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Add to favorite La sombra del viento – Carlos Ruiz Zafón🕯️

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—Aquí el señor Romero de Torres es el experto; puedes confiar en él.

—Pues entonces me llevo ese de la isla, si me lo envuelven ustedes. ¿Qué se debe?

—Invita la casa —dije yo.

—Ah, no, de ninguna manera...

—Señora, si usted me lo permite y así me hace el hombre más dichoso de Barcelona, invita Fermín Romero de Torres.

La Bernarda nos miró a ambos, sin palabras.

—Oiga, que yo pago lo que compro y esto es un regalo que quiero hacer a mi sobrina...

—Entonces me permitirá usted, a modo de trueque, que la invite a merendar —lanzó Fermín, alisándose el pelo.

—Anda, mujer —le animé yo—. Ya verás como lo pasáis bien. Mira, te envuelvo esto mientras Fermín coge su chaqueta.

Fermín se apresuró a la trastienda a peinarse, perfumarse y colocarse la americana. Le soplé unos cuantos duros de la caja para que invitase a la Bernarda.

—¿Dónde la llevo? —me susurró, nervioso como un crío.

—Yo la llevaría a Els Quatre Gats —le dije—. Que me consta trae suerte para asuntos del corazón.

Le tendí el paquete con el libro a la Bernarda y le guiñé el ojo.

—¿Qué le debo entonces, señorito Daniel?

—No sé. Ya te lo diré. El libro no llevaba precio y se lo tengo que preguntar a mi padre —mentí.

Les vi marchar del brazo, perdiéndose por la calle Santa Ana, pensando que a lo mejor alguien en el cielo estaba de guardia y por una vez les concedía a aquel par unas gotas de felicidad. Colgué el cartel de CERRADO en el escaparate. Pasé un momento a la trastienda a repasar el libro donde mi padre apuntaba los pedidos y escuché la campanilla de la puerta al abrirse. Pensé que sería Fermín, que se había dejado algo, o quizá mi padre que ya había vuelto de Argentona.

—¿Hola?

Pasaron varios segundos sin que me llegase una respuesta. Yo seguí ojeando el libro de pedidos.

Escuché pasos en la tienda, lentos.

—¿Fermín? ¿Papá?

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No obtuve respuesta. Me pareció advertir una risa ahogada y cerré el libro de pedidos. Quizá un cliente había ignorado el cartel de CERRADO. Me disponía a atenderle cuando escuché el sonido de varios libros caer desde los estantes en la tienda. Tragué saliva. Agarré un abrecartas y me acerqué lentamente a la puerta de la trastienda. No me atreví a llamar de nuevo. Al poco escuché de nuevo los pasos, alejándose. Sonó de nuevo la campanilla de la puerta, y sentí un vahído de aire de la calle. Me asomé a la tienda. No había nadie. Corrí hasta la puerta de la calle y la cerré a cal y canto. Respiré hondo, sintiéndome ridículo y cobarde. Me dirigía de nuevo a la trastienda cuando vi aquel pedazo de papel encima del mostrador. Al acercarme comprobé que se trataba de una fotografía, una vieja estampa de estudio de las que acostumbraban a imprimirse en una lámina de cartón grueso. Los bordes estaban quemados y la imagen, ahumada, parecía surcada por el rastro de dedos sucios de carbonilla. La examiné bajo una lámpara. En la fotografía podía verse a una pareja de jóvenes, sonriendo para la cámara. Él no parecía tener más de diecisiete o dieciocho años, con el cabello claro y los rasgos aristocráticos, frágiles. Ella parecía quizá un poco menor que él, uno o dos años a lo sumo. Tenía la tez pálida y un rostro cincelado, ceñido por un pelo negro, corto, que acentuaba una mirada encantada, envenenada de alegría.

Él le pasaba un brazo por el talle y ella parecía susurrar algo, burlona. La imagen transmitía una calidez que me robó una sonrisa, como si en aquellos dos desconocidos hubiese reconocido a viejos amigos. Detrás de ellos se podía ver el escaparate de una tienda, repleto de sombreros pasados de moda. Me concentré en la pareja. Las ropas parecían indicar que la imagen tenía por lo menos veinticinco o treinta años. Era una imagen de luz y de esperanza que prometía cosas que sólo existen en las miradas de pocos años. Las llamas habían devorado casi todo el contorno de la fotografía, pero aún podía adivinarse un rostro severo tras aquel mostrador vetusto, una silueta espectral insinuándose tras las letras grabadas en el cristal.

Hijos de Antonio Fortuny

Casa fundada en 1888

La noche que había regresado al Cementerio de los Libros Olvidados, Isaac me había contado que Carax usaba el apellido de su madre, no el de su padre: Fortuny. El padre de Carax tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio. Observé de nuevo el retrato de aquella pareja y tuve la certeza de que aquel muchacho era Julián Carax, sonriéndome desde el pasado, incapaz de ver las llamas que se cerraban sobre él.

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CIUDAD DE SOMBRAS

1954

14

A la mañana siguiente, Fermín acudió a trabajar en alas de Cupido, sonriente y silbando boleros. En otras circunstancias le habría preguntado acerca de su merienda con la Bernarda, pero aquel día no tenía yo los ánimos para la lírica. Mi padre había quedado en entregar un pedido a las once de la mañana al profesor Javier Velázquez en su despacho de la facultad en plaza Universidad. A Fermín, la sola mención del académico le inspiraba urticaria, y con esa excusa me ofrecí yo a llevarle los libros.

—Ese individuo es un pedante, un crápula y un lameculos fascista —

proclamó Fermín, alzando el puño en alto al modo inequívoco de cuando le entraba el prurito justiciero—. Con el cuento de la cátedra y el examen final, ése se beneficiaba hasta la Pasionaria si se terciase.

—No se pase, Fermín. Velázquez paga muy bien, siempre por adelantado y nos recomienda a los cuatro vientos —le recordó mi padre.

—Ese es dinero manchado con la sangre de vírgenes inocentes —

protestó Fermín—. Vive Dios que yo nunca me acosté con una mujer menor de edad, y no por falta de ganas ni oportunidades; que hoy me ven ustedes en horas bajas, pero hubo el día en que tuve presencia y gallardía como el que más, y aun así, por si acaso y me daba en la nariz que eran un poco golfas, exigía la cédula de identidad o en su defecto autorización paterna por escrito para no faltarle a la ética.

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