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Add to favorite La sombra del viento – Carlos Ruiz Zafón🕯️

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—Daniel, ¿qué dices tú?

—Ustedes se lo dicen todo. ¿Qué propone usted?

—Éste es mi plan: en cuanto Fermín esté repuesto, tú, Daniel, casualmente, le haces una visita a la señora Nuria Monfort y le pones las cartas sobre la mesa. Le das a entender que sabes que te ha mentido y que esconde algo, mucho o poco, ya veremos.

—¿Para qué? —pregunté.

—Para ver cómo reacciona. No te dirá nada, por supuesto. O te mentirá otra vez. Lo importante es clavar la banderilla, valga el símil taurino, y ver adónde nos conduce el toro, en este caso la ternerilla. Y ahí es donde entra usted, Fermín. Mientras Daniel le pone el cascabel al gato, usted se aposta discretamente vigilando a la sospechosa y espera a que ella muerda el anzuelo.

Una vez lo haga, la sigue.

Asume usted que ella irá a algún sitio —protesté.

—Hombre de poca fe. Lo hará. Tarde o temprano. Y algo me dice que en este caso será más temprano que tarde. Es la base de la psicología femenina.

—¿Y mientras tanto usted qué piensa hacer, doctor Freud? —pregunté.

—Eso es asunto mío y a su tiempo lo sabrás. Y me lo agradecerás.

Busqué apoyo en la mirada de Fermín, pero el pobre se había ido quedando dormido abrazado a la Bernarda a medida que Barceló formulaba su discurso triunfal. Fermín había ladeado la cabeza y le caía la baba sobre el pecho desde una sonrisa bendita. La Bernarda emitía ronquidos profundos y cavernosos.

—Ojalá éste le salga bueno —murmuró Barceló.

—Fermín es un gran tipo —aseguré.

—Debe de serlo, porque por la pinta no creo que la haya conquistado.

Anda, vamos.

Apagamos la luz y nos retiramos de la estancia con sigilo, cerrando la puerta y dejando a los dos tórtolos a merced de su sopor. Me pareció que el Página 179 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

primer aliento del alba despuntaba en las ventanas de la galería al fondo del corredor.

—Supongamos que le digo que no —dije en voz baja—. Que se olvide.

Barceló sonrió.

—Llegas tarde, Daniel. Tendrías que haberme vendido ese libro hace años, cuando tuviste la oportunidad.

Llegué a casa al amanecer, arrastrando aquel absurdo traje de prestado y el naufragio de una noche interminable por calles húmedas y relucientes de escarlata. Encontré a mi padre dormido en su butaca del comedor con una manta sobre las piernas y su libro favorito abierto en las manos, un ejemplar del Cándido de Voltaire que releía un par de veces cada año, el par de veces que le oía reírse de corazón. Le observé en silencio. Tenía el pelo cano, escaso, y la piel de su rostro había empezado a perder la firmeza alrededor de los pómulos. Contemplé a aquel hombre al que una vez había imaginado fuerte, casi invencible, y le vi frágil, vencido sin saberlo él. Vencidos acaso los dos. Me incliné para arroparle con aquella manta que hacía años que prometía donar a la beneficencia y le besé la frente como si quisiera protegerle así de los hilos invisibles que lo alejaban de mí, de aquel piso angosto y de mis recuerdos, como si creyera que con aquel beso podría engañar al tiempo y convencerle de que pasara de largo, de que volviese otro día, otra vida.

34

Pasé casi toda la mañana soñando despierto en la trastienda, conjurando imágenes de Bea. Dibujaba su piel desnuda bajo mis manos y creía saborear de nuevo su aliento a pan dulce. Me sorprendía recordando con precisión cartográfica los pliegues de su cuerpo, el brillo de mi saliva en sus labios y en aquella línea de vello rubio, casi transparente, que le descendía por el vientre y a la que mi amigo Fermín, en sus improvisadas conferencias sobre logística carnal, se refería como

«el caminito de Jerez».

Consulté el reloj por enésima vez y comprobé con horror que todavía faltaban varias horas hasta que pudiese ver —y tocar— de nuevo a Bea. Probé a ordenar los recibos del mes, pero el sonido de los fajos de papel me recordaba el roce de la ropa interior deslizándose por las caderas y los muslos pálidos de doña Beatriz Aguilar, hermana de mi íntimo amigo de la infancia.

—Daniel, estás en las nubes. ¿Te preocupa algo? ¿Es Fermín? —preguntó mi padre.

Asentí, avergonzado. Mi mejor amigo se había dejado varias costillas por salvarme la piel unas horas antes y mi primer pensamiento era para el cierre de un sujetador.

—Hablando del César...

Alcé la vista y allí estaba. Fermín Romero de Torres, genio y figura, vistiendo su mejor traje y con aquella planta de caliqueño retorcido entraba por la puerta con sonrisa triunfal y un clavel fresco en la solapa.

—Pero ¿qué hace usted aquí, infeliz?, ¿no tenía usted que guardar reposo?

—El reposo se guarda solo. Yo soy hombre de acción. Y si yo no estoy aquí, ustedes no venden ni un catecismo.

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Carlos

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