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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Deshice el cuidadoso envoltorio en la penumbra del alba. El paquete contenía una caja de madera labrada, reluciente, ribeteada con remaches dorados. Se me iluminó la sonrisa antes de abrirla. El sonido del cierre al abrirse era exquisito, de mecanismo de relojería. El interior del estuche venía recubierto de terciopelo azul oscuro. La fabulosa Montblanc Meinsterstück de Víctor Hugo descansaba en el centro, deslumbrante. La tomé en mis manos y la contemplé al reluz del balcón. Sobre la pinza de oro del capuchón había grabada una inscripción.

Daniel Sempere,1953

Miré a mi padre, boquiabierto. No creo haberle visto nunca tan feliz como me lo pareció en aquel instante. Sin mediar palabra, se levantó de la butaca y me abrazó con fuerza. Sentí que se me encogía la garganta y, a falta de palabras, me mordí la voz.

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Zafón

La

sombra

del

viento

GENIO Y FIGURA

1953

11

Aquel año, el otoño cubrió Barcelona con un manto de hojarasca que revoloteaba en las calles como piel de serpiente. La memoria de aquella lejana noche de cumpleaños me había enfriado los ánimos, o quizá fue la vida que había decidido concederme un año sabático de mis penas de sainete para que empezase a madurar. Me sorprendí a mí mismo apenas pensando en Clara Barceló, o en Julián Carax, o en aquel fantoche sin rostro que olía a papel quemado y se declaraba personaje escapado de las páginas de un libro. Para noviembre había cumplido un mes de sobriedad, sin acercarme una sola vez a la plaza Real a mendigar un atisbo de Clara en la ventana. El mérito, debo confesar, no fue del todo mío. Las cosas en la librería se estaban animando y mi padre y yo teníamos más trabajo del que podíamos quitarnos de encima.

—A este paso vamos a tener que coger a otra persona para que nos ayude en la búsqueda de los pedidos —comentaba mi padre—. Lo que nos haría falta sería alguien muy especial, medio detective, medio poeta, que cobre barato y al que no le asusten las misiones imposibles.

—Creo que tengo al candidato adecuado —dije.

Encontré a Fermín Romero de Torres en su lugar habitual bajo los arcos de la calle Fernando. El mendigo estaba recomponiendo la primera página de la Hoja del Lunes a partir de trozos rescatados de una papelera. La estampa del día iba de obras públicas y desarrollo.

—¡Rediós! ¿Otro pantano? —le oí exclamar—. Esta gente del fascio acabará por convertirnos a todos en una raza de beatas y batracios.

—Buenas —dije suavemente—. ¿Se acuerda de mí?

El mendigo alzó la vista, y su rostro se iluminó de pronto con una sonrisa de bandera.

—¡Alabados sean los ojos! ¿Qué se cuenta usted, amigo mío? Me aceptará un traguito de tinto, ¿verdad?

—Hoy invito yo —dije—. ¿Tiene apetito?

—Hombre, no le diría que no a una buena mariscada, pero yo me apunto a un bombardeo.

De camino a la librería, Fermín Romero de Torres me relató toda suerte de correrías que había vivido aquellas semanas a fin y efecto de eludir a las fuerzas de seguridad del Estado, y más particularmente a su némesis, un tal inspector Fumero con el que al parecer llevaba un largo historial de conflictos.

—¿Fumero? —pregunté, recordando que aquél era el nombre del soldado que había asesinado al padre de Clara Barceló en el castillo de Montjuïc a los inicios de la guerra.

El hombrecillo asintió, pálido y aterrado. Se le veía famélico, sucio y hedía a meses de vida en la calle. El pobre no tenía ni idea de adónde le conducía, y advertí en su mirada cierto susto y una creciente angustia que se esforzaba en vestir de verborrea incesante. Cuando llegamos a la tienda, el mendigo me lanzo una mirada de preocupación.

—Ande, pase usted. Ésta es la librería de mi padre, al que quiero presentarle.

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La

sombra

del

viento

El mendigo se encogió en un manojo de roña y nervios.

—No, no, de ninguna manera, que yo no estoy presentable y éste es un establecimiento de categoría; le voy a avergonzar a usted...

Mi padre se asomó a la puerta, le hizo un repaso rápido al mendigo y luego me miró de reojo.

—Papá, éste es Fermín Romero de Torres.

—Para servirle a usted —dijo el mendigo casi temblando.

Mi padre le sonrió serenamente y le tendió la mano. El mendigo no se atrevía a estrecharla, avergonzado por su aspecto y la mugre que le cubría la piel.

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