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—Y usted un sentido de la oportunidad que da asco. ¿Sabe qué hora es?

Su mirada acerada ya había detectado el libro bajo mi chaqueta. Isaac hizo un gesto inquisitivo con la cabeza. Extraje el libro y se lo mostré.

—Carax —dijo—. Debe de haber diez personas como mucho en esta ciudad que sepan quién es o que hayan leído ese libro.

—Pues una de ellas anda empeñada en prenderle fuego. No se me ocurre mejor escondite que éste.

—Esto es un cementerio, no una caja fuerte.

—Precisamente. Lo que este libro necesita es que lo entierren donde nadie pueda encontrarlo.

Isaac lanzó una mirada recelosa hacia el callejón. Abrió un poco la puerta y me hizo señas para que me colase dentro. El vestíbulo oscuro e insondable olía a cera quemada y a humedad. Se podía oír un goteo intermitente en la oscuridad.

Isaac me tendió el candil para que lo sostuviese mientras él extraía de su abrigo Página 35 de 288

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un manojo de llaves que hubiera sido la envidia de un carcelero. Conjurando alguna ciencia ignota, acertó cuál era la que buscaba y la introdujo en un cerrojo protegido por una carcasa de cristal repleta de relés y ruedas dentadas que sugería una caja de música a escala industrial. A una vuelta de muñeca, el mecanismo chasqueó como las entrañas de un autómata y vi las palancas y los fulcros deslizarse en un ballet mecánico asombroso hasta trabar el portón con una araña de barras de acero que se hundió en una estrella de orificios en los muros de piedra.

—Ni el Banco de España —comenté impresionado—. Parece algo sacado de Julio Verne.

—Kafka —matizó Isaac, recuperando el candil y encaminándose hacia las profundidades del edificio—. El día que comprenda usted que el negocio de los libros es miseria y compañía y decida aprender a robar un banco, o a crear uno, que viene a ser lo mismo, venga a verme y le explicaré cuatro cosas sobre cerrojos.

Lo seguí a través de los corredores que recordaba con frescos de ángeles y quimeras. Isaac sostenía el candil en alto, proyectando una burbuja intermitente de luz rojiza y evanescente. Cojeaba vagamente, y el abrigo de franela deshilachado que vestía semejaba un manto fúnebre. Se me ocurrió que aquel individuo, a medio camino entre Caronte y el bibliotecario de Alejandría, se sentiría a gusto en las páginas de Julián Carax.

—¿Sabe usted algo de Carax? —pregunté.

Isaac se detuvo al final de una galería y me miró, indiferente.

—No mucho. Lo que me contaron.

—¿Quién?

—Alguien que le conoció bien, o eso creía.

Me dio el corazón un vuelco.

—¿Cuándo fue eso?

—Cuando aún me peinaba. Usted debía de andar en pañales, y no parece que haya evolucionado mucho, la verdad. Mírese: está usted temblando —dijo.

—Es por la ropa mojada, y el frío que hace aquí dentro.

—Otro día me avisa y enciendo la calefacción central para recibirle en volandas, capullito de alelí. Venga, sígame. Aquí está mi oficina, que tiene estufa y algo que echarle a usted encima mientras le secamos la ropa. Y algo de mercurocromo y agua oxigenada tampoco le irían mal, que me trae un careto que parece salido de la comisaría de Vía Layetana.

—No se moleste, de verdad.

—No me molesto. Lo hago por mí, no por usted. Pasada esa puerta, yo pongo las reglas y aquí los únicos muertos son los libros. A ver si me va usted a pillar una neumonía y tengo que llamar a los del depósito. Ya nos encargaremos del libro ese más tarde. En treinta y ocho años todavía no he visto ninguno que echase a correr.

—No sabe cómo se lo agradezco...

—Sin pamplinas. Si le he dejado pasar, es por respeto al padre de usted, de lo contrario le hubiese dejado en la calle. Haga el favor de seguirme. Y si se comporta, a lo mejor le cuento lo que sé de su amigo Julián Carax De refilón, cuando creyó que no podía verle, advertí que se le escapaba una sonrisa de pillo redomado. Isaac estaba claramente disfrutando de su papel de siniestro cancerbero. Yo también sonreí para mis adentros. Ya no me cabía la menor duda de a quién pertenecía el rostro del diablillo del picaporte.

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