Descendí peldaño a peldaño hasta el fondo de la escalinata. El halo espectral de la vela en lo alto arañaba el contorno de una sala rectangular, de paredes de piedra desnudas, cubiertas de crucifijos. El frío que reinaba en aquella estancia cortaba la respiración. Al frente se adivinaba una losa de mármol y sobre ella, alineados uno junto al otro, me pareció reconocer dos objetos similares de diferente tamaño, blancos. Reflejaban el temblor de la vela con más intensidad que el resto de la sala e imaginé que se trataba de madera esmaltada. Di un paso más al frente y sólo entonces lo comprendí. Los dos objetos eran dos ataúdes blancos.
Uno de ellos apenas medía tres palmos. Sentí un vahído de frío en la nuca. Era el sarcófago de un niño. Estaba en una cripta.
Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, me aproximé a la losa de mármol hasta que me encontré a suficiente distancia como para poder alargar la mano y tocarla. Advertí entonces que sobre los dos ataúdes había labrados un nombre y una cruz. El polvo, un manto de cenizas, los enmascaraba. Posé la mano sobre uno de ellos, el de mayor tamaño. Lentamente, casi en trance, sin pararme a pensar lo que hacía, barrí las cenizas que cubrían la tapa del ataúd. Apenas podía leerse en la tiniebla rojiza de las velas.
†
PENÉLOPE ALDAYA
1902—1919
Me quedé paralizado. Algo o alguien se estaba desplazando desde la oscuridad. Sentí que el aire frío se deslizaba sobre mi piel y sólo entonces retrocedí unos pasos.
—Fuera de aquí —murmuró la voz desde las sombras.
La reconocí al instante. Laín Coubert. La voz del diablo.
Me lancé escaleras arriba y una vez gané la planta baja así a Bea del brazo y la arrastré a toda prisa hacia la salida. Habíamos perdido la vela y corríamos a ciegas. Bea, asustada, no comprendía mi súbita alarma. No había visto nada. No había oído nada. No me detuve a darle explicaciones. Esperaba en cualquier momento que algo saltase de las sombras y nos cerrase el paso, pero la puerta Página 186 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
principal nos esperaba al final del corredor, los resquicios proyectando un rectángulo de luz.
—Está cerrada —musitó Bea.
Palpé mis bolsillos buscando la llave. Volví la vista atrás una fracción de segundo y tuve la certeza de que dos puntos brillantes avanzaban lentamente hacia nosotros desde el fondo del corredor. Ojos. Mis dedos dieron con la llave. La introduje desesperadamente en la cerradura, abrí y empujé a Bea al exterior con brusquedad. Bea debió de leer el temor en mi voz porque se apresuró hacia la verja a través del jardín y no se detuvo hasta que nos encontramos los dos sin aliento y cubiertos de sudor frío en la acera de la avenida del Tibidabo.
—¿Qué ha pasado ahí abajo, Daniel? ¿Había alguien?
—No.
—Estás pálido.
—Soy pálido. Anda, vamos.
—¿Y la llave?
La había dejado dentro, encajada en la cerradura. No sentí deseos de regresar a por ella.
—Creo que la he perdido al salir. Ya la buscaremos otro día.
Nos alejamos avenida abajo a paso ligero. Cruzamos hasta la otra acera y no aflojamos el paso hasta que nos encontramos a un centenar de metros del caserón y su silueta apenas se adivinaba en la noche. Descubrí entonces que todavía tenía la mano manchada de cenizas y di gracias por el manto de sombra de la noche, que ocultaba a Bea las lágrimas de terror que me resbalaban por las mejillas.
Anduvimos calle Balmes abajo hasta la plaza Núñez de Arce, donde encontramos un taxi solitario. Descendimos por Balmes hasta Consejo de Ciento casi sin mediar palabra. Bea me tomó la mano y un par de veces la descubrí observándome con mirada vidriosa, impenetrable. Me incliné a besarla, pero no separó los labios.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Te llamaré mañana o pasado —dijo.
—¿Lo prometes?
Asintió.
—Puedes llamar a casa o a la librería. Es el mismo número. Lo tienes,
¿verdad?
Asintió de nuevo. Le pedí al conductor que se detuviese un momento en la esquina de Muntaner y Diputación. Me ofrecí a acompañar a Bea hasta su portal, pero ella se negó y se alejó sin dejarme besarla de nuevo, ni siquiera rozarle la mano. Echó a correr y la vi partir desde el taxi. Las luces del piso de los Aguilar estaban encendidas y pude ver claramente a mi amigo Tomás observándome desde la ventana de su habitación, en la que habíamos pasado tantas tardes juntos charlando o jugando al ajedrez. Le saludé con la mano, forzando una sonrisa que probablemente no podía ver. No me devolvió el saludo. Su silueta permaneció inmóvil, pegada al cristal, contemplándome fríamente. Unos segundos más tarde se retiró y las ventanas se oscurecieron.
Estaba esperándonos, pensé.
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Carlos
Ruiz