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Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—¿De dónde piensa que salió ese libro que encontró usted el día que le trajo su padre?

—No lo entiende.

—Pues es bien sencillo. Una noche, días después del incendio del almacén de Cabestany, mi hija Nuria se presentó aquí. Estaba nerviosa. Decía que alguien la había estado siguiendo y que temía que el tal Coubert quisiera hacerse con los libros para destruirlos. Nuria me dijo que venía a esconder los libros de Carax. Se adentró en la sala grande y los ocultó en el laberinto de estanterías, como quien entierra tesoros. No le pregunté dónde los había puesto, ni ella me lo dijo. Antes de marcharse me dijo que, en cuanto lograse encontrar a Carax, volvería a por ellos. Me pareció que todavía seguía enamorada de Carax, pero no dije nada. Le pregunté si le había visto recientemente, si sabía algo de él. Me dijo que hacía meses que no tenía noticias suyas, prácticamente desde que él había enviado sus últimas correcciones del manuscrito de su último libro desde París. Si me mintió, no le sabría decir. Lo que sí sé es que después de aquel día, Nuria nunca más volvió a saber de Carax y aquellos libros se quedaron aquí, criando polvo.

—¿Cree usted que su hija accedería a hablar conmigo de todo esto?

—Bueno, mi hija a todo lo que sea hablar se apunta, pero no sé si podrá decirle algo que no le haya contado ya un servidor. Piense que de todo esto hace ya mucho tiempo. Y la verdad es que no nos llevamos tan bien como quisiera.

Nos vemos una vez al mes. Vamos a comer por aquí cerca y luego se va como ha venido. Sé que hace años se casó con un buen chico; periodista y un poco atolondrado, la verdad, de esos que siempre andan metidos en líos de política, pero de buen corazón. Se casó por lo civil, sin invitados. Yo me enteré un mes más tarde. Nunca me ha presentado a su marido. Miquel se llama. O algo así.

Supongo que no está muy orgullosa de su padre, y no la culpo. Ahora es otra mujer. Mire que hasta aprendió a hacer punto y me dicen que ya no se viste de Simone de Beauvoir. Uno de estos días me enteraré de que he sido abuelo. Hace años que trabaja en casa como traductora de francés e italiano. No sé de dónde sacó el talento, la verdad. De su padre está claro que no. Deje que le apunte su dirección, aunque no sé si es muy buena idea que le diga que le envío yo.

Isaac anotó unos garabatos en una esquina de un diario viejo y me tendió el recorte.

—Se lo agradezco. Nunca se sabe, a lo mejor ella recuerda algo...

Isaac sonrió con cierta tristeza.

—De cría lo recordaba todo. Todo. Luego los hijos se hacen mayores y ya no sabes lo que piensan ni lo que sienten. Y así ha de ser, supongo. No le cuente a Nuria lo que le he explicado, ¿eh? Lo dicho aquí que quede entre nosotros.

—Descuide. ¿Cree que ella aún piensa en Carax? Isaac suspiró largamente, bajando la mirada.

—Yo qué sé. No sé si le quiso de verdad. Estas cosas se quedan en el corazón de cada uno, y ella ahora es una mujer casada. Yo a la edad de usted tuve una novieta, Teresita Boadas se llamaba, que cosía delantales en la textil Santamaría de la calle Comercio. Ella tenía dieciséis años, dos menos que yo, y era la primera mujer de la que me enamoré. No ponga esa cara, que ya sé que ustedes los jóvenes se creen que los viejos no nos hemos enamorado nunca. El padre de Teresita tenía un carromato de hielo en el mercado del Borne y era mudo de nacimiento. No sabe usted el miedo que pasé el día que le pedí permiso para casarme con su hija y se tiró cinco minutos mirándome fijamente, sin soltar prenda y con el pico del hielo en la mano. Llevaba yo ahorrando dos años para comprar Página 40 de 288

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una alianza cuando Teresita cayó enferma. Algo que había pillado en el taller, me dijo. En seis meses se me había muerto de tuberculosis. Aún me acuerdo de cómo gemía el mudo el día que la enterramos en el cementerio de Pueblo Nuevo.

Isaac se sumió en un profundo silencio. No me atreví ni a respirar. Al poco alzó la vista y me sonrió.

—Le hablo de cincuenta y cinco años atrás, ahí es nada. Pero, si he de serle sincero, no pasa un día que no me acuerde de ella, de los paseos que nos dábamos hasta las ruinas de la Exposición Universal de 1888 y de cómo se reía de mí cuando le leía los poemas que escribía en la trastienda del colmado de embutidos y ultramarinos de mi tío Leopoldo. Me acuerdo hasta de la cara de una gitana que nos leyó la mano en la playa del Bogatell y nos dijo que estaríamos juntos toda la vida. A su manera, no mentía. ¿Qué le puedo decir? Pues sí, yo creo que Nuria todavía se acuerda de ese hombre, aunque no lo diga. Y, la verdad, yo eso no se lo perdonaré a Carax jamás. Usted es muy joven todavía, pero yo sé lo que duelen esas cosas. Si quiere saber mi opinión, Carax era un ladrón de corazones, y el de mi hija se lo llevó a la tumba o al infierno. Sólo le pido una cosa, si es que la ve y habla con ella: que me diga cómo está. Que averigüe si es feliz. Y si ha perdonado a su padre.

Poco antes del alba, portando tan sólo un candil de aceite, me adentré una vez más en el Cementerio de los Libros Olvidados. Al hacerlo, imaginaba a la hija de Isaac recorriendo aquellos mismos corredores oscuros e interminables con idéntica determinación a la que me guiaba a mí: salvar el libro. En un principio creí que recordaba la ruta que había seguido en mi primera visita a aquel lugar de la mano de mi padre, pero pronto comprendí que los dobleces del laberinto combaban los pasillos en volutas que era imposible recordar. Tres veces intenté seguir una ruta que había creído memorizar, y tres veces me devolvió el laberinto al mismo punto del que había partido. Isaac me esperaba allí, sonriente.

—¿Piensa volver algún día a por él? —preguntó.

—Por supuesto.

—En ese caso, quizá quiera usted hacer una pequeña trampa.

—¿Trampa?

—Joven, usted es un poco duro de entendederas, ¿verdad? Acuérdese del Minotauro.

Tardé unos segundos en comprender su sugerencia. Isaac extrajo un viejo cortaplumas del bolsillo y me lo tendió.

—Haga usted una pequeña marca en cada esquina que tuerza, una muesca que sólo usted conozca. Es madera vieja y tiene tantos arañazos y estrías que nadie lo advertirá, a menos que sepa lo que está buscando...

Seguí su consejo y me adentré de nuevo en el corazón de la estructura.

Cada vez que torcía el rumbo me detenía a marcar los estantes con una C y una X

en el lado del corredor por el que me decantaba. Veinte minutos más tarde me había perdido completamente en las entrañas de la torre y el lugar en que iba a enterrar la novela se me reveló por casualidad. A mi derecha vislumbré una hilera de tomos sobre la desamortización debidos a la pluma del insigne Jovellanos. A mis ojos de adolescente, semejante camuflaje hubiera disuadido hasta las mentes más retorcidas. Extraje unos cuantos e inspeccioné la segunda hilera oculta detrás de aquellos muros de prosa granítica. Entre nubecillas de polvo, varias comedias de Moratín y un flamante Curial e Güelfa alternaban con el Tractatus Logico Politicus de Spinoza. Como toque de gracia, opté por confinar el Carax entre un anuario de sentencias judiciales de los tribunales civiles de Gerona de 1901 y una Página 41 de 288

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