"Unleash your creativity and unlock your potential with MsgBrains.Com - the innovative platform for nurturing your intellect." » » La sombra del viento – Carlos Ruiz Zafón🕯️

Add to favorite La sombra del viento – Carlos Ruiz Zafón🕯️

Select the language in which you want the text you are reading to be translated, then select the words you don't know with the cursor to get the translation above the selected word!




Go to page:
Text Size:

Miquel Moliner era un hombre enigmático. Vivía solo en un palacio cavernoso y casi en ruinas que formaba parte de la herencia de su padre, un industrial que se había enriquecido con la fabricación de armas y, se decía, la promoción de guerras. Lejos de vivir entre lujos, Miquel llevaba una existencia casi monacal, dedicado a dilapidar aquel dinero que consideraba ensangrentado en restaurar museos, catedrales, escuelas, bibliotecas, hospitales y en asegurarse de que las obras de su amigo de juventud, Julián Carax, fuesen publicadas en su ciudad natal.

—Dinero me sobra, y amigos como Julián me faltan —decía por toda explicación.

Apenas mantenía contacto con sus hermanos o con el resto de su familia, a quienes se refería como extraños. No se había casado y raramente salía del recinto del palacio, en el que sólo ocupaba la planta superior. Allí tenía montada su oficina, donde: trabajaba febrilmente escribiendo artículos y columnas para varios periódicos y revistas de Madrid y Barcelona, traduciendo textos técnicos del alemán y el francés, haciendo corrección de estilo de enciclopedias y manuales escolares... Miquel Moliner estaba poseído por esa enfermedad de la laboriosidad culpable y, aunque respetaba y hasta envidiaba la ociosidad en los demás, huía de ella como de la peste. Lejos de presumir de su ética de trabajo, bromeaba sobre su compulsión productiva y la describía como una forma menor de cobardía.

—Mientras se trabaja, uno no le mira a la vida a los ojos.

Nos hicimos buenos amigos casi sin darnos cuenta. Ambos teníamos mucho en común, quizá demasiado. Miquel me hablaba de libros, de su adorado doctor Freud, de música, pero sobre todo de su viejo amigo Julián. Nos veíamos casi todas las semanas. Miquel me contaba historias de los días de Julián en el colegio de San Gabriel. Conservaba una colección de antiguas fotografías, de relatos escritos por un Julián adolescente. Miquel adoraba a Julián y a través de sus palabras y sus recuerdos aprendí a descubrirle, a inventar una imagen en la ausencia. Un año después de conocernos, Miquel Moliner me confesó que se había enamorado de mí. No quise herirle, pero tampoco engañarle. Era imposible engañar a Miquel. Le dije que le apreciaba muchísimo, que se había convertido en mi mejor amigo, pero no estaba enamorada de él. Miquel dijo que ya lo sabía.

—Estás enamorada de Julián, pero no lo sabes todavía.

En agosto de 1933, Julián me escribió anunciándome que casi había terminado el manuscrito de una nueva novela titulada El ladrón de catedrales.

Cabestany tenía unos contratos pendientes de renovación en septiembre con Gallimard. Llevaba ya semanas paralizado con un ataque de gota y, como premio a mi dedicación, decidió que yo viajase a Francia en su lugar para tramitar los nuevos contratos y, de paso, visitar a Julián Carax y recoger la nueva obra. Escribí a Julián anunciando mi visita para mediados de septiembre y pidiéndole si me podía Página 218 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

recomendar un hotel modesto y de precio asequible. Julián contestó diciendo que me podía instalar en su casa, un modesto piso en la barriada de St. Germain, y ahorrarme el dinero del hotel para otros gastos. El día antes de partir visité a Miquel para preguntarle si tenía algún mensaje para Julián. Dudó un largo rato, y luego me dijo que no.

La primera vez que vi a Julián en persona fue en la estación de Austerlitz. El otoño había llegado a París a traición y la estación estaba inundada de niebla. Me quedé esperando en el andén, mientras los pasajeros partían hacia la salida.

Pronto me quedé sola y vi a un hombre enfundado en un abrigo negro apostado a la entrada del andén que me observaba entre el humo de un cigarrillo. Durante el viaje me había preguntado a menudo cómo iba a reconocer a Julián. Las fotografías que había visto de él en la colección de Miquel Moliner tenían por lo menos trece o catorce años. Miré a un lado y a otro del andén. No había nadie más excepto aquella figura y yo. Advertí que el hombre me contemplaba con cierta curiosidad, quizá esperando a otra persona, al igual que yo. No podía ser él. Según mis datos, Julián tenía entonces treinta y dos años, y aquel hombre me pareció mayor. Tenía el pelo cano y una expresión de tristeza o cansancio. Demasiado pálido y demasiado delgado, o quizá fuera sólo la niebla y el cansancio del viaje.

Había aprendido a imaginar un Julián adolescente. Me aproximé a aquel desconocido con cautela y le miré a los ojos.

—¿Julián?

El extraño me sonrió y asintió. Julián Carax tenía la sonrisa más bonita del mundo. Es lo único quedaba de él.

Julián ocupaba una buhardilla en la barriada de St. Germain. El piso se reducía a dos piezas: una sala con una cocina diminuta que daba a una balaustrada desde la que se veían las torres de Notre-Dame emergiendo tras una jungla de tejados y neblina, y un dormitorio sin ventanas con un lecho individual. El baño estaba al fondo del pasillo del piso inferior y lo compartía con el resto de vecinos. El conjunto de la vivienda era más pequeño que el despacho del señor Cabestany. Julián había limpiado a conciencia y había dispuesto todo para acogerme con sencillez y decoro. Fingí estar encantada con la casa, que todavía olía al desinfectante y a la cera que Julián había aplicado con más empeño que maña. Las sábanas de la cama se veían por estrenar. Me pareció que eran de un estampado con dibujos de dragones y castillos. Sábanas de niño. Julián se disculpó diciendo que las había conseguido a un precio excepcional, pero que eran de primera calidad. Las que no llevaban estampado costaban el doble, argumentó, y eran más aburridas.

En la sala había un escritorio de madera vieja enfrentado a la visión de las torres de la catedral. Sobre él yacía la máquina Underwood que había adquirido con el anticipo de Cabestany y dos pilas de cuartillas, una en blanco y la otra escrita por ambas caras. Julián compartía el piso con un inmenso gato blanco al que llamaba Kurtz. El felino me observaba con recelo a los pies de su dueño, relamiéndose las garras. Conté dos sillas, una percha y poco más. Lo demás eran libros. Murallas de libros cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo, en dos capas. Mientras yo inspeccionaba el lugar, Julián suspiró.

—Hay un hotel a dos calles de aquí. limpio, asequible y respetable. Me permití hacer una reserva...

Tuve mis dudas, pero temía ofenderle.

—Aquí estaré perfectamente, siempre y cuando no suponga una molestia para ti, ni para Kurtz.

Página 219 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Kurtz y Julián intercambiaron una mirada. Julián negó, y el gato imitó su gesto. No me había dado cuenta de lo mucho que se parecían el uno al otro.

Julián insistió en cederme el dormitorio. Él, alegaba, apenas dormía y se instalaría en la sala en un plegatín que le había prestado su vecino monsieur Darcieu, un anciano ilusionista que leía las líneas de la mano a las señoritas a cambio de un beso. Aquella primera noche dormí de un tirón, agotada por el viaje. Me desperté al alba y descubrí que Julián había salido. Kurtz dormía sobre la máquina de escribir de su dueño. Roncaba como un mastín. Me aproximé al escritorio y vi el manuscrito de la nueva novela que había venido a recoger.

El ladrón de catedrales

En la primera página, al igual que en todas las novelas de Julián, rezaba la leyenda, escrita a mano:

Para P

Me sentí tentada de empezar a leer. Estaba a punto de tomar la segunda página cuando advertí que Kurtz me miraba de reojo. Al igual que había visto hacer a Julián, negué con la cabeza. El gato negó a su vez, y devolví las páginas a su lugar. Al rato, Julián apareció trayendo pan recién hecho, un termo de café y queso fresco. Desayunamos en la balaustrada. Julián hablaba sin cesar pero rehuía mi mirada. A la luz del alba me pareció un niño envejecido. Se había afeitado y enfundado el que supuse era su único atuendo decente, un traje de algodón color crema que se veía gastado pero elegante. Le escuché hablarme de los misterios de Notre-Dame, de una supuesta barcaza fantasma que surcaba el Sena por las noches recogiendo las almas de los amantes desesperados que se habían suicidado tirándose a las aguas heladas, de mil y un embrujos que inventaba sobre la marcha con tal de no permitirme preguntarle nada. Yo le contemplaba en silencio, asintiendo, buscando en él al hombre que había escrito los libros que conocía casi de memoria de tanto releerlos, al muchacho que Miquel Moliner me había descrito tantas veces.

—¿Cuántos días vas a estar en París? —preguntó.

Mis asuntos con Gallimard iban a llevarme unos dos o tres días, supuse. Mi primera cita era aquella misma tarde. Le dije que había pensado tomarme un par de días para conocer la ciudad antes de regresar a Barcelona.

—París exige más de dos días —dijo Julián—. No se aviene a razones.

—No dispongo de más tiempo, Julián. El señor Cabestany es un patrón generoso, pero todo tiene un límite.

—Cabestany es un pirata, pero incluso él sabe que París no se ve en dos días, ni en dos meses, ni en dos años.

—No puedo estar dos años en París, Julián.

Julián miró un largo rato en silencio y me sonrió.

—¿Por qué no? ¿Alguien te espera?

Los trámites con Gallimard y mis visitas de cortesía a varios editores con quienes Cabestany tenía contratos ocuparon tres días completos, tal y como había previsto. Julián me había asignado un guía y protector, un muchacho llamado Hervé que tenía apenas trece años y se conocía la ciudad al dedillo. Hervé me acompañaba de puerta a puerta, se aseguraba de indicarme en qué cafés tomar un Página 220 de 288

Carlos

Are sens