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sombra

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viento

reía. Lo que más le gustaba eran los cuentos. Siempre me pedía que le leyese cuentos y no creo que haya habido una cría que aprendiese antes a leer. Decía que quería ser escritora y redactar enciclopedias y tratados de historia y filosofía. Su madre decía que todo aquello era culpa mía, que Nuria me adoraba y como pensaba que su padre sólo quería a los libros, ella quería escribir libros para que su padre la quisiera a ella.

—Isaac, no me parece una buena idea que esté usted solo esta noche.

¿Por qué no se viene conmigo? Se queda esta noche en casa, y así le hace compañía a mi padre.

Isaac negó de nuevo.

—Tengo que hacer, Daniel. Váyase usted a casa, y lea esas páginas. Le pertenecen a usted.

El anciano desvió la mirada y me dirigí hacia la puerta. Estaba en el umbral cuando la voz de Isaac me llamó, apenas un susurro.

—¿Daniel?

—Sí.

—Tenga usted mucho cuidado.

Cuando salí a la calle me pareció que la negrura se arrastraba por el empedrado, pisándome los talones. Apreté el paso y no aflojé el ritmo hasta que llegué al piso de Santa Ana. Al entrar en casa encontré a mi padre refugiado en su butaca con un libro abierto en el regazo. Era un álbum de fotografías. Al verme, se incorporó con una expresión de alivio que le arrancó el cielo de encima.

—Ya estaba preocupado —dijo—. ¿Cómo fue el entierro?

Me encogí de hombros y mi padre asintió gravemente, dando el tema por cerrado.

—Te he preparado algo de cena. Si te apetece, lo recaliento y..

—No tengo hambre, gracias. He picado algo por ahí. Me miró a los ojos y asintió de nuevo. Se volvió y empezó a recoger los platos que había dispuesto en la mesa. Fue entonces, sin saber bien por qué, cuando me acerqué a él y le abracé. Sentí que mi padre, sorprendido, me abrazaba a su vez.

—Daniel, ¿estás bien?

Estreché a mi padre entre mis brazos con fuerza.

—Te quiero —murmuré.

Repicaban las campanas de la catedral cuando empecé a leer el manuscrito de Nuria Monfort. Su caligrafía menuda y ordenada me recordó la pulcritud de su escritorio, como si hubiese querido buscar en las palabras la paz y la seguridad que la vida no había querido concederle.

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NURIA MONFORT

MEMORIA DE APARECIDOS

1933—1955

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No hay segundas oportunidades, excepto para el remordimiento. Julián Carax y yo nos conocimos en el otoño de 1933. Por entonces, yo trabajaba para el editor Josep Cabestany. El señor Cabestany le había descubierto en 1927 durante uno de sus viajes «de prospección editorial» a París. Julián se ganaba la vida tocando el piano por las tardes en una casa de alterne y escribía por las noches. La dueña del local, una tal Irene Marceau, tenía tratos con la mayoría de editores de París y, gracias a sus ruegos, favores o amenazas de indiscreción, Julián Carax había conseguido publicar varias novelas en diferentes editoriales con resultados comerciales desastrosos. Cabestany había adquirido los derechos exclusivos para editar la obra de Carax en España y América del Sur por una suma irrisoria que incluía la traducción de los originales en francés al castellano por parte del autor.

Confiaba en poder vender unos tres mil ejemplares de cada una, pero los dos primeros títulos que publicó en España fueron un rotundo fracaso: apenas se vendieron un centenar de ejemplares de cada uno. Pese a los malos resultados, cada dos años recibíamos un nuevo manuscrito de Julián, que Cabestany aceptaba sin poner reparos, alegando que había suscrito un compromiso con el autor, que no todo eran los beneficios y que había que promocionar la buena literatura.

Un día, intrigada, le pregunté por qué continuaba publicando novelas de Julián Carax y perdiendo dinero en el empeño. Por toda contestación, Cabestany fue hasta su estantería, tomó una copia de un libro de Julián y me invitó a que lo leyese. Así lo hice. Dos semanas más tarde los había leído todos. Esta vez mi pregunta fue cómo era posible que vendiésemos tan pocos ejemplares de aquellas novelas.

—No lo sé —dijo Cabestany—. Pero lo seguiremos intentando.

Me pareció un gesto noble y admirable que no casaba con la imagen fenicia que me había hecho del señor Cabestany. Quizá le había juzgado mal.

La figura de Julián Carax cada vez me intrigaba más. Todo lo referente a él estaba envuelto de misterio. Por lo menos una o dos veces al mes alguien llamaba preguntando por la dirección de Julián Carax. Pronto advertí que siempre era la misma persona, que se identificaba con nombres diferentes. Yo me limitaba a decirle lo que ya decían las contraportadas de los libros, que Julián Carax vivía en París. Con el tiempo, aquel hombre dejó de llamar. Yo, por si las moscas, había borrado la dirección de Carax de los archivos de la editorial. Yo era la única que le escribía y me la sabía de memoria.

Meses más tarde, por casualidad, me encontré con las hojas de contabilidad que el taller de impresión enviaba al señor Cabestany. Al echarles un vistazo advertí que las ediciones de los libros de Julián Carax estaban sufragadas en su integridad por un individuo ajeno a la empresa del cual yo no había oído hablar jamás: Miquel Moliner. Es más, los costes de impresión y distribución de las obras eran sustancialmente inferiores a la cifra facturada al señor Moliner. Las cifras no mentían: la editorial estaba haciendo dinero imprimiendo libros que iban a parar directamente a un almacén. No tuve valor para cuestionar las indiscreciones financieras de Cabestany. Temía perder mi Página 217 de 288

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puesto. Lo que hice fue anotar la dirección a la que enviábamos las facturas a nombre de Miquel Moliner, un palacete en la calle Puertaferrisa. Guardé aquella dirección durante meses antes de atreverme a visitarle. Finalmente, mi conciencia pudo más y me presenté en su casa dispuesta a decirle que Cabestany le estaba estafando. Sonrió y me dijo que ya lo sabía.

—Cada cual hace aquello para lo que sirve.

Le pregunté si había sido él quien había estado llamando tantas veces para averiguar la dirección de Carax. Dijo que no y, con gesto sombrío, me advirtió que no debía darle esa dirección a nadie. Nunca.

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