—¿Seguro que a ti no te han zurrado también? Le estás dando mucho a los monosílabos. De chavalín eras más parlanchín.
La puerta del estudio se abrió y la Bernarda entró portando una bandeja con dos tazas humeantes y un azucarero. A la vista de sus andares temí interponerme en la trayectoria de una lluvia de café hirviente.
—Permiso. ¿El señor lo tomará con un chorrito de brandy?
—Me parece que la botella de Lepanto se ha ganado un descanso esta noche, Bernarda. Y usted también. Venga, váyase a dormir. Daniel y yo nos quedamos despiertos por si hace falta algo. Ya que Fermín está en su dormitorio, puede usted usar mi habitación.
—Ay, señor, de ninguna manera.
—Es una orden. Y no me discuta. La quiero dormida en cinco minutos.
—Pero, señor...
—Bernarda, que se juega el aguinaldo.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Lo que usted mande, señor Barceló. Aunque yo duermo encima de la colcha. Faltaría más.
Barceló esperó ceremoniosamente a que la Bernarda se hubiese retirado.
Se sirvió siete terrones de azúcar y procedió a remover la taza con la cucharilla, perfilando una sonrisa felina entre nubarrones de tabaco holandés.
— Ya lo ves. Tengo que llevar la casa con mano dura.
—Sí, está usted hecho un ogro, don Gustavo.
—Y tú un liante. Dime, Daniel, ahora que no nos oye nadie. ¿Por qué no es una buena idea que demos parte a la policía de lo que ha pasado?
—Porque ya lo saben.
—¿Quieres decir...?
Asentí.
—¿En qué clase de lío estáis metidos, si no es mucho preguntar?
Suspiré.
—¿Algo en lo que yo pueda ayudar?
Alcé la mirada. Barceló me sonreía sin malicia, la fachada de ironía en rara tregua.
—¿No tendrá todo esto, por una de aquellas cosas, que ver con aquel libro de Carax que no quisiste venderme cuando debías?
Me cazó la sorpresa al vuelo.
—Yo podría ayudaros —ofreció—. Me sobra lo que a vosotros os falta: dinero y sentido común.
—Créame, don Gustavo, ya he complicado a demasiada gente en este asunto.
—No vendrá de uno, entonces. Venga, en confianza. Hazte a la idea de que soy tu confesor.
—Hace años que no me confieso.
—Se te ve en la cara.
33
Gustavo Barceló tenía un escuchar contemplativo y salomónico, de médico o nuncio apostólico. Me observaba con las manos unidas a modo de plegaria bajo la barbilla y los codos sobre el escritorio, sin apenas parpadear, asintiendo aquí y allá, como si detectase síntomas o pecadillos en el flujo de mi relato y fuera componiendo su propio dictamen sobre los hechos a medida que yo se los servía en bandeja. Cada vez que me detenía, el librero alzaba las cejas inquisitivamente y hacía un gesto con la mano derecha para indicar que siguiera desenhebrando el galimatías de mi historia, que parecía divertirle enormemente. Ocasionalmente tomaba notas a mano alzada o levantaba la mirada al infinito como si quisiera considerar las implicaciones de cuanto le relataba. Las más de las veces se relamía en una sonrisa sardónica que yo no podía evitar atribuir a mi ingenuidad o a la torpeza de mis conjeturas.
—Oiga, si le parece una tontería me callo.
—Al contrario. Hablar es de necios; callar es de cobardes; escuchar es de sabios.