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Zafón

La

sombra

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Al llegar a casa encontré los restos de una cena para dos en la mesa. Mi padre ya se había retirado y me pregunté si, por ventura, se habría animado a invitar a la Merceditas a cenar en casa. Me deslicé hasta mi habitación y entré sin encender la luz. Tan pronto me senté en el borde del colchón advertí que había alguien más en la estancia, tendido en la penumbra sobre el lecho como un difunto con las manos cruzadas sobre el pecho. Sentí un latigazo de frío en el estómago pero rápidamente reconocí los ronquidos y el perfil de aquella nariz sin parangón. Encendí la lamparilla de noche y encontré a Fermín Romero de Torres perdido en una sonrisa embelesada y emitiendo pequeños gemidos placenteros sobre la colcha. Suspiré y el durmiente abrió los ojos. Al verme pareció extrañado. Obviamente esperaba otra compañía. Se frotó los ojos y miró alrededor, haciéndose una más ajustada composición del lugar.

—Espero no haberle asustado. La Bernarda dice que dormido parezco el Boris Karloff español.

—¿Qué hace en mi cama, Fermín?

Entornó los ojos con cierta nostalgia.

—Soñando con Carole Lombard. Estábamos en Tánger, en unos baños turcos, y yo la untaba toda de aceite de ese que venden para el culillo de los bebés. ¿Ha untado usted alguna vez a una mujer de aceite, de arriba abajo, a conciencia?

—Fermín, son las doce y media de la noche y no me tengo de sueño.

—Usted disculpe, Daniel. Es que su señor padre insistió en que subiera a cenar y luego me entró una ñoña, porque a mí la carne de res me produce un efecto narcótico. Su padre me sugirió que me tendiese aquí un rato, alegando que a usted no le importaría...

Y no me importa, Fermín. Es que me ha pillado por sorpresa. Quédese con la cama y vuelva con Carole Lombard, que le debe de estar esperando. Y

métase dentro, que hace una noche de perros y encima va a pillar algo. Yo me iré al comedor.

Fermín asintió mansamente. Las magulladuras de la cara se le estaban inflamando y su cabeza, tramada con una barba de dos días y aquella escasa cabellera rala, parecía una fruta madura caída de un árbol. Cogí una manta de la cómoda y le tendí otra a Fermín. Apagué la luz y salí al comedor, donde me esperaba el butacón predilecto de mi padre. Me envolví en la manta y me acurruqué como pude, convencido de que no iba a pegar ojo. La imagen de dos ataúdes blancos en la tiniebla me sangraba en la mente. Cerré los ojos y puse todo mi empeño en borrar aquella visión. En su lugar, conjuré la visión de Bea desnuda sobre las mantas en aquel cuarto de baño a la luz de las velas. Abandonado a estos felices pensamientos, me pareció oír el murmullo lejano del mar y me pregunté si el sueño me habría vencido sin yo saberlo. Quizá navegaba rumbo a Tánger.

Al poco comprendí que eran sólo los ronquidos de Fermín y un instante después se apagó el mundo. En toda mi vida no he dormido mejor ni más profundamente que aquella noche.

Amaneció lloviendo a cántaros, con las calles anegadas y la lluvia acribillando las ventanas con rabia. El teléfono sonó a las siete y media. Salté de la butaca a contestar con el corazón en el gaznate. Fermín, en albornoz y pantuflas, y Página 188 de 288

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mi padre, sosteniendo la cafetera, intercambiaron aquella mirada que empezaba a hacerse habitual.

—¿Bea? —susurré al auricular, dándoles la espalda.

Creí oír un suspiro en la línea.

—¿Bea, eres tú?

No obtuve respuesta y, segundos más tarde, la línea se cortó. Me quedé observando el teléfono durante un minuto, esperando que volviese a sonar.

—Ya volverán a llamar, Daniel. Ahora ven a desayunar —dijo mi padre.

Llamará más tarde, me dije. Alguien debe de haberla sorprendido. No debía de ser fácil burlar el toque de queda del señor Aguilar. No había motivo de alarma.

Con estas y otras excusas me arrastré hasta la mesa para fingir que acompañaba a mi padre y a Fermín en su desayuno. Quizá fuera la lluvia, pero la comida había perdido todo el sabor.

Llovió toda la mañana y al rato de abrir la librería tuvimos un apagón general en todo el barrio que duró hasta el mediodía.

—Lo que faltaba —suspiró mi padre.

A las tres empezaron las primeras goteras. Fermín se ofreció a subir a casa de la Merceditas a pedir prestados unos cubos, platos o cualquier receptáculo cóncavo al uso. Mi padre se lo prohibió terminantemente. El diluvio persistía. Para matar la angustia le relaté a Fermín lo sucedido la noche anterior, guardándome, sin embargo, lo que había visto en aquella cripta. Fermín me escuchó fascinado, pero pese a su titánica insistencia me negué a describirle la consistencia, textura y disposición del busto de Bea. El día se fue en el aguacero.

Después de cenar, so pretexto de darme un paseo para estirar las piernas, dejé a mi padre leyendo y me dirigí hasta casa de Bea. Al llegar me detuve en la esquina a con templar los ventanales del piso y me pregunté qué era lo que estaba haciendo allí. Espiar, fisgar y hacer el ridículo fueron algunos de los términos que me cruzaron la mente. Aun así, tan desprovisto de dignidad como de abrigo apropiado para la gélida temperatura, me resguardé del viento en un portal al otro lado de la calle y permanecí allí cerca de media hora, vigilando las ventanas y viendo pasar las siluetas del señor Aguilar y de su esposa. No había rastro de Bea.

Era casi medianoche cuando regresé a casa, tiritando de frío y con el mundo a cuestas. Llamará mañana, me repetí mil veces mientras intentaba capturar el sueño. Bea no llamó al día siguiente. Ni al otro. Ni en toda aquella semana, la más larga y la última de mi vida.

En siete días, estaría muerto.

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