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Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

una alianza cuando Teresita cayó enferma. Algo que había pillado en el taller, me dijo. En seis meses se me había muerto de tuberculosis. Aún me acuerdo de cómo gemía el mudo el día que la enterramos en el cementerio de Pueblo Nuevo.

Isaac se sumió en un profundo silencio. No me atreví ni a respirar. Al poco alzó la vista y me sonrió.

—Le hablo de cincuenta y cinco años atrás, ahí es nada. Pero, si he de serle sincero, no pasa un día que no me acuerde de ella, de los paseos que nos dábamos hasta las ruinas de la Exposición Universal de 1888 y de cómo se reía de mí cuando le leía los poemas que escribía en la trastienda del colmado de embutidos y ultramarinos de mi tío Leopoldo. Me acuerdo hasta de la cara de una gitana que nos leyó la mano en la playa del Bogatell y nos dijo que estaríamos juntos toda la vida. A su manera, no mentía. ¿Qué le puedo decir? Pues sí, yo creo que Nuria todavía se acuerda de ese hombre, aunque no lo diga. Y, la verdad, yo eso no se lo perdonaré a Carax jamás. Usted es muy joven todavía, pero yo sé lo que duelen esas cosas. Si quiere saber mi opinión, Carax era un ladrón de corazones, y el de mi hija se lo llevó a la tumba o al infierno. Sólo le pido una cosa, si es que la ve y habla con ella: que me diga cómo está. Que averigüe si es feliz. Y si ha perdonado a su padre.

Poco antes del alba, portando tan sólo un candil de aceite, me adentré una vez más en el Cementerio de los Libros Olvidados. Al hacerlo, imaginaba a la hija de Isaac recorriendo aquellos mismos corredores oscuros e interminables con idéntica determinación a la que me guiaba a mí: salvar el libro. En un principio creí que recordaba la ruta que había seguido en mi primera visita a aquel lugar de la mano de mi padre, pero pronto comprendí que los dobleces del laberinto combaban los pasillos en volutas que era imposible recordar. Tres veces intenté seguir una ruta que había creído memorizar, y tres veces me devolvió el laberinto al mismo punto del que había partido. Isaac me esperaba allí, sonriente.

—¿Piensa volver algún día a por él? —preguntó.

—Por supuesto.

—En ese caso, quizá quiera usted hacer una pequeña trampa.

—¿Trampa?

—Joven, usted es un poco duro de entendederas, ¿verdad? Acuérdese del Minotauro.

Tardé unos segundos en comprender su sugerencia. Isaac extrajo un viejo cortaplumas del bolsillo y me lo tendió.

—Haga usted una pequeña marca en cada esquina que tuerza, una muesca que sólo usted conozca. Es madera vieja y tiene tantos arañazos y estrías que nadie lo advertirá, a menos que sepa lo que está buscando...

Seguí su consejo y me adentré de nuevo en el corazón de la estructura.

Cada vez que torcía el rumbo me detenía a marcar los estantes con una C y una X

en el lado del corredor por el que me decantaba. Veinte minutos más tarde me había perdido completamente en las entrañas de la torre y el lugar en que iba a enterrar la novela se me reveló por casualidad. A mi derecha vislumbré una hilera de tomos sobre la desamortización debidos a la pluma del insigne Jovellanos. A mis ojos de adolescente, semejante camuflaje hubiera disuadido hasta las mentes más retorcidas. Extraje unos cuantos e inspeccioné la segunda hilera oculta detrás de aquellos muros de prosa granítica. Entre nubecillas de polvo, varias comedias de Moratín y un flamante Curial e Güelfa alternaban con el Tractatus Logico Politicus de Spinoza. Como toque de gracia, opté por confinar el Carax entre un anuario de sentencias judiciales de los tribunales civiles de Gerona de 1901 y una Página 41 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

colección de novelas de Juan Valera. Para ganar espacio, decidí llevarme el libro de poesía del Siglo de Oro que los separaba y en su sitio deslicé La Sombra del Viento. Me despedí de la novela con un guiño, y volví a colocar en su lugar la antología de Jovellanos, amurallando la primera fila.

Sin más ceremonial me alejé de allí, guiándome por las muescas que había ido dejando en el camino. Mientras recorría túneles y túneles de libros en la penumbra, no pude evitar que me embargase una sensación de tristeza y desaliento. No podía evitar pensar que si yo, por pura casualidad, había descubierto todo un universo en un solo libro desconocido entre la infinidad de aquella necrópolis, decenas de miles más quedarían inexplorados, olvidados para siempre. Me sentí rodeado de millones de páginas abandonadas, de universos y almas sin dueño, que se hundían en un océano de oscuridad mientras el mundo que palpitaba fuera de aquellos muros perdía la memoria sin darse cuenta día tras día, sintiéndose más sabio cuanto más olvidaba.

Despuntaban las primeras luces del alba cuando regresé al piso de la calle Santa Ana. Abrí la puerta con sigilo y me deslicé por el umbral sin encender la luz.

Desde el recibidor se podía ver el comedor al fondo del pasillo, la mesa todavía ataviada de fiesta. El pastel seguía allí, intacto, y la vajilla seguía esperando la cena. La silueta de mi padre se recortaba inmóvil en el butacón, oteando desde la ventana. Estaba despierto y aún vestía su traje de salir. Volutas de humo se alzaban perezosamente de un cigarrillo que sostenía entre el índice y el anular, como si fuese una pluma. Hacía años que no veía fumar a mi padre.

—Buenos días —murmuró, apagando el cigarrillo en un cenicero casi repleto de colillas a medio fumar.

Le miré sin saber qué decir. Su mirada quedaba velada al contraluz.

—Clara llamó varias veces anoche, un par de horas después de que te fueras —dijo—. Sonaba muy preocupada. Dejó recado que la llamases, fuera la hora que fuese.

—No pienso volver a ver a Clara, o a hablar con ella —dije.

Mi padre se limitó a asentir en silencio. Me dejé caer en una de las sillas del comedor. La mirada se me cayó al suelo.

—¿Vas a decirme dónde has estado?

—Por ahí.

—Me has dado un susto de muerte.

No había ira en su voz, ni apenas reproche, sólo cansancio.

—Lo sé. Y lo siento —respondí.

—¿Qué te has hecho en la cara?

—Resbalé en la lluvia y me caí.

—Esa lluvia debía de tener un buen derechazo. Ponte algo.

—No es nada. Ni lo noto —mentí—. Lo que necesito es irme a dormir. No me tengo en pie.

—Al menos abre tu regalo antes de irte a la cama —dijo mi padre.

Señaló el paquete envuelto en papel de celofán que había depositado la noche anterior sobre la mesa del comedor. Dudé un instante. Mi padre asintió.

Tomé el paquete y lo sopesé. Se lo tendí a mi padre sin abrir.

—Lo mejor es que lo devuelvas. No merezco ningún regalo.

—Los regalos se hacen por gusto del que regala, no por mérito del que recibe —dijo mi padre—. Además, ya no se puede devolver. Ábrelo.

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