—Nada.
—Pues yo menos —dije.
—No me lo creo.
Me incliné sobre ella y la miré a los ojos.
—Nunca había hecho esto con nadie.
Bea sonrió. Se me escapó la mano entre sus muslos y me abalancé en busca de sus labios, convencido ya de que el canibalismo era la encarnación suprema de la sabiduría.
—¿Daniel? —dijo Bea con un hilo de voz.
—¿Qué? —pregunté.
La respuesta nunca llegó a sus labios. Súbitamente, una lengua de aire frío silbó bajo la puerta y en aquel segundo interminable antes de que el viento apagase las velas, nuestras miradas se encontraron y sentimos que la ilusión de aquel momento se hacía añicos. Nos bastó un instante para saber que había alguien al otro lado de la puerta. Vi el miedo dibujándose en el rostro de Bea y un segundo después nos cubrió la oscuridad. El golpe sobre la puerta vino después. Brutal, como si un puño de acero hubiese martilleado contra la puerta, casi arrancándola de los goznes.
Sentí el cuerpo de Bea saltando en la oscuridad y la rodeé con mis brazos.
Nos retiramos hacia el interior de cuarto, justo antes de que el segundo golpe cayese sobre la puerta, lanzándola con tremenda fuerza contra la pared. Bea gritó y se encogió contra mí. Por un instante sólo atiné a ver la tiniebla azul que reptaba desde el corredor y las serpientes de humo de las velas extinguidas, ascendiendo en espiral. El marco de la puerta dibujaba fauces de sombra y creí ver una silueta angulosa que se perfilaba en el umbral de la oscuridad.
Me asomé al corredor temiendo, o quizá deseando, encontrar sólo a un extraño, un vagabundo que se hubiese aventurado en un caserón en ruinas en busca de refugio en una noche desapacible. Pero no había nadie allí, apenas las lenguas de azul que exhalaban las ventanas. Acurrucada en un rincón del cuarto, temblando, Bea susurró mi nombre.
—No hay nadie —dije—. Quizá ha sido un golpe de viento.
—El viento no da puñetazos en las puertas, Daniel. Vayámonos.
Regresé al cuarto y recogí nuestra ropa.
—Ten, vístete. Vamos a echar un vistazo.
—Mejor nos vamos ya.
—En seguida. Sólo quiero asegurarme de una cosa.
Nos vestimos aprisa y a ciegas. En cuestión de segundos pudimos ver nuestro aliento dibujándose en el aire. Recogí una de las velas del suelo y la encendí de nuevo. Una corriente de aire frío se deslizaba por la casa, como si alguien hubiese abierto puertas y ventanas.
—¿Ves? Es el viento.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Bea se limitó a negar en silencio. Nos dirigimos de vuelta a la sala protegiendo la llama con las manos. Bea me seguía de cerca, casi sin respirar.
—¿Qué estamos buscando, Daniel?
—Sólo es un minuto.
—No, vayámonos ya.
—De acuerdo.
Nos volvimos para encaminarnos hacia la salida y fue entonces cuando lo advertí. El portón de madera labrada en el extremo de un corredor que había intentado abrir una o dos horas antes sin conseguirlo estaba entornado.
—¿Qué pasa? —preguntó Bea.
—Espérame aquí.
—Daniel, por favor...
Me adentré en el corredor, sosteniendo la vela que temblaba en el aliento frío del viento. Bea suspiró y me siguió a regañadientes. Me detuve frente al portón.
Se adivinaban peldaños de mármol descendiendo hacia la negrura. Me adentré en la escalinata. Bea, petrificada, sostenía la vela en el umbral.
—Por favor, Daniel, vayámonos ya...