Sólo alguien al que apenas le queda una semana de vida es capaz de malgastar su tiempo como yo lo hice durante aquellos días. Me dedicaba a velar el teléfono y roerme el alma, tan prisionero de mi propia ceguera que apenas era capaz de adivinar lo que el destino ya daba por descontado. El lunes al mediodía me acerqué hasta la Facultad de Letras en la plaza Universidad con la intención de ver a Bea. Sabía que no le iba a hacer ninguna gracia que me presentase allí y que nos viesen juntos en público, pero prefería enfrentar su ira que seguir con aquella incertidumbre.
Pregunté en la secretaría por el aula del profesor Velázquez y me dispuse a esperar la salida de los estudiantes. Esperé unos veinte minutos hasta que se Página 189 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
abrieron las puertas y vi pasar el semblante arrogante y apincelado del profesor Velázquez, siempre rodeado de su corrillo de admiradoras. Cinco minutos después no había rastro de Bea. Decidí aproximarme hasta las puertas del aula a echar un vistazo. Un trío de muchachas con aire de escuela parroquial conversaban e intercambiaban apuntes o confidencias. La que parecía la líder de la congregación advirtió mi presencia e interrumpió su monólogo para acribillarme con una mirada inquisitiva.
—Perdón, buscaba a Beatriz Aguilar. ¿Sabéis si asiste a esta clase?
Las muchachas intercambiaron una mirada ponzoñosa y procedieron a hacerme una radiografía.
—¿Eres su novio? —preguntó una de ellas—. ¿El alférez?
Me limité a ofrecer una sonrisa vacía, que tomaron por asentimiento. Sólo me la devolvió la tercera muchacha, con timidez y desviando la mirada. Las otras dos se adelantaron, desafiantes.
—Te imaginaba diferente —dijo la que parecía la jefa del comando.
—¿Y el uniforme? —preguntó la segunda oficiala, observándome con desconfianza.
—Estoy de permiso. ¿Sabéis si se ha marchado ya?
—Beatriz no ha venido hoy a clase —informó la jefa, con aire desafiante.
—Ah, ¿no?
—No —confirmó la teniente de dudas y recelos—. Si eres su novio, deberías saberlo.
—Soy su novio, no un guardia civil.
— Anda, vayámonos, éste es un mamarracho —concluyó la jefa.
Ambas pasaron a mi lado dedicándome una mirada de soslayo y una media sonrisa de asco. La tercera, rezagada, se detuvo un instante antes de salir y, asegurándose de que las otras no la veían, me susurró al oído:
—Beatriz tampoco vino el viernes.
—¿Sabes por qué?
—Tú no eres su novio, ¿verdad?
—No. Sólo un amigo.
—Me parece que está enferma.
—¿Enferma?
—Eso dijo una de las chicas que la llamó a casa. Ahora tengo que irme.
Antes de que pudiese agradecerle su ayuda, la muchacha partió al encuentro de las otras dos, que la esperaban con ojos fulminantes en el otro extremo del claustro.
—Daniel, algo habrá pasado. Una tía abuela que se ha muerto, un loro con paperas, un catarro de tanto andar con el trasero al aire... sabe Dios el qué. En contra de lo que usted cree a pies juntillas, el universo no gira en torno a las apetencias de su entrepierna. Otros factores influyen en el devenir de la humanidad.
—¿Se cree que no lo sé? Parece que no me conozca, Fermín.
—Querido, si Dios hubiera querido darme caderas más amplias, hasta le podría haber parido: así de bien le conozco. Hágame caso. Salga de su cabeza y tome la fresca. La espera es el óxido del alma.
— Así que le parezco a usted ridículo.
—No. Me parece preocupante. Ya sé que a su edad estas cosas parecen el fin del mundo, pero todo tiene un límite. Esta noche usted y yo nos vamos de picos pardos a un local de la calle Platería que al parecer está causando furor. Me han Página 190 de 288
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