—Cállate.
Me volví v la encontré retirándose en las sombras.
—Me juzgas sin conocerme —dijo.
—Ayúdeme a conocerla, entonces.
—¿A quién has contado esto? ¿Quién más sabe lo que me has dicho?
—Más gente de lo que parece. La policía lleva siguiéndome hace tiempo.
—¿Fumero?
Asentí. Me pareció que le temblaban las manos.
—No sabes lo que has hecho, Daniel.
—Dígamelo usted —repliqué con una dureza que no sentía.
—Piensas que porque te tropezaste con un libro tienes derecho a entrar en la vida de personas a quienes no conoces, en cosas que no puedes comprender y que no te pertenecen.
—Me pertenecen ahora, lo quiera o no.
—No sabes lo que dices.
—Estuve en la casa de los Aldaya. Sé que Jorge Aldaya se oculta ahí. Sé que fue él quien asesinó a Carax.
Me miró largamente, midiendo las palabras.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—¿Sabe eso Fumero?
—No sé.
—Más vale que sepas. ¿Te siguió Fumero hasta esa casa?
La rabia que ardía en sus ojos me quemaba. Había entrado con el papel de acusador y juez, pero a cada minuto que pasaba me sentía el culpable.
—No lo creo. ¿Usted lo sabía? Usted sabía que fue Aldaya quien mató a Julián y que se oculta en esa casa... ¿por qué no me lo dijo?
Sonrió amargamente.
—No entiendes nada, ¿verdad?
—Entiendo que mintió usted para defender al hombre que asesinó a quien usted llama su amigo, que ha estado encubriendo ese crimen durante años, un hombre cuyo único propósito es borrar cualquier huella de la existencia de Julián Carax, que quema sus libros. Entiendo que me mintió sobre su marido, que no está en la cárcel y evidentemente aquí tampoco. Eso es lo que entiendo.
Nuria Monfort negó lentamente.
—Vete, Daniel. Vete de esta casa y no vuelvas. Ya has hecho suficiente.
Me alejé hacia la puerta, dejándola en el comedor. Me detuve a medio camino y regresé. Nuria Monfort estaba sentada en el suelo, contra la pared. Todo el artificio de su presencia se había deshecho.
Crucé la plaza de San Felipe Neri barriendo el suelo con la mirada.
Arrastraba el dolor que había recogido de labios de aquella mujer, un dolor del que me sentía ahora cómplice e instrumento pero sin acertar a comprender ni el cómo ni el porqué. «No sabes lo que has hecho, Daniel.» Sólo deseaba alejarme de allí. Al cruzar frente a la iglesia apenas reparé en la presencia de aquel sacerdote enjuto y narigudo que me bendecía con parsimonia al pie del portal, sosteniendo un misal y un rosario.
39
Regresé a la librería con casi cuarenta y cinco minutos de retraso. Al verme, mi padre frunció el ceño con reprobación y miró el reloj.
—Menudas horas. Sabéis que tengo que salir a visitar un cliente en San Cugat y me dejáis aquí solo.
—¿Y Fermín? ¿No ha vuelto todavía?