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No contestó. Contemplaba hechizado la boca de un angosto corredor que conducía a las cocinas. Me aproximé hasta allí y escruté la tiniebla que arañaba la llama azul del mechero de gasolina. La puerta al extremo del pasillo estaba tapiada. Un muro de ladrillos rojos, toscamente dispuestos entre argamasa que sangraba por las comisuras. No comprendí bien qué significaba, pero sentí que el frío me robaba el aliento. Julián se acercaba lentamente hacia allí. Todas las demás puertas, en el corredor —en toda la casa—, estaban abiertas, desprovistas de cerraduras y pomos. Excepto aquélla. Una compuerta de ladrillos rojos oculta en el fondo de un corredor lúgubre y escondido. Julián posó las manos sobre los adoquines de arcilla escarlata.

—Julián, por favor, vayámonos ya...

El impacto de su puño sobre ha pared de ladrillos arrancó un eco hueco y cavernoso al otro lado. Me pareció que le temblaban las manos cuando posaba el mechero en el suelo y me indicaba que me retirase unos pasos.

—Julián...

La primera patada arrancó una lluvia de polvo rojizo. Julián embistió de nuevo. Creí que había oído sus huesos crujir. Julián no se inmutó. Golpeaba el muro una y otra vez, con la rabia de un preso abriéndose camino hacia la libertad. Le sangraban los puños y los brazos cuando el primer ladrillo se quebró y cayó al otro lado. Con dedos ensangrentados, Julián empezó entonces a forcejear por agrandar aquel marco en la oscuridad. Jadeaba, exhausto y poseído de una furia de la que nunca le habría creído posible. Uno a uno, los ladrillos fueron cediendo y el muro se abatió. Julián se detuvo, cubierto de sudor frío, las manos despellejadas. Tomó el mechero y lo posó sobre el borde de uno Página 250 de 288

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de los ladrillos. Una puerta de madera labrada con motivos de ángeles se alzaba al otro lado. Julián acarició los relieves de la madera, como si leyese un jeroglífico. La puerta se abrió bajo la presión de sus manos.

Una tiniebla azul, espesa y gelatinosa, emanaba del otro lado. Más allá se intuía una escalinata. Peldaños de piedra negra descendían hasta donde se perdía la sombra. Julián se volvió un instante y le encontré la mirada. Vi en ella miedo y desesperanza, como si intuyese la negrura. Negué en silencio, implorándole que no descendiese. Se volvió, abatido, y se zambulló en la oscuridad. Me asomé al marco de adoquines y le vi descender por la escalera, casi tambaleándose. La llama temblaba, apenas ya un soplo de azul transparente.

—¿Julián?

Sólo me llegó silencio. Podía ver la sombra de Julián, inmóvil al fondo de la escalera. Crucé el umbral de ladrillos y descendí los peldaños. La sala era una estancia rectangular, de muros de mármol. Desprendía un frío intenso y penetrante. Las dos lápidas estaban recubiertas por un velo de telaraña que se deshizo como seda podrida a la llama del mechero. El mármol blanco estaba surcado por lágrimas negras de humedad que parecían sangrar de las hendiduras que había dejado el cincel del grabador. Yacían la una junto a la otra, como maldiciones encadenadas.

PENÉLOPE ALDAYA DAVID ALDAYA 1902—1919 1919

Muchas veces me he detenido a pensar en aquel momento de silencio, tratando de imaginar lo que Julián debió de sentir al comprobar que la mujer a la que había estado esperando durante diecisiete años estaba muerta, que el hijo de ambos se había marchado con ellos, que la vida con que había soñado, su único aliento, nunca había existido. La mayoría de nosotros tenemos la dicha o la desgracia de ver cómo la vida se desmorona poco a poco, sin que nos demos casi cuenta. Para Julián, aquella certeza prendió en cuestión de segundos. Por un instante pensé que echaría a correr escaleras arriba, que huiría de aquel lugar maldito y que no volvería a verle jamás. Quizá hubiera sido mejor así.

Recuerdo que la llama del mechero se extinguió lentamente y que perdí su silueta en la oscuridad. Le busqué en la sombra. Le encontré temblando, mudo.

Apenas podía sostenerse en pie y se arrastró hasta un rincón. Le abracé y le besé la frente. No se movía. Palpé su rostro con los dedos, pero no había lágrimas. Creí que tal vez, inconscientemente, lo había sabido durante todos aquellos años, que quizá aquel encuentro era necesario para enfrentarse a la certeza y liberarse.

Habíamos llegado al final del camino. Julián comprendería ahora que ya nada le retenía en Barcelona y que partiríamos lejos. Quise creer que nuestra suerte iba a cambiar y que Penélope nos había perdonado.

Busqué el mechero en el suelo y lo encendí de nuevo. Julián observaba el vacío, ajeno a la llama azul. Le tomé el rostro con las manos y le obligué a mirarme.

Me encontré ojos sin vida, vacíos, consumidos de rabia y de pérdida. Sentí el veneno del odio esparciéndose lentamente por sus venas y pude leer sus pensamientos. Me odiaba por haberle engañado. Odiaba a Miquel por haberle querido obsequiar con una vida que le pesaba como una herida abierta. Pero sobre todo odiaba al hombre que había causado toda aquella desgracia, aquel rastro de muerte y miseria: él mismo. Odiaba aquellos cochinos libros a los que había Página 251 de 288

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dedicado su vida y que a nadie importaban. Odiaba una existencia entregada al engaño y a la mentira. Odiaba cada segundo robado y cada aliento.

Me miraba sin pestañear, como se mira a un extraño o a un objeto desconocido. Yo negaba lentamente, buscándole las manos. Se apartó bruscamente y se incorporó. Traté de asirle el brazo pero me empujó contra el muro. Le vi ascender la escalera en silencio, un hombre a quien ya no conocía.

Julián Carax estaba muerto. Cuando salí al jardín del caserón, ya no había rastro de él. Escalé el muro y salté al otro lado. Las calles desoladas sangraban bajo la lluvia. Grité su nombre, caminando por el centro de la avenida desierta. Nadie respondió a mi llamada. Cuando regresé a casa eran casi las cuatro de la mañana.

El piso estaba anegado de humo y olía a quemado. Julián había estado allí. Corrí a abrir las ventanas. Encontré un estuche sobre mi escritorio que contenía la pluma que le había comprado años antes en París, la estilográfica por la que había pagado una fortuna en virtud de su supuesta pertenencia a Alejandro Dumas o Víctor Hugo. El humo provenía de la caldera de la calefacción. Abrí la compuerta y comprobé que Julián había arrojado al interior todos los ejemplares de sus novelas que faltaban de la estantería. Apenas se leía el título sobre los lomos de piel. El resto eran cenizas.

Horas después, cuando acudí a la editorial a media mañana, Alvaro Cabestany me hizo llamar a su despacho. Su padre apenas pasaba ya por el despacho y los médicos le habían dicho que tenía los días contados, lo mismo que mi puesto en la empresa. El hijo de Cabestany me anunció que aquella misma mañana a primera hora se había presentado un caballero llamado Laín Coubert interesado en adquirir todos los ejemplares de las novelas de Julián Carax que tuviésemos en existencias. El hijo del editor dijo que tenía un almacén lleno de ellas en Pueblo Nuevo, pero que había gran demanda de ellas y por tanto había exigido un precio superior al que Coubert ofrecía. Coubert no había picado y se había marchado con viento fresco. Ahora Cabestany hijo quería que yo localizase al tal Laín Coubert y aceptase su oferta. Le dije a aquel necio que Laín Coubert no existía, que era un personaje de una novela de Carax. Que no tenía interés alguno en comprarle los libros; sólo quería saber dónde estaban. El señor Cabestany tenía por costumbre guardar un ejemplar de cada uno de los títulos publicados por la casa en la biblioteca de su despacho, incluso de las obras de Julián Carax. Me colé en su oficina y me los llevé.

Aquella misma tarde visité a mi padre en eh Cementerio de los libros Olvidados y los oculté donde nadie, especialmente Julián, pudiese encontrarlos.

Había anochecido ya cuando salí de allí. Vagando Ramblas abajo llegué hasta la Barceloneta y me adentré en la playa, buscando el lugar al que había ido a contemplar el mar con Julián. La pira de llamas del almacén en Pueblo Nuevo se adivinaba a lo lejos, el rastro ámbar derramándose sobre el mar y las espirales de fuego y humo ascendiendo al cielo como serpientes de luz. Cuando los bomberos consiguieron extinguir las llamas poco antes del amanecer, no quedaba nada, apenas el esqueleto de ladrillos y metal que sostenía la bóveda. Allí encontré a Lluís Carbó, que había sido el vigilante nocturno durante diez años.

Contemplaba los escombros humeantes, incrédulo. Tenía las cejas y el vello de los brazos quemados y la piel le brillaba como bronce húmedo. Fue él quien me contó que las llamas habían empezado poco después de la medianoche y habían devorado decenas de miles de libros hasta que el alba se había rendido en un río de ceniza. Lluís sostenía todavía en las manos un puñado de libros que había conseguido salvar, colecciones de versos de Verdaguer y dos tomos de Página 252 de 288

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Historia de la Revolución francesa. Era cuanto había sobrevivido. Varios miembros del sindicato habían acudido para ayudar a los bomberos. Uno de ellos me contó que los bomberos habían encontrado un cuerpo quemado entre los escombros. Lo habían tomado por muerto, pero uno de ellos advirtió que todavía respiraba y lo llevaron al hospital del Mar.

Lo reconocí por los ojos. El fuego le había devorado la piel, las manos y el pelo. Las llamas le habían arrancado la ropa a latigazos y todo su cuerpo era una herida en carne viva que supuraba entre las vendas. Lo habían confinado a una habitación solitaria al fondo de un corredor con vistas a la playa, cercenado de morfina a la espera de que muriese. Quise sostenerle ha mano, pero una de las enfermeras me advirtió que apenas había carne bajo las vendas. El fuego le había segado los párpados y su mirada enfrentaba el vacío perpetuo. La enfermera que me encontró caída en el suelo, llorando, me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí, que era mi marido. Cuando un cura rapaz apareció para prodigar sus últimas bendiciones, lo ahuyenté a alaridos. Tres días más tarde, Julián seguía vivo. Los médicos dijeron que era un milagro, que las ganas de vivir le mantenían vivo con fuerzas que la medicina era incapaz de emular. Se equivocaban. No eran las ganas de vivir. Era el odio. Una semana más tarde, en vista de que aquel cuerpo escarchado de muerte se resistía a apagarse, fue oficialmente admitido con el nombre de Miquel Moliner. Habría de permanecer allí por espacio de once meses. Siempre en silencio, con la mirada ardiente, sin descanso.

Yo acudía todos los días al hospital. Pronto las enfermeras empezaron a tutearme y a invitarme a comer con ellas en su sala. Eran todas mujeres solas, fuertes, que esperaban que sus hombres volviesen del frente. Algunos lo hacían.

Me enseñaron a limpiar las heridas de Julián, a cambiarle los vendajes, a poner sábanas limpias y a hacer una cama con un cuerpo inerte tendido. También me enseñaron a perder la esperanza de volver a ver al hombre que algún día se había sostenido sobre aquellos huesos. Le quitamos las vendas de la cara al tercer mes.

Julián era una calavera. No tenía labios, ni mejillas. Era un rostro sin rasgos, apenas un muñeco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habían agrandado y ahora dominaban su expresión. Las enfermeras no me lo confesaban, pero sentían repugnancia, casi miedo. Los médicos me habían dicho que una suerte de piel violácea, reptil, se iría formando lentamente a medida que sanasen las heridas. Nadie se atrevía a comentar su estado mental. Todos daban por descontado que Julián —Miquel— había perdido la razón en el incendio, que vegetaba y sobrevivía gracias a los cuidados obsesivos de aquella esposa que permanecía firme donde tantas otras hubiesen huido despavoridas. Yo le miraba a los ojos y sabía que Julián seguía allí dentro, vivo, consumiéndose lentamente. Esperando.

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