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La

sombra

del

viento

La Bernarda se presentó media hora más tarde. Traía una cara de funeral y un recado de la señorita Clara. Me deseaba muchas felicidades, pero sentía no poder asistir a mi cena de cumpleaños. El señor Barceló se había tenido que ausentar de la ciudad durante unos días por asuntos de negocios y Clara se había visto obligada a cambiar la hora de su clase de música con el maestro Neri. Ella había venido porque era su tarde libre.

—¿Clara no puede venir porque tiene una clase de música? —pregunté, atónito.

La Bernarda bajó la vista. Estaba casi llorando cuando me tendió un pequeño paquete que contenía su regalo y me besó ambas mejillas.

—Si no le gusta, se puede cambiar —dijo.

Me quedé a solas con. mi padre, contemplando la vajilla buena, la plata y las velas consumiéndose en silencio.

—Lo siento, Daniel —dijo mi padre.

Asentí en silencio, encogiéndome de hombros.

—¿No vas a abrir tu regalo? —preguntó.

Mi única respuesta fue el portazo que di al salir. Bajé las escaleras con furia, sintiendo los ojos rebosando lágrimas de ira al salir a la calle desolada, bañada de luz azul y de frío. Llevaba el corazón envenenado y la mirada me temblaba. Eché a andar sin rumbo, ignorando al extraño que me observaba inmóvil desde la Puerta del Ángel. Vestía el mismo traje oscuro, su mano derecha enfundada en el bolsillo de la chaqueta. Sus ojos dibujaban briznas de luz a la lumbre de un cigarro. Cojeando levemente, empezó a seguirme.

Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies del monumento a Colón. Crucé hasta los muelles y me senté en los peldaños que se hundían en las aguas tenebrosas junto al muelle de las golondrinas. Alguien había fletado una excursión nocturna y se podían oír las risas y la música flotando desde la procesión de luces y reflejos en la dársena del puerto. Recordé los días en que mi padre y yo hacíamos la travesía en las golondrinas hasta la punta del espigón. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la montaña de Montjuïc y la ciudad de los muertos, infinita. A veces yo saludaba con la mano, creyendo que mi madre seguía allí y nos veía pasar. Mi padre repetía mi saludo. Hacía ya años que no embarcábamos en una golondrina, aunque yo sabía que él a veces iba solo.

—Una buena noche para el remordimiento, Daniel —dijo la voz desde las sombras—. ¿Un cigarrillo?

Me incorporé de un brinco, con un frío súbito en el cuerpo. Una mano me ofrecía un pitillo desde la oscuridad.

—¿Quién es usted?

El extraño se adelantó hasta el umbral de la oscuridad, dejando su rostro velado. Un hálito de humo azul brotaba de su cigarrillo. Reconocí al instante el traje negro y aquella mano oculta en el bolsillo de la chaqueta. Los ojos le brillaban como cuentas de cristal.

—Un amigo —dijo—. O eso aspiro a ser. ¿Cigarrillo?

—No fumo.

—Bien hecho. Lamentablemente, no tengo nada más que ofrecerte, Daniel.

Su voz era arenosa, herida. Arrastraba las palabras y sonaba apagada y remota, como los discos de setenta y ocho revoluciones por minuto que coleccionaba Barceló.

—¿Cómo sabe mi nombre?

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—Sé muchas cosas de ti. El nombre es lo de menos.

—¿Qué más sabe?

—Podría avergonzarte, pero no tengo ni el tiempo ni las ganas. Baste decir que sé que tienes algo que me interesa. Y estoy dispuesto a pagarte bien por ello.

—Me parece que se equivoca usted de persona.

—No, yo nunca me equivoco de persona. Para otras cosas sí, pero nunca de persona. ¿Cuánto quieres por él?

—¿Por el qué?

—La Sombra del Viento.

—¿Qué le hace pensar que lo tengo?

—Eso está fuera de la discusión, Daniel. Es sólo una cuestión de precio.

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