha dado este traje suyo para que te lo pongas. Es de cuando él era joven. Dice que has crecido un montón y que ya te vendrá bien. Te dejo para que te vistas. No tenía que haber entrado sin llamar.
Tomé la muda que me ofrecía y procedí a enfundarme la ropa interior, tibia y perfumada, la camisa de algodón rosada, los calcetines, el chaleco, los pantalones y la americana. El espejo mostraba un vendedor a domicilio, desarmado de sonrisa.
Cuando regresé a la cocina, el doctor Soldevila había salido un instante de la habitación donde estaba atendiendo a Fermín para informar a la concurrencia de su estado.
—De momento, lo peor ha pasado —anunció—. No hay que preocuparse.
Estas cosas siempre parecen más graves de lo que son. Su amigo ha sufrido una fractura en el brazo izquierdo y dos costillas rotas, ha perdido tres dientes y presenta magulladuras múltiples, cortes y contusiones, pero afortunadamente no hay hemorragia interna ni síntomas de lesión cerebral. Los periódicos doblados que el paciente llevaba bajo la ropa a modo de abrigo y acento de corpulencia, como él dice, le han servido de armadura para amortiguar los golpes. Hace unos instantes, al recobrar la conciencia durante unos minutos, el paciente me ha pedido que les diga a ustedes que se encuentra como un chaval de veinte años, que quiere un bocadillo de morcilla y ajos tiernos, una chocolatina y caramelos Sugus de limón.
En principio no veo inconveniente, aunque creo que de momento es mejor empezar con unos zumos, yogur y quizá algo de arroz hervido. Además, y como fe de su lozanía y presencia de ánimo, el paciente me ha indicado que les transmita a ustedes que, al ponerle la enfermera Amparito unos puntos en la pierna, ha experimentado una erección como un témpano.
—Es que él es muy hombre —murmuró la Bernarda, con tono de disculpa.
—¿Cuándo podremos verle? —pregunté.
— Ahora mejor no. Quizá al alba. Le vendrá bien algo de reposo y mañana mismo me gustaría llevarle al hospital del Mar para hacerle un encefalograma, para quedarnos tranquilos, pero creo que vamos sobre seguro y que el señor Romero de Página 174 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Torres estará como nuevo en unos días. A juzgar por las marcas y cicatrices que lleva en el cuerpo, este hombre ha salido de peores lances y es todo un superviviente. Si necesitan ustedes una copia del dictamen para presentar una denuncia en jefatura...
—No será necesario —interrumpí.
— Joven, le advierto que esto hubiera podido Ser muy serio. Hay que dar parte a la policía inmediatamente.
Barceló me observaba atentamente. Le devolví la mirada y él asintió.
—Tiempo habrá para esos trámites, doctor, no se preocupe usted —dijo Barceló—. Ahora lo importante es asegurarse de que el paciente está en buen estado. Yo mismo presentaré la denuncia pertinente mañana a primera hora.
Incluso las autoridades tienen derecho a un poco de paz y sosiego nocturno.
Obviamente, el doctor no veía con buenos ojos mi sugerencia de ocultar el incidente a la policía, pero al comprobar que Barceló se responsabilizaba del tema se encogió de hombros y regresó a la habitación para proseguir con las curas.
Tan pronto hubo desaparecido, Barceló me indicó que le siguiera a su estudio. La Bernarda suspiraba en su taburete, a merced del brandy y el susto.
—Bernarda, entreténgase. Haga algo de café. Bien cargado.
—Sí, señor. Ahora mismo.
Seguí a Barceló hasta su despacho, una cueva sumergida en nieblas de tabaco de pipa que se perfilaba entre columnas de libros y papeles. Los ecos del piano de Clara nos llegaban en efluvios a destiempo. Las lecciones del maestro Neri obviamente no habían servido de mucho, al menos en el terreno musical. El librero me indicó que me sentara y procedió a prepararse una pipa.
—He llamado a tu padre y le he dicho que Fermín ha tenido un pequeño accidente y que tú lo habías traído aquí
—¿Se lo ha tragado?
—No creo.
— Ya.
El librero prendió su pipa y se recostó en el butacón del escritorio, deleitándose en su aspecto mefistofélico. En el otro extremo del piso, Clara humillaba a Debussy. Barceló puso los ojos en blanco.
—¿Qué se hizo del maestro de música? —pregunté.
—Lo despedí. Abuso de cátedra.
— Ya.