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bocado, qué calles evitar, qué vistas apresar. Me esperaba durante horas a la puerta de las oficinas de los editores sin perder la sonrisa y sin aceptar propina alguna. Hervé chapurreaba un español divertido, que mezclaba con tintes de italiano y portugués.

—Signore Carax, ya me ha pagato con tuoda generosidade pos meus servicios...

Según pude deducir, Hervé era el huérfano de una de las damas del establecimiento de Irene Marceau, en cuyo ático vivía. Julián le había enseñado a leer, escribir y a tocar el piano. Los domingos lo llevaba al teatro o a un concierto.

Hervé idolatraba a Julián y parecía dispuesto a hacer cualquier cosa por él, incluido guiarme hasta el fin del mundo si era necesario. En nuestro tercer día juntos me preguntó si yo era la novia del signore Carax. Le dije que no, sólo una amiga de visita. Pareció decepcionado.

Julián pasaba casi todas las noches en vela, sentado en su escritorio con Kurtz en el regazo, repasando páginas o simplemente mirando las siluetas de las torres de la catedral a lo lejos. Una noche en que yo tampoco podía dormir por el ruido de la lluvia arañando el tejado salí a la sala. Nos miramos sin decir nada y Julián me ofreció un cigarrillo. Contemplamos la lluvia en silencio durante un largo rato. Luego, cuando la lluvia cesó, le pregunté quién era P.

—Penélope —respondió.

Le pedí que me hablase de ella, de aquellos trece años de exilio en París. A media voz, en la penumbra, Julián me contó que Penélope era la única mujer a la que había amado.

Una noche de invierno de 1921, Irene Marceau encontró a Julián Carax vagando en las calles, incapaz de recordar su nombre y vomitando sangre. Apenas llevaba encima unas monedas y unas páginas dobladas, escritas a mano. Irene las leyó, y creyó que había dado con un autor famoso, borracho perdido, y que quizá un editor generoso la recompensaría cuando él recobrase el conocimiento. Esa era al menos su versión, pero Julián sabía que le salvó la vida por compasión. Pasó seis meses en una habitación en el ático del burdel de Irene, recuperándose. Los médicos advirtieron a Irene que si aquel individuo volvía a envenenarse, no respondían de él. Se había destrozado el estómago y el hígado, e iba a pasar el resto de sus días sin poder alimentarse más que de leche, queso fresco y pan tierno. Cuando Julián recobró el habla, Irene le preguntó quién era.

—Nadie —respondió Julián.

—Pues nadie vive a mi costa. ¿Qué sabes hacer?

Julián dijo que sabía tocar el piano.

—Demuéstralo.

Julián se sentó al piano del salón y, frente a una intrigada audiencia de quince putillas adolescentes en paños menores, interpretó un nocturno de Chopin. Todas aplaudieron menos Irene, que dijo que aquello era música de muertos y que ellas estaban en el negocio de los vivos. Julián tocó para ella un ragtime y un par de piezas de Offenbach.

—Eso está mejor.

Su nuevo empleo le granjeaba un sueldo, un techo y dos comidas calientes al día.

En París sobrevivió gracias a la caridad de Irene Marceau, que era la única persona que le animaba a seguir escribiendo. A ella le gustaban las Página 221 de 288

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novelas románticas y las biografías de santos y mártires, que la intrigaban enormemente. En su opinión, el problema de Julián es que tenía el corazón envenenado y que por eso sólo podía escribir aquellas historias de espantos y tinieblas. Pese a sus reparos, Irene era quien había conseguido que Julián encontrase editor para sus primeras novelas, quien le había procurado aquella buhardilla en la que se escondía del mundo, la que le vestía y lo sacaba de casa para que le diese el sol y el aire, quien le compraba libros y le hacía acompañarla a misa los domingos y luego a pasear por las Tullerías. Irene Marceau le mantenía vivo sin pedirle otra cosa a cambio que su amistad y la promesa de que seguiría escribiendo. Con el tiempo, Irene le permitió llevarse a alguna de sus chicas a la buhardilla, aunque sólo fuera para dormir abrazados. Irene bromeaba que ellas estaban casi tan solas como él y lo único que querían era algo de cariño.

—Mi vecino, monsieur Darcieu, me tiene por el hombre más afortunado del universo.

Le pregunté por qué no había regresado nunca a Barcelona en busca de Penélope. Se sumió en un largo silencio y cuando busqué su rostro en la oscuridad lo encontré cortado de lágrimas. Sin saber bien lo que hacía me arrodillé junto a él y le abracé. Permanecimos así, abrazados en aquella silla, hasta que nos sorprendió el alba. Ya no sé quién besó primero a quién, ni si tiene importancia. Sé que encontré sus labios y que me dejé acariciar sin darme cuenta de que también yo estaba llorando y no sabía por qué. Aquel amanecer, y todos los que siguieron durante las dos semanas que pasé con Julián, nos amamos en el suelo, siempre en silencio. Luego, sentados en un café o paseando por las calles, le miraba a los ojos y sabía sin necesidad de preguntarle que él seguía queriendo a Penélope. Recuerdo que en aquellos días aprendí a odiar a aquella muchacha de diecisiete años (porque para mí Penélope siempre tuvo diecisiete años), a la que nunca había conocido y con la que empezaba a soñar. Inventé mil y una excusas para telegrafiar a Cabestany y prolongar mi estancia. Ya no me preocupaba perder aquel empleo ni la existencia gris que había dejado en Barcelona. Muchas veces me he preguntado si llegué a París con una vida tan vacía que caí en los brazos de Julián como las chicas de Irene Marceau, que mendigaban cariño a regañadientes. Sólo sé que aquellas dos semanas que pasé con Julián fueron el único momento de mi vida en que sentí por una vez que era yo misma, en que comprendí con esa absurda claridad de las cosas inexplicables que nunca podría querer a otro hombre como quería a Julián, aunque pasara el resto de mis días intentándolo.

Una día Julián se quedó dormido en mis brazos, exhausto. La tarde anterior, al cruzar frente al escaparate de una tienda de empeños se había detenido para enseñar me una pluma estilográfica que llevaba años expuesta en el mostrador y que según el tendero había pertenecido a Víctor Hugo. Julián nunca había tenido un céntimo para comprarla, pero cada día la visitaba. Me vestí con sigilo y bajé a la tienda. La pluma costaba una fortuna que yo no tenía, pero el tendero me dijo que aceptaría un cheque en pesetas contra cualquier banco español con oficina en París. Antes de morir, mi madre me había prometido que ahorraría durante años para comprarme un vestido de novia. La pluma de Víctor Hugo se llevó mi velo por delante, y aunque sabía que era una locura, nunca gasté un dinero más a gusto. Al salir de la tienda con el estuche fabuloso, advertí que una mujer me seguía. Era una dama muy elegante, con el cabello plateado y los ojos más azules que he visto jamás. Se me aproximó y se presentó. Era Irene Marceau, la protectora de Julián.

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Mi lazarillo Hervé le había hablado de mí. Sólo quería conocerme y preguntarme si yo era la mujer a la que Julián había estado esperando todos aquellos años. No hizo falta que respondiese. Irene se limitó a asentir y me besó en la mejilla. La vi alejarse calle abajo y supe entonces que Julián nunca sería mío, que le había perdido antes de empezar. Regresé a la buhardilla con el estuche de la pluma oculto en mi bolso. Julián me esperaba despierto. Me desnudó sin decir nada e hicimos el amor por última vez. Cuando me preguntó por qué lloraba le dije que eran lágrimas de felicidad. Más tarde, cuando Julián bajó a buscar algo de comida, hice el equipaje y dejé el estuche con la pluma sobre su máquina de escribir. Metí el manuscrito de la novela en mi maleta y me marché antes de que Julián regresara. En el rellano me encontré con monsieur Darcieu, el anciano ilusionista que leía la mano de las muchachas a cambio de un beso. Me tomó la mano izquierda y me observó con tristeza.

—Vous avez poison au coeur, mademoiselle.

Cuando quise satisfacer su tarifa negó suavemente, y fue él quien me besó la mano.

Llegué a la estación de Austerlitz justo a tiempo para tomar el tren de las doce para Barcelona. El revisor que me vendió el billete me preguntó si me encontraba bien. Asentí y me encerré en el compartimento. El tren partía ya cuando miré por la ventana y avisté la silueta de Julián en el andén, en el mismo sitio que le había visto la primera vez. Cerré los ojos y no los abrí hasta que el tren hubo dejado atrás la estación y aquella ciudad embrujada a la que nunca podría regresar. Llegué a Barcelona al amanecer del día siguiente. Aquel día cumplí los veinticuatro años, sabiendo que lo mejor de mi vida había quedado atrás.

2

A mi regreso a Barcelona dejé pasar un tiempo antes de volver a visitar a Miquel Moliner. Necesitaba quitarme a Julián de la cabeza y me daba cuenta de que si Miquel me preguntaba por él no iba a saber qué decir. Cuando nos encontramos de nuevo no hizo falta que le dijese nada. Miquel me miró a los ojos y se limitó a asentir. Me pareció más flaco que antes de mi viaje a París, el rostro de una palidez casi enfermiza, que yo atribuí al exceso de trabajo con que se castigaba. Me confesó que estaba pasando apuros económicos. Había gastado casi todo el dinero que había heredado en sus donaciones filantrópicas y ahora los abogados de sus hermanos estaban tratando de desalojarle del palacete alegando que una cláusula del testamento del viejo Moliner especificaba que Miquel sólo podría hacer uso de aquel lugar siempre y cuando lo mantuviese en buenas condiciones y pudiera demostrar solvencia para mantener la propiedad. En caso contrario, el palacio de Puertaferrisa pasaría a la custodia de sus otros hermanos.

—Incluso antes de morir, mi padre intuyó que iba a gastarme su dinero en todo aquello que él detestaba en vida, hasta el último céntimo.

Sus ingresos como columnista y traductor estaban lejos de permitirle mantener semejante domicilio.

—Lo difícil no es ganar dinero sin más —se lamentaba—. Lo difícil es ganarlo haciendo algo a lo que valga la pena dedicarle la vida.

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