del
viento
—Bueno, ¿eh? —Sonrió el mendigo—. Hala, échele un traguillo más, que esto levanta a los muertos.
—No, gracias. Para usted —musité.
El mendigo bebió un largo trago. Le observé detenidamente. Parecía un contable gris de ministerio que no se hubiese cambiado de traje en quince años.
Me ofreció su mano y la estreché.
—Fermín Romero de Torres, cesante. Mucho gusto en conocerle.
—Daniel Sempere, tonto de remate. El gusto es mío.
—No se venda barato, que en noches así todo se ve peor de lo que es. Ahí donde me ve, yo soy un optimista nato. No me cabe la menor duda de que el régimen tiene los días contados. Según todos los indicios, los americanos nos van a invadir el día menos pensado y a Franco le pondrán un puesto de chufas en Melilla. Y yo recuperaré el puesto, la reputación y la honra perdida.
—¿A qué se dedicaba usted?
—Servicio de inteligencia. Alto espionaje —dijo Fermín Romero de Torres—. Sólo le diré que yo era el hombre de Maciá en La Habana.
Asentí. Otro loco. La noche de Barcelona los coleccionaba a puñados. Y a los idiotas como yo, también.
—Oiga, ese corte tiene mala pinta. Le han zurrado a base de bien, ¿eh?
Me llevé los dedos a la boca. Sangraba todavía.
—¿Asunto de faldas? —inquirió—. Se lo podía haber usted ahorrado. Las mujeres de este país, se lo digo yo que he visto mundo, son unas mojigatas y unas frígidas. Así como suena. Me acuerdo yo de una mulatita que dejé en Cuba.
Óigame, otro mundo, ¿eh?, otro mundo. Y es que la hembra caribeña se te arrima al cuerpo con ese ritmo isleño y te susurra «ay, papito, dame plaser, dame plaser», y un hombre de verdad, con sangre en las venas, qué le voy yo a contar...
Me pareció que Fermín Romero de Torres, o cualquiera que fuese su verdadero nombre, anhelaba la anodina conversación casi tanto como un baño caliente, un plato de lentejas con chorizo y una muda limpia. Le di cuerda durante un rato, esperando a que se me calmase el dolor. No me costó gran esfuerzo, porque aquel hombrecillo sólo necesitaba algún asentimiento puntual y alguien que hiciese como que le escuchaba. Estaba el mendigo por relatarme los pormenores y tecnicismos de un plan secreto para secuestrar a doña Carmen Polo de Franco cuando advertí que ya llovía con menos fuerza y que la tormenta parecía alejarse lentamente hacia el norte.
—Se me hace tarde —murmuré, incorporándome.
Fermín Romero de Torres asintió con cierta tristeza y me ayudó a levantarme, haciendo como que me quitaba el polvo de la ropa empapada.
—Otro día será, entonces —dijo, resignado—. A mí es que me pierde la boca. Empiezo a hablar y... oiga, de lo del secuestro, que quede entre usted y yo,
¿eh?
—No se preocupe. Soy una tumba. Y gracias por el vino.
Me alejé hacia las Ramblas. Me detuve en el umbral de la plaza y volví la vista hacia el piso de los Barceló. Las ventanas permanecían oscuras, llorando de lluvia. Quise odiar a Clara, pero fui incapaz. Odiar de veras es un talento que se aprende con los años.
Me juré que no volvería a verla, que no volvería a mencionar su nombre, o a recordar el tiempo que había perdido a su lado. Por alguna extraña razón, me sentí en paz. La ira que me había sacado de casa se había evaporado. Temí que volviese, y con saña renovada, al día siguiente. Temí que los celos y la vergüenza Página 34 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
me consumiesen lentamente una vez las piezas de cuanto había vivido aquella noche cayesen por su propio peso. Faltaban varias horas para el alba y todavía me quedaba una cosa que hacer antes de poder volver a casa con la conciencia limpia.
La calle Arco del Teatro seguía allí, apenas una brecha de penumbra. Un riachuelo de agua negra se había formado en el centro del callejón y se adentraba en procesión funeraria hacia el corazón del Raval. Reconocí el viejo portón de madera y la fachada barroca a la que me había conducido mi padre un amanecer seis años atrás. Ascendí los peldaños y me resguardé de la lluvia bajo la arcada del portal que olía a orines y a madera podrida. El Cementerio de los Libros Olvidados olía más a muerto que nunca. No recordaba que el picaporte era un rostro de diablillo. Lo así por los cuernos y golpeé tres veces la puerta. El eco cavernoso se esparció en el interior. Al rato volví a llamar, seis golpes esta vez, más fuertes, hasta que me dolió el puño. Pasaron otros tantos minutos y empecé a pensar que no debía de haber ya nadie en aquel lugar. Me acurruqué contra la puerta y saqué el libro de Carax del interior de la chaqueta. Lo abrí y leí de nuevo aquella primera frase que me había capturado años atrás.
Aquel verano llovió todos los días, y aunque muchos decían que eracastigo de Dios porque habían abierto en el pueblo un casino junto a la iglesia,yo sabía que la culpa era mía y sólo mía porque había aprendido a mentir yguardaba todavía en los labios las últimas palabras de mi madre en su lecho demuerte: nunca quise al hombre con quien me casé, sino a otro que me dijeronque había muerto en la guerra; búscale y dile que morí pensando en él, porqueél es tu verdadero padre.
Sonreí, recordando aquella primera noche de lectura febril seis años atrás.
Cerré el libro y me dispuse a llamar por tercera y última vez. Antes de que pudiera rozar con los dedos el picaporte, el portón se abrió lo suficiente para insinuar el perfil del guardián portando un candil de aceite.
—Buenas noches —musité—. Isaac, ¿verdad?
El guardián me observó sin pestañear. El reluz del candil esculpía sus rasgos angulosos en ámbar y escarlata, y le confería una inequívoca semejanza con el diablillo del picaporte.
—Usted es Sempere hijo —murmuró con voz cansina.
—Tiene usted una excelente memoria.