Los ojos de Adrián Neri ardían de furia.
—Nada —murmuró—. Ahora vuelvo.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Neri se incorporó y se lanzó hacia mí como un obús, apretando los puños.
Ni le vi venir. No podía apartar los ojos de Clara, envuelta en sudor, sin aliento, las costillas dibujándose bajo su piel y los pechos temblando de anhelo. El profesor de música me agarró del cuello y me arrastró afuera de la habitación.
Sentí que mis pies apenas rozaban el suelo, y por mucho que lo intenté no pude zafarme de la presa de Neri, que me llevaba como un fardo a través del invernadero
—El alma te voy a romper yo a ti, desgraciado —mascullaba entre dientes.
Me llevó a rastras hasta la puerta del piso y una vez allí la abrió y me lanzó con fuerza al rellano. El libro de Carax se me había caído de las manos. Lo recogió y me lo tiró a la cara con rabia.
—Si te vuelvo a ver por aquí, o me entero de que te has acercado a Clara en la calle, te juro que te envío al hospital de la paliza que te doy, sin importarme una mierda la edad que tengas —dijo fríamente—. ¿Estamos?
Me incorporé trabajosamente, y descubrí que en el forcejeo Neri me había desgarrado la chaqueta y el orgullo.
—¿Cómo has entrado?
No contesté. Neri suspiró, sacudiendo la cabeza.
—Venga, dame las llaves —espetó Neri, conteniendo su furia.
—¿Qué llaves?
De la bofetada que me propinó, me caí al suelo. Me levanté con sangre en la boca y un silbido en el oído izquierdo que me taladraba la cabeza como el silbato de un urbano. Me palpé la cara y sentí el corte que me había partido los labios ardiendo bajo los dedos. Un anillo de sello brillaba en el dedo anular del profesor de música, ensangrentado.
—Las llaves, te he dicho.
—Váyase usted a la mierda —escupí.
No vi venir el puñetazo. Tan sólo sentí como si un martillo pilón me hubiese arrancado el estómago de cuajo. Me doblé en dos como un títere roto, sin respiración, tambaleándome contra la pared. Neri me agarró de un tirón por el pelo y hurgó en mis bolsillos hasta dar con las llaves. Me deslicé hasta el suelo, sujetándome el estómago, lloriqueando de agonía, o de rabia.
—Dígale a Clara que...
Me cerró la puerta en las narices, y quedé en la oscuridad absoluta.
Busqué el libro a tientas en la negrura. Lo encontré y me deslicé con él escaleras abajo, apoyándome contra los muros, jadeando. Salí al exterior escupiendo sangre y respirando por la boca a borbotones. El frío y el viento me ciñeron las ropas empapadas, mordientes. El corte en la cara me quemaba.
—¿Está usted bien? —preguntó una voz en la sombra.
Era el mendigo al que había negado mi ayuda un rato antes. Asentí, evitando su mirada, avergonzado. Eché a andar.
—Espere un poco, al menos hasta que amaine la lluvia —sugirió el mendigo.
Me tomó del brazo y me guió hasta un rincón bajo los arcos donde guardaba un fardo y una bolsa con ropa vieja y sucia.
—Tengo un poco de vino. No es malo. Beba un poco. Le irá bien para entrar en calor. Y para desinfectar eso...
Bebí un trago de la botella que me ofrecía. Sabía a gasoil esclarecido con vinagre, pero su calor me calmó el estómago y los nervios. Unas gotas me salpicaron la herida y vi estrellas en la noche más negra de mi vida.
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