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sombra

del

viento

dicho que hay unas fámulas nórdicas recién llegadas de Ciudad Real que le quitan a uno hasta la caspa. Yo invito.

—¿Y la Bernarda qué dirá?

—Las niñas son para usted. Yo pienso esperar en la salita, leyendo una revista y contemplando el percal de lejos, porque me he convertido a la monogamia, si no in mentis al menos de facto.

—Se lo agradezco, Fermín, pero...

—Un chaval de dieciocho años que rechaza una oferta así no está en posesión de sus facultades. Hay que hacer algo ahora mismo. Tenga.

Se hurgó los bolsillos y me tendió unas monedas. Me pregunté si aquéllos eran los doblones con los que pensaba financiar la visita al suntuoso harén de las ninfas mesetarias.

—Con esto no nos dan ni las buenas noches, Fermín.

—Usted es de los que se caen del árbol y nunca llegan a tocar el suelo. ¿Se cree de verdad que le voy a llevar de putas y devolvérselo forrado de gonorrea a su señor padre, que es el hombre más santo que he conocido? Lo de las nenas se lo decía para ver si reaccionaba, apelando a la única parte de su persona que parece funcionar. Esto es para que vaya al teléfono de la esquina y llame a su enamorada con algo de intimidad.

—Bea me dijo expresamente que no la llamase.

—También le dijo que llamaría el viernes. Estamos a lunes. Usted mismo.

Una cosa es creer en las mujeres y otra creerse lo que dicen.

Convencido por sus argumentos, me escabullí de la librería hasta el teléfono público de la esquina y marqué el número de los Aguilar. Al quinto tono, alguien alzó el teléfono al otro lado y escuchó en silencio, sin contestar. Pasaron cinco segundos eternos.

—¿Bea? —murmuré—. ¿Eres tú?

La voz que contestó me cayó como un martillazo en el estómago.

—Hijo de puta, te juro que te voy a arrancar el alma a hostias.

El tono era acerado, de pura rabia contenida. Fría y serena. Eso es lo que me dio más miedo. Podía imaginar al señor Aguilar sosteniendo el teléfono en el recibidor de su casa, el mismo que yo había utilizado muchas veces para llamar a mi padre y decirle que me retrasaba después de pasar la tarde con Tomás. Me quedé escuchando la respiración del padre de Bea, mudo, preguntándome si me habría reconocido por la voz.

Veo que no tienes cojones ni para hablar, desgraciado. Cualquier mierda seca es capaz de hacer lo que tú, pero al menos un hombre tendría el valor de dar la cara. A mí se me caería la cara de vergüenza de saber que una chica de diecisiete años tiene mas huevos que yo, porque ella no ha querido decir quién eres y no lo dirá. La conozco. Y ya que tú no tienes las agallas de dar la cara por Beatriz, ella va a pagar por lo que tú has hecho.

Cuando colgué el teléfono me temblaban las manos. No fui consciente de lo que acababa de hacer hasta que dejé la cabina y arrastré los pies de vuelta a la librería. No me había parado a considerar que mi llamada sólo iba a empeorar la situación en la que ya se encontrase Bea. Mi única preocupación había sido mantener el anonimato y esconder la cara, renegando de aquellos a quienes decía querer y quienes me limitaba a utilizar. Lo había hecho va cuando el inspector Fumero había golpeado a Fermín. Lo había hecho de nuevo al abandonar a Bea a su suerte. Volvería a hacerlo en cuanto las circunstancias me brindasen la oportunidad. Permanecí en la calle diez minutos, intentando calmarme, antes de Página 191 de 288

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Ruiz

Zafón

La

sombra

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viento

volver a entrar en la librería. Quizá debía llamar otra vez y decirle al señor Aguilar que sí, que era yo, que estaba atontado por su hija y que ahí se acababa el cuento.

Si luego le apetecía venir con su uniforme de comandante a romperme la cara, estaba en su derecho.

Regresaba ya a la librería cuando advertí que alguien me observaba desde un portal al otro lado de la calle. Al principio pensé que se trataba de don Federico, el relojero, pero me bastó un simple vistazo para comprobar que se trataba de un individuo más alto y de constitución más sólida. Me detuve a devolverle la mirada y, para mi sorpresa, asintió, como si quisiera saludarme e indicarme que no le importaba en absoluto que hubiera reparado en su presencia. La luz de una farola le caía sobre el rostro de perfil. Las facciones me resultaron familiares. Se adelantó un paso y, abrochándose la gabardina hasta arriba, me sonrió y se alejó entre los transeúntes en dirección a las Ramblas. Le reconocí entonces como el agente de policía que me había sujetado mientras el inspector Fumero atacaba a Fermín. Al entrar en la librería, Fermín alzó la vista y me lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Y esa cara que trae?

—Fermín, creo que tenemos un problema.

Aquella misma noche pusimos en marcha el plan de alta intriga y baja consistencia que habíamos concebido días atrás con don Gustavo Barceló.

—Lo primero es asegurarnos de que está usted en lo cierto y somos objeto de vigilancia policial. Ahora, como quien no quiere la cosa, nos vamos a acercar dando un paseo hasta Els Quatre Gats para ver si ese individuo todavía está ahí fuera, al acecho. Pero a su padre ni una palabra de todo esto, o va a acabar por criar una piedra en el riñón.

—¿Y qué quiere que le diga? Ya hace tiempo que anda con la mosca detrás de la oreja.

—Dígale que va a por pipas o a por polvos para hacer un flan.

—¿Y por qué tenemos que ir a Els Quatre Gats precisamente?

—Porque ahí sirven los mejores bocadillos de longaniza en un radio de cinco kilómetros y en algún sitio tenemos que hablar. No me sea cenizo y haga lo que le digo, Daniel.

Dando por bienvenida cualquier actividad que me mantuviese alejado de mis pensamientos, obedecí dócilmente y un par de minutos más tarde salía a la calle tras haberle asegurado a mi padre que estaría de vuelta a la hora de la cena.

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