—¿Quién dijo eso? ¿Séneca?
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—No. El señor Braulio Recolons, que regenta una tocinería en la calle Aviñón y posee un don proverbial tanto para el embutido como para el aforismo ocurrente. Prosigue, por favor. Me hablabas de esta muchacha pizpireta...
—Bea. Y eso es asunto mío y no tiene nada que ver con todo lo demás.
Barceló se reía por lo bajo. Estaba por continuar el recuento de mis peripecias cuando el doctor Soldevila se asomó a la puerta del despacho con aspecto cansado y resoplando.
—Disculpen ustedes. Yo ya me iba. El paciente está bien y, valga la metáfora, lleno de energía. Este caballero nos enterrará a todos. De hecho afirma que los sedantes se le han subido a la cabeza y está aceleradísimo. Se niega a reposar e insiste en que tiene que tratar con el señor Daniel de asuntos cuya naturaleza no ha querido aclararme alegando que no cree en el juramento hipocrático, o hipócrita, como dice él.
—Ahora mismo vamos a verle. Y disculpe al pobre Fermín. Sin duda sus palabras son consecuencia del trauma.
—Quizá, pero yo no descartaría la poca vergüenza, porque no hay modo de que deje de pellizcarle el trasero a la enfermera y de recitar pareados glosando lo firme y torneado de sus muslos.
Escoltamos al doctor y a su enfermera hasta la puerta y les agradecimos efusivamente sus buenos oficios. Al entrar en la habitación descubrimos que, después de todo, la Bernarda había desafiado las órdenes de Barceló y se había tendido en el lecho junto a Fermín, donde el susto, el brandy y el cansancio habían conseguido finalmente hacerle conciliar el sueño. Fermín la sostenía dulcemente, acariciándole el pelo, cubierto de vendas, apósitos y cabestrillos. Su rostro dibujaba una magulladura que dolía al mirar y de la que emergían el narizón incolumne, dos orejas como antenas repetidoras y unos ojos de ratoncillo abatido. La sonrisa desdentada y ajada de cortes era de triunfo y nos recibió alzando la mano derecha con el signo de la victoria.
—¿Cómo se encuentra, Fermín? —pregunté.
—Veinte años más joven —dijo en voz baja para no despertar a la Bernarda.
—No haga cuento, que se le ve hecho una mierda, Fermín. Menudo susto.
¿Está seguro de que se encuentra bien? ¿No le da vueltas la cabeza? ¿Oye voces?
—Ahora que lo menciona, a ratos me parecía percibir un murmullo disonante y arrítmico, como si un macaco intentase tocar el piano.
Barceló frunció el ceño. Clara seguía tecleando en la distancia.
—No se preocupe, Daniel. He encajado palizas peores. Ese Fumero no sabe pegar ni un sello.
—Luego, el que le ha hecho una cara nueva es el mismísimo inspector Fumero —dijo Barceló—. Ya veo que se mueven ustedes en las altas esferas.
—A esa parte de la historia no había llegado todavía —dije yo.
Fermín me lanzó una mirada de alarma.
—Tranquilo, Fermín. Daniel me está poniendo al corriente del sainete este que se llevan ustedes entre manos. Debo reconocer que el asunto está interesantísimo. Y usted, Fermín, ¿cómo anda de confesiones? Le advierto que tengo dos años de seminarista.
—Yo le ponía lo menos tres, don Gustavo.
—Todo se pierde, empezando por la vergüenza. La primera vez que viene usted a mi casa y acaba en la cama con la doncella.
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—Mírela, pobrecilla, mi ángel. Sepa que mis intenciones son honestas, don Gustavo.
—Sus intenciones son asunto suyo y de la Bernarda, que ya es mayorcita.
Y ahora, a ver. ¿En qué pesebre se han metido ustedes?