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Hace mucho que sé que lo tienes. La gente habla. Yo escucho.

—Pues debe de haber oído mal. Yo no tengo ese libro. Y si lo tuviera, no lo vendería.

—Tu integridad es admirable, sobre todo en esta época de monaguillos y lameculos, pero conmigo no hace falta que hagas comedia. Dime cuánto. ¿Mil duros? A mí el dinero me trae sin cuidado. El precio lo pones tú.

—Ya se lo he dicho: ni está en venta, ni lo tengo —repliqué—. Se ha equivocado usted, ya lo ve.

El extraño permaneció en silencio, inmóvil, envuelto en el humo azul de aquel cigarrillo que nunca parecía acabarse. Noté que no olía a tabaco, sino a papel quemado. Papel bueno, de libro.

—Quizá seas tú el que se esté equivocando ahora —sugirió.

—¿Me está amenazando? —Probablemente.

Tragué saliva. Pese a mi bravata, aquel individuo me tenía totalmente aterrorizado.

—¿Y puedo saber por qué está usted tan interesado?

—Eso es asunto mío.

—Mío también, si me amenaza usted para que le venda un libro que no tengo.

—Me caes bien, Daniel. Tienes agallas y pareces listo. ¿Mil duros? Con eso puedes comprar muchísimos libros. Libros buenos, no esa basura que guardas con tanto celo. Venga, mil duros y quedamos tan amigos.

—Usted y yo no somos amigos.

—Sí lo somos, pero tú no te has dado cuenta todavía. No te culpo, con tantas cosas en la cabeza. Como tu amiga, Clara. Por una mujer así, cualquiera pierde el sentido común.

La mención a Clara me heló la sangre.

—¿Qué sabe usted de Clara?

—Me atrevería a decir que sé más que tú, y que te convendría olvidarla, aunque ya sé que no lo harás. Yo también he tenido dieciséis años...

Una terrible certeza me golpeó de súbito. Aquel hombre era el extraño que abordaba a Clara por la calle, de incógnito. Era real. Clara no había mentido. El individuo dio un paso al frente. Me retiré. No había sentido tanto miedo en la vida.

—Clara no tiene el libro, más vale que lo sepa. No se atreva a tocarla otra vez.

—Tu amiga me trae sin cuidado, Daniel, y algún día compartirás mi sentir.

Lo que quiero es el libro. Prefiero obtenerlo por las buenas y que nadie salga perjudicado. ¿Me explico?

A falta de mejores ideas me lancé a mentir como un bellaco.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—Lo tiene un tal Adrián Neri. Músico. A lo mejor le suena.

—No me suena de nada, y eso es lo peor que se puede decir de un músico. ¿Seguro que no te has inventado a este tal Adrián Neri?

—Qué más quisiera yo.

—Entonces, ya que parece que sois tan buenos amigos, a lo mejor tú puedes persuadirle para que te lo devuelva. Estas cosas, entre amigos, se solucionan sin problemas. ¿O prefieres que se lo pida a tu amiga Clara? Negué.

—Hablaré con Neri, pero no creo que me lo devuelva, o que lo tenga todavía —improvisé—. ¿Y usted para qué quiere el libro? No me diga que para leerlo.

—No. Me lo sé de memoria.

—¿Es usted un coleccionista?

—Algo parecido.

—¿Tiene usted más libros de Carax?

—Los he tenido en algún momento. Julián Carax es mi especialidad, Daniel. Recorro el mundo buscando sus libros.

—¿Y qué hace con ellos si no los lee?

El extraño emitió un sonido sordo, agónico. Tardé unos segundos en comprender que se estaba riendo.

—Lo único que debe hacerse con ellos, Daniel —replicó.

Extrajo entonces una cajetilla de fósforos del bolsillo. Tomó uno y lo prendió. La llama iluminó por primera vez su semblante. Se me heló el alma.

Aquel personaje no tenía nariz, ni labios, ni párpados. Su rostro era apenas una máscara de piel negra y cicatrizada, devorada por el fuego. Aquélla era la tez muerta que había rozado Clara.

—Quemarlos —susurró, la voz y la mirada envenenadas de odio.

Un soplo de brisa apagó la cerilla que sostenía en los dedos, y su rostro quedó de nuevo oculto en la oscuridad.

—Volveremos a vernos, Daniel. A mí nunca se me olvida una cara y creo que a ti, desde hoy, tampoco —dijo pausadamente—. Por tu bien, y por el de tu amiga Clara, confío en que tomes la decisión correcta y aclares este tema con el tal señor Neri, que por cierto tiene nombre de niñato. Yo no me fiaría ni un pelo de él.

Sin más, el extraño se dio la vuelta y partió hacia los muelles, una silueta evaporándose en la oscuridad envuelta en su risa de trapo.

8

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