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—¿Qué llaves?

De la bofetada que me propinó, me caí al suelo. Me levanté con sangre en la boca y un silbido en el oído izquierdo que me taladraba la cabeza como el silbato de un urbano. Me palpé la cara y sentí el corte que me había partido los labios ardiendo bajo los dedos. Un anillo de sello brillaba en el dedo anular del profesor de música, ensangrentado.

—Las llaves, te he dicho.

—Váyase usted a la mierda —escupí.

No vi venir el puñetazo. Tan sólo sentí como si un martillo pilón me hubiese arrancado el estómago de cuajo. Me doblé en dos como un títere roto, sin respiración, tambaleándome contra la pared. Neri me agarró de un tirón por el pelo y hurgó en mis bolsillos hasta dar con las llaves. Me deslicé hasta el suelo, sujetándome el estómago, lloriqueando de agonía, o de rabia.

—Dígale a Clara que...

Me cerró la puerta en las narices, y quedé en la oscuridad absoluta.

Busqué el libro a tientas en la negrura. Lo encontré y me deslicé con él escaleras abajo, apoyándome contra los muros, jadeando. Salí al exterior escupiendo sangre y respirando por la boca a borbotones. El frío y el viento me ciñeron las ropas empapadas, mordientes. El corte en la cara me quemaba.

—¿Está usted bien? —preguntó una voz en la sombra.

Era el mendigo al que había negado mi ayuda un rato antes. Asentí, evitando su mirada, avergonzado. Eché a andar.

—Espere un poco, al menos hasta que amaine la lluvia —sugirió el mendigo.

Me tomó del brazo y me guió hasta un rincón bajo los arcos donde guardaba un fardo y una bolsa con ropa vieja y sucia.

—Tengo un poco de vino. No es malo. Beba un poco. Le irá bien para entrar en calor. Y para desinfectar eso...

Bebí un trago de la botella que me ofrecía. Sabía a gasoil esclarecido con vinagre, pero su calor me calmó el estómago y los nervios. Unas gotas me salpicaron la herida y vi estrellas en la noche más negra de mi vida.

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—Bueno, ¿eh? —Sonrió el mendigo—. Hala, échele un traguillo más, que esto levanta a los muertos.

—No, gracias. Para usted —musité.

El mendigo bebió un largo trago. Le observé detenidamente. Parecía un contable gris de ministerio que no se hubiese cambiado de traje en quince años.

Me ofreció su mano y la estreché.

—Fermín Romero de Torres, cesante. Mucho gusto en conocerle.

—Daniel Sempere, tonto de remate. El gusto es mío.

—No se venda barato, que en noches así todo se ve peor de lo que es. Ahí donde me ve, yo soy un optimista nato. No me cabe la menor duda de que el régimen tiene los días contados. Según todos los indicios, los americanos nos van a invadir el día menos pensado y a Franco le pondrán un puesto de chufas en Melilla. Y yo recuperaré el puesto, la reputación y la honra perdida.

—¿A qué se dedicaba usted?

—Servicio de inteligencia. Alto espionaje —dijo Fermín Romero de Torres—. Sólo le diré que yo era el hombre de Maciá en La Habana.

Asentí. Otro loco. La noche de Barcelona los coleccionaba a puñados. Y a los idiotas como yo, también.

—Oiga, ese corte tiene mala pinta. Le han zurrado a base de bien, ¿eh?

Me llevé los dedos a la boca. Sangraba todavía.

—¿Asunto de faldas? —inquirió—. Se lo podía haber usted ahorrado. Las mujeres de este país, se lo digo yo que he visto mundo, son unas mojigatas y unas frígidas. Así como suena. Me acuerdo yo de una mulatita que dejé en Cuba.

Óigame, otro mundo, ¿eh?, otro mundo. Y es que la hembra caribeña se te arrima al cuerpo con ese ritmo isleño y te susurra «ay, papito, dame plaser, dame plaser», y un hombre de verdad, con sangre en las venas, qué le voy yo a contar...

Me pareció que Fermín Romero de Torres, o cualquiera que fuese su verdadero nombre, anhelaba la anodina conversación casi tanto como un baño caliente, un plato de lentejas con chorizo y una muda limpia. Le di cuerda durante un rato, esperando a que se me calmase el dolor. No me costó gran esfuerzo, porque aquel hombrecillo sólo necesitaba algún asentimiento puntual y alguien que hiciese como que le escuchaba. Estaba el mendigo por relatarme los pormenores y tecnicismos de un plan secreto para secuestrar a doña Carmen Polo de Franco cuando advertí que ya llovía con menos fuerza y que la tormenta parecía alejarse lentamente hacia el norte.

—Se me hace tarde —murmuré, incorporándome.

Fermín Romero de Torres asintió con cierta tristeza y me ayudó a levantarme, haciendo como que me quitaba el polvo de la ropa empapada.

—Otro día será, entonces —dijo, resignado—. A mí es que me pierde la boca. Empiezo a hablar y... oiga, de lo del secuestro, que quede entre usted y yo,

¿eh?

—No se preocupe. Soy una tumba. Y gracias por el vino.

Me alejé hacia las Ramblas. Me detuve en el umbral de la plaza y volví la vista hacia el piso de los Barceló. Las ventanas permanecían oscuras, llorando de lluvia. Quise odiar a Clara, pero fui incapaz. Odiar de veras es un talento que se aprende con los años.

Me juré que no volvería a verla, que no volvería a mencionar su nombre, o a recordar el tiempo que había perdido a su lado. Por alguna extraña razón, me sentí en paz. La ira que me había sacado de casa se había evaporado. Temí que volviese, y con saña renovada, al día siguiente. Temí que los celos y la vergüenza Página 34 de 288

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